La actividad de arrendamiento de inmuebles como paradigma de la inseguridad jurídica en el ordenamiento tributario español

Prólogo al libro con idéntico título, de reciente publicación por la editorial Tirant Lo Blanch, escrito por Salvador Miranda Calderín y que he tenido el honor y placer de prologar.

I

Sancho de Moncada fue un economista español del siglo diecisiete que estudió, en sus Discursos, las causas de la decadencia española, siendo destacables las siguientes palabras: “La multiplicidad de leyes es muy dañosa a las repúblicas, porque con ellas se fundaron todas, y por ellas se perdieron casi todas. En siendo muchas, causan confusión y se olvidan, o, no se pudiendo observar, se desprecian. Argumentos son de una república disoluta. Unas se contradicen a otras y dan lugar a las interpretaciones de la malicia y a la variedad de las opiniones. De donde nacen los pleitos y disensiones. Ocúpase la mayor parte del pueblo en los tribunales”.

Como se puede advertir fácilmente y como dijera el tango de Gardel, casi cuatro siglos no son nada en materia jurídica y, muy especialmente, en el ámbito tributario, en el que a esa multiplicidad y confusión en la aplicación e interpretación correcta de las leyes, se suma el encontrarnos en una relación jurídico pública en la que la administración tributaria no sigue el criterio de defensa del interés general para el que está llamada, sino un puro interés recaudatorio, que posiciona al contribuyente en un lugar muy incómodo.

El Tribunal Constitucional tiene dicho –v.g. en su sentencia 234/2012, de 13 de diciembre- respecto del principio de seguridad jurídica consagrado constitucionalmente en el artículo 9.3 de la Constitución, que tal mandato “ha de entenderse como la certeza sobre el ordenamiento jurídico aplicable y los intereses jurídicamente tutelados (STC 15/186, de 31 de enero, FJ1), como la expectativa razonablemente fundada del ciudadano en cuál ha de ser la actuación del poder en la aplicación del Derecho (STC 36/1991, de 14 de febrero, FJ 5), o como la claridad del legislador y no la confusión normativa (STC 46/1990, de 15 de marzo, FJ 4)”.

Ello se puede traducir en que la seguridad jurídica, como bastión de la existencia del Estado de Derecho que es, debe ser valorada tanto en el proceso y mecanismo de elaboración y publicación de las normas tributarias, como en el aplicación e interpretación de los tributos.

II

Por lo que se refiere al primer aspecto, la seguridad jurídica en la elaboración de las leyes, a lo largo de todos estos años de democracia nos hemos ido acostumbrando a una serie de deficiencias que poco contribuyen a la certeza del derecho tributario.

Así, durante una dilatadísima época veíamos año tras año como a la Ley de Presupuestos Generales del Estado anual se incorporaba, cual rémora a tiburón, una denominada popularmente como “ley de acompañamiento”, de nombre oficial habitualmente más ampuloso, que incluía una caterva de medidas tributarias de diversa índole.

A esa nociva praxis se suma la utilización cada vez más común del Real Decreto-Ley, esto es, de normas de supuesta urgencia, en el terreno fiscal, casi siempre con una mediocre justificación de su necesidad inminente y pretendida urgencia. Para la Historia nefanda de la ciencia jurídica quedará el año 2012 del Señor, en el que hubo un total de 29 de estos instrumentos legislativos en todos los ámbitos, lo que supone que más de la mitad de las semanas de ese año hubo una nueva norma urgente. Añadiremos que las modificaciones en un tributo tan trascendente como el Impuesto sobre Sociedades, fueron más de veinte en ese mismo año, algunas de ellas contradiciendo o puntualizando lo que se había publicado meses –o días- antes.

Era habitual para el profesional jurídico desayunarse el sábado con una ley de urgencia que se publicaba en el BOE tras la habitual reunión de los viernes del Consejo de Ministros, que obviamente generaban tanto pánico como los sanedrines de la época romana.

