Las leyes de emprendedores 11 Y 14 del 2013 pueden considerarse el comienzo de una era legislativa deleznable, que ha continuado con la regularización voluntaria extraordinaria (vulgo, amnistía) y la paralela norma antifraude del 2012, las reformitas fiscales del pasado año y la pretendida modificación de la Ley General Tributaria que, a pesar de los múltiples defectos detectados por CGPJ y Consejo de Estado –esta vez, actuando en una posición crítica encomiable-, continúa su tramitación parlamentaria como si su redacción fuera impecable.
Y es que las cacareadas ventajas para los emprendedores de aquellas normas, enmascaraban en realidad, como ya se puso de manifiesto en esta columna, una serie de medidas de difícil aplicación práctica –como el régimen de caja del IVA- o directamente vacuas, buena muestra de una paupérrima técnica legislativa y de la vocación demagógica de su promotor.
Para empezar, el término emprendimiento es espurio, figurando en la RAE únicamente como avance a la 23ª edición de su diccionario por lo que se le debe considerar como un xenismo innecesario, que no debería figurar en la jerga oficial que leemos en el BOE so pena de relativizar el uso de la lengua hasta puntos indeseados.
Continuando, la norma en cuestión dedicaba unos artículos a la “educación en el emprendimiento”, sin mencionar cómo se ejecutaría ese desiderátum académico que, por otro lado, genera cierta inquietud a la gente que, como el firmante, considera que la enseñanza se ha de basar en valores humanísticos y no en conseguir empresarios en serie a la manera de los protagonistas de Un Mundo Feliz, sin capacidad de reproche y narcotizados por soma en forma de teleseries y deportes en masa. Obvia decir, que tal deseo de educar en el emprendimiento no ha tenido desarrollo reglamentario alguno.
Como señala J.L. Martín Moreno, los juristas nos topamos hoy con innumerables disposiciones que no se hacen para ordenar los hechos de este mundo, como se decía en las partidas. Gama patológica donde figuran bajo apariencia normativa redundancias, excrecencias, vacuidades, reiteraciones u obviedades, cuando no enunciados promocionales complementados con contenidos exhortativos, recomendatorios o incluso laudatorios.
No sabemos cómo acabará todo esto, pero la imagen de Estado –léanse, poderes ejecutivo y legislativo- como demagogo y defraudador está instaurándose de forma preocupante en la psique del ciudadano y, como se está viendo continuamente en los medios de comunicación, la creación de leyes inseguras, inconstitucionales o contrarias a las libertades comunitarias, tiene sus consecuencias.
Una de ellas acaba de saltar a la palestra a cuento de la suspensión judicial de una Instrucción de la DGRN sobre legalización de libros de los empresarios, dictada en ejecución (¡un año y 5 meses después!) del artículo 18 de la Ley 14/2013, de emprendedores, que estableció una novedosa obligación de legalizar en forma telemática los libros de actas y registro de socios después de su cumplimentación en soporte electrónico y en un plazo máximo de cuatro meses desde la fecha de cierre de ejercicio.
Dejando a un lado la paradoja de que las compañías cuyo cierre de ejercicio se produce el 30 de octubre incumplieron dicho deber por la falta de desarrollo legal en tiempo, lo cierto es que la norma adolece de serios inconvenientes, al darle publicidad a información empresarial que puede resultar muy sensible o confidencial, con lo que una asociación de empresas cotizadas impugnó la Instrucción de desarrollo el pasado 15 de abril, solicitando como medida cautelar la suspensión de su aplicación en tanto en cuanto pudiera ocasionar perjuicios irreparables para las empresas que podrían conllevar la pérdida de la finalidad legítima al recurso.
Ante esta tesitura, el TSJ de Madrid ha resuelto la pieza de medidas cautelares mediante auto del pasado 27 de abril, en el que acuerda haber lugar a la suspensión solicitada hasta que recaiga sentencia, al considerar que de la ejecución de la Instrucción se deriva de un modo inmediato y claro la posibilidad de daños y perjuicios de difícil o imposible reparación, y no sólo económicos, al no contener la más mínima regulación sobre las exigencias de salvaguarda de información confidencial o privilegiada que va a pasar a los Registros Mercantiles, pudiendo acceder a ella terceros que se dirijan a estos registros y ejerzan el derecho que les brinda el artículo 369 del Reglamento del Registro Mercantil y su solicitud de publicidad.
Podría decirse, tomando prestada la invención de mi buen amigo Javier Gómez Taboada en un artículo de su “Espacio Tributario”, que aún quedan jueces en Madrid, trasunto tributario de la célebre frase del rey prusiano Federico el Grande –“aún hay jueces en Berlín”-, cuando la Justicia le dio la razón a un vecino al que Su Majestad quería demoler el molino por afear las vistas de palacio.
De todos modos, el nudo gordiano de la cuestión de fondo a resolver por el citado TSJ será tanto esa falta de salvaguarda de la confidencialidad de datos –que debería haberse regulado en un texto legal o, siquiera, reglamentario- como la potestad que se arroga la DGRN al dictar una disposición general que excede con mucho de sus competencias, al innovar el Ordenamiento Jurídico más allá de lo permisible e ir destinada primordialmente al empresariado y no a los funcionarios que deberían ser, ex Ley 30/1992, sus destinatarios naturales.
Publicado en Iuris & Lex (elEconomista) el 8 de mayo de 2015.