Con la amplificación de información generada en la actual sociedad por las redes de comunicación informática, ¿quién no ha caído alguna vez en el error de creer cierta una noticia falsa? O, peor aún, ¿quién no se ha dejado seducir alguna vez por información sesgada que le resultaba beneficiosa a su propia ideología?
Son cosas que nos ocurren con habitualidad porque, apriorísticamente, somos seres humanos con capacidad de raciocinio, pero también con una inmensa capacidad de generarnos prejuicios.
Si a ello le sumamos que el cúmulo de comunicaciones que recibimos por diversas vías carece de filtros de calidad y muchas veces vienen instigados desde el más allá, lo razonable es que nuestra percepción de las circunstancias que nos rodean cada vez esté más lejos de la realidad.
Es la era de lo que se ha dado en conocer como “posverdad”, término ingenuo que encierra realmente las falsedades más abyectas. Las generaciones presentes y venideras seguro que son auténticos expertos en la interacción tecnológica, pero la erudición y la sabiduría serán propias de bichos raros. Tendremos que convivir con ello.
A lo que me niego, contra lo que debemos luchar los juristas con todo nuestro afán, es a que esos sesgos informativos, esa desinformación, esa falsedad, resulte del redactado literal de textos legales como ocurre con demasiada habitualidad, excesiva complacencia por parte de la academia jurídica e ignorancia total por parte del ciudadano concernido.
Recuérdense las palabras de Adam Ferguson, para quien las leyes de un país deben ser expedientes de prudencia para ajustar las pretensiones de las partes y asegurar la paz de la sociedad.
La reflexión surge de mi lectura reciente de la ya proverbial náusea normativa de final de año que, si en 2017 vino en forma de varios reglamentos tributarios de gran calado negativo para el contribuyente que aparecieron como hongos tras la lluvia en el último BOE del año, en 2018 se han presentado en forma de Reales- Decreto Ley y reglamentos de diverso pelaje.
No entraré en la interpretación desmesuradamente abierta de la extrema y urgente necesidad que deja barra libre a un Gobierno en minoría absoluta para publicar textos con rango legal. Tampoco me rasgaré las vestiduras con la exégesis orgiástica de la reserva de ley en materia tributaria -art.8 LGT- que ha hecho el Tribunal Constitucional.
Me centraré, aunque todos pecan de lo mismo, en la Exposición de Motivos -aunque la deberíamos llamar, “Pream- bulo”- del RDL 26/18 cuando, tras intentar justificar con frases de mal pagador la urgente necesidad, hace gala de que “su aprobación está en consonancia con los principios de buena regulación recogidos en el artículo 129 de la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas, de necesidad, eficacia, proporcionalidad, seguridad jurídica, transparencia, y eficiencia”. ¿Puede ser más cínico el legislador? ¿Un Decreto Ley puede presumir de ser paradigma de buena regulación, de proporcionalidad, seguridad jurídica y transparencia sin que alguien en la imprenta del BOE se sonroje?
A esta circunstancia, a la mendacidad habitual de las Exposiciones de Motivos, debemos añadirle la manía del muñidor de las leyes tributarias de incluir en su título algo relacionado con la lucha contra el fraude, como ocurre con un anteproyecto que está ahora mismo en fase de información pública y que, en realidad, lo que quiere es restringir todavía más los menguantes derechos de los contribuyentes y soslayar -cuando no saltarse a la torera- la jurisprudencia que se ha ido consolidando en contra de los intereses de la Hacienda Pública.
Con estos precedentes, se cumple el aserto de Alasdair Macintyre, en el sentido de que la naturaleza de cualquier sociedad se debe medir por sus leyes entendidas como índice de sus conflictos: “lo que muestran nuestras leyes es el grado y extensión en que el conflicto ha de ser suprimido”. Y, lógicamente, con leyes tan nocivas, perniciosas, opacas y falaces, el conflicto está asegurado.
La solución a ese tipo de menciones programáticas mendaces en las leyes, que se han generalizado, no puede ser otra que suprimirlas para evitar que, erróneamente, a algún juez se le ocurra de buena fe utilizarlas como arma hermenéutica en sus resoluciones cuando, en realidad, no pasan de ser una excusatio non petita que cumplen con la proverbial sabiduría popular: dime de qué presumes, y te diré de qué careces.
De esta manera, obviaremos también impertinencias humillantes como la del proyecto de reglamento sancionador tributario de 2017, que tenía las narices de indicar en una norma que empeora claramente la posición del contribuyente que las modificaciones propuestas tenían “un marcado carácter pedagógico”. El Consejo de Estado y las observaciones que propusimos desde la AEDAF provocaron su eliminación en el texto definitivo. ¿Parece una solución radical? Puede. Pero debemos tomarnos en serio la certidumbre del lenguaje jurídico y, en el fondo, ¿qué hay más radical hoy en día que hacer lo correcto?
Me remito a las palabras que, en el Egmont de Goethe, el