Estas prácticas han sido amparadas por la interpretación del Tribunal Constitucional, que también ha admitido sin ambages la inclusión de medidas de tipo tributario en normas de lo más variopintas, con expreso incumplimiento de la Ley General Tributaria, lo que obliga al aplicador de este ámbito jurídico a leerse hasta la última coma de cualquier normativa que aparezca en los diversos boletines oficiales, por más inverosímil que parezca la advertencia de un mínimo interés tributario. Esto ocurrió, sin ir más lejos, en la Ley 16/2013, de 19 de octubre, que aprovechando la tramitación parlamentaria llevada a cabo en materia medioambiental y para la regulación de los gases de efecto invernadero, modifica radicalmente preceptos de incuestionable interés del IRPF, del IS, de Impuestos Especiales, del IBI o del Catastro Inmobiliario .

III

En lo tocante al proceso de creación de leyes tributarias encontramos un segundo aspecto que afecta seriamente a la seguridad jurídica de lo que la Constitución denominó “sistema tributario” y que hoy no es más que un conjunto deslavazado, asistemático y absurdo de leyes de diversos órganos que, a mayor abundamiento, suelen competir entre sí para, bien confiscar más a los ciudadanos a los que se aplican, bien atraer capas de población del más alto nivel adquisitivo a sus territorios con una baja fiscalidad en determinados impuestos –señaladamente, Impuesto sobre Patrimonio y el de Sucesiones y Donaciones-.

Dentro de este apartado encontramos diversos ejemplos que se pueden agrupar por tratarse de casos en que es el Estado el defraudador, al dictar normas manifiestamente ilegales o meramente amorales, inconstitucionales o contrarias a los Tratados de funcionamiento de la Unión Europea.

Dejando a lado las normas ilegales, que son casos –y hay ejemplos inacabables- en que en puridad sería el Poder Ejecutivo el que traspasaría los límites de sus potestades, ciertamente nos encontramos con un momento en que la amoralidad en el ámbito tributario ha traspasado fronteras: de una amnistía fiscal que vio la luz en marzo de 2012, pasamos sin solución de continuidad a una ley antifraude que nos sitúa en lo que se ha extendido en llamar un Guantánamo tributario, todo ello aderezado por unos tipos de gravamen en los impuestos con mayor potencia recaudatoria –como son IRPF e IVA- que convierte nuestro país en una auténtica prisión fiscal que recuerda a los tiempos de Enrique IV de Castilla, que maniata el consumo y empobrece a una población que se acostumbra a que, día tras día, aparezcan nuevos casos de corrupción con el dinero público.

La cosa puede ser aún peor si el anteproyecto de Ley General Tributaria que por dos veces el prelegislador –es decir, la Dirección General de Tributos- ha intentado sacar del cajón, viera la luz en algún momento, tal y como recientemente ha manifestado el Consejo General del Poder Judicial en un sangrante informe al respecto. Éste es otro de los déficits de democracia a los que nos tiene acostumbrado el Poder Legislativo: aceptamos que las leyes tributarias, quizás por su complejidad, se hagan en la cocina del Ministerio de Hacienda en lugar de por sabios, catedráticos o un grupo de especialistas que apoye a los grupos políticos del Parlamento, como ocurre en otras materias complejas como son el derecho concursal o el societario. Pues no. En lo que a recaudación se refiere, los que mandan son los funcionarios y ni los parlamentarios –por supuesto- ni los expertos –los lobbies siguen teniendo su espacio- tienen facultad alguna de opinar y, si lo hacen, como lo hizo el grupo de expertos que nombró el gobierno en 2013, no se les hace el más remoto caso a la hora de hacer una reforma fiscal.

A ello hay que añadir el empecinamiento del legislador en crear normas que son manifiestamente contrarias a las libertades comunitarias, ya por ser ayudas de estado de manual –el caso del tax lease es paradigmático, aunque se puede unir el del fondo de comercio financiero o, el que vendrá del régimen de las AIE creadas por la Ley del Cine-, ya por contrariar la libre circulación de capitales, de personas o de prestación de servicios, como ha ocurrido recientemente con la aplicación del Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones a no residentes, con el régimen especial de las agencias de viaje en el IVA español o con el famoso céntimo sanitario, al que se añadirá en no mucho tiempo la pretendida imprescriptibilidad de las deudas tributarias originadas por la no declaración de bienes y derechos situados en el extranjero.

Dejo para otro momento el esperpento que supone la aplicación del régimen de competencias en materia tributaria, que ha dado lugar a inequidades generadoras de una desigualdad lacerante entre ciudadanos de una misma Nación, a la creación de impuestos autonómicos de lo más variopinto y a inconcebibles carreras –en fraude de ley- entre Estado y alguna comunidad –la catalana, recientemente- para ver quién creaba un nuevo tributo sobre un hecho imponible aún no gravado por ninguno de los entes con capacidad normativa.

IV

Las cosas no funcionan mejor, ni muchísimo menos, en el ámbito de la aplicación de los tributos y ni siquiera en su interpretación por los órganos judiciales. Empezando por el último aspecto, el régimen procedimental de discusión instaurado por las normas rituarias es francamente perverso: un Tribunal Supremo poco especializado y dedicado en exclusiva a dirimir los asuntos de ciudadanos privilegiados –cuotas de más de seiscientos mil euros- , lo que determina la existencia para el común de los mortales de una única instancia judicial; a lo que se une la creación de unas tasas judiciales prohibitivas para el pequeño contribuyente y unos órganos económico-administrativos formados en exclusiva por funcionarios de la administración tributaria –¡cobrando menos que sus compañeros de la Inspección!- y que se encuentran colapsados, de forma que la media de penitencia que le espera a aquél que se atreva a afrontar un pleito tributario es de 6 a 8 años para llegar a una solución judicial, habiendo –claro está- garantizado o pagado la deuda reclamada desde el primer momento en virtud de una aplicación automática del principio solve et repete que, a pesar de ser aceptada comúnmente, no se deriva de ningún principio de la Carta Magna.

Para mayor abundamiento, disponemos de un sistema de interpretación administrativo que, bajo el manto de venir a solucionar un supuesto derecho de información del contribuyente, se ha convertido en un seudocorpus de obligado cumplimiento, pues seguir una interpretación distinta a la proclamada por el Petete de hacienda –el sistema de consultas tributarias vinculantes- conlleva automáticamente en la práctica la presunción por parte de los funcionarios del fisco de que se está cometiendo una infracción tributaria, por muy abstruso que sea el argumento con el que llega a sus conclusiones el órgano consultivo o por muy defendible técnicamente que fuera la postura adoptada por el ciudadano.

En lo que se refiere a la aplicación diaria de las normas fiscales, la situación de conflictividad adquiere tintes dramático pues, desde los años ochenta la Inspección de los Tributos percibe remuneraciones variables en función de las cuotas liquidadas –que no recaudadas- lo que obliga a los funcionarios a llegar a unos mínimos de deuda en cada actuación llevada a cabo, por muy bien que haya intentado hacer sus deberes tributarios el sujeto investigado.

Si le unimos a este hecho la falta de especialización jurídica de la mayoría de los inspectores y la utilización creciente de la técnica de la recalificación –ex artículo 13 de la Ley General Tributaria- para contrarrestar cualquier tipo de planificación fiscal, por lícita que sea, realizada por el contribuyente, nos encontramos con lo que se ha dado en llamar economía fiscal inversa, principio en virtud del cual todo ciudadano, ante varias alternativas tributarias, debería escoger siempre la que mayor gravamen supusiera, de forma que así la administración tributaria recaudara lo máximo.

En idéntico sentido, se habla también de que la Inspección de los Tributos aplica un principio de presunción de fraude, contrapunto al principio constitucional de presunción de inocencia en materia penal, en virtud del cual se presume la evasión fiscal a no ser que el ciudadano sea capaz de demostrar lo contrario, utilizándose así el mismo rasero al contribuyente de a pie y a los grandes casos de corrupción, nepotismo, clientelismo y cleptocracia que se ven continuamente en el telediario.

V

Y en este estado de cosas es en el que encontramos el magnífico trabajo que sigue a estas líneas, en el que su autor afronta uno de los aspectos fiscales que atesora más polémica desde que se instauró constitucionalmente el actual orbe tributario: la consideración de la actividad de arrendamiento de inmuebles como una actividad económica.

Es éste un asunto de orden diario, que afecta a miles de situaciones de contribuyentes de diferente capacidad económica y que implica, asimismo, a diversas figuras tributarias, empezando por el IRPF y el IP, siguiendo por el Impuesto sobre Sociedades y finalizando por el Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones.

El problema de orden aplicativo procede de la redacción de la ley del IRPF, que desde antiguo establece un concepto genérico de lo que es actividad económica, precisando que para que el arrendamiento de inmuebles pueda ser considerada tal, serán precisas dos condiciones que aún a día de hoy no se sabe si actúan sine qua non o si se trata de presunciones que admiten prueba en contrario.

Es la regla que los profesionales del derecho tributario hemos dado en llamar, jocosamente, de “la caseta y el perro”, de forma y manera que para probar que el alquiler se realiza con ánimo empresarial es preciso disponer de un local afecto exclusivamente a la tal actividad y de una persona contratada a jornada completa también para llevar a cabo la gestión de los alquileres.

El libro disecciona uno a uno los problemas hermenéuticos de la norma, analizando de forma diacrónica el parecer doctrinal y jurisprudencial al respecto, culminándose todo ello con una propuesta lege ferenda de solución al problema.

En primer lugar, se plantea el problema de si nos encontramos ante una norma taxativa o, por el contrario, ante una presunción que admite prueba en contrario. Estudiado este –irresuelto- asunto, se pasa en segundo lugar a dirimir qué debe entenderse como local afecto y persona contratada. Por último, se centra la controversia en cada uno de los tributos afectados, y muy especialmente en lo que a la Reserva para inversiones en Canarias se refiere.

De todo lo que se expone en este manual se extrae una conclusión que resulta inconcebible para el profano: cómo después de 30 años continúa vigente una legislación que, considerando como norma general que se realiza una actividad económica cuando se dispone de medios materiales y personales con los que se lleva a cabo una explotación económica en un mercado determinado, en cambio limita tal conceptuación para una actividad muy concreta –el arrendamiento de inmuebles- al cumplimiento de dos condiciones que, ni tienen porqué resultar necesarias para que exista realmente un engranaje empresarial mínimo, ni son suficientes en otros casos para que la actividad económica sea real.

Esto, como es obvio, ha dado lugar a copiosas sinrazones prácticas que han generado una conflictividad tributaria innecesaria ante la que el contribuyente, como don Alonso Quijano en su batalla con los batanes, se ha visto inmerso de forma absurda.

Salvador Mirando Calderín, gran conocedor del sistema tributario y del régimen tributario especial que se prevé para las Islas Canarias, ha escrito desde hace muchos años una crónica anual del estado de uno de los beneficios fiscales más importantes del archipiélago, la Reserva de Inversiones en Canarias, y es precisamente en este régimen donde con mayor virulencia se perciben los cambios de criterio en torno a las condiciones para considerar al alquiler de inmuebles como actividad empresarial, pues no en vano de ello depende la aplicación de aquel régimen fiscal.

Tal es la ciencia del autor en el Régimen Económico y Fiscal (REF) de las Canarias que acaba de ser nombrado director de la recientemente creada Cátedra del REF en la Universidad de las Palmas de Gran Canaria, uniendo además a sus títulos de Doctor en Historia y Licenciado en Ciencias Económicas y Empresariales una meritoria y recientísima licenciatura en Derecho, avalada con un trabajo final de carrera que he tenido el orgullo de dirigirle y en el que demostró sus vastos conocimientos en la materia que trae causa de este libro.

A modo de corolario, tienen ustedes en sus manos un recurso muy valioso para el estudio de las diversas discusiones jurídicas planteadas por la conceptuación legal del arrendamiento de inmuebles como actividad económica que, no obstante centrarse en jurisprudencia relacionada en muchos casos con las especialidades fiscales de las Canarias, resulta plenamente extrapolable a muchas figuras de la cesta impositiva con la que convivimos, que también se estudian.

Se trata, pues, de una magnífica piedra de toque sobre la inseguridad jurídica que asola el Ordenamiento Tributario español que, acompañada de una pérdida de los derechos y garantías continuada de los contribuyentes, nos aboca a un precipicio irresoluble de conflictividad creciente y desconfianza en las instituciones públicas.

En Barcelona, a 1 de diciembre de 2014.

Esaú Alarcón García

Profesor de la Universidad Abat Oliba CEU

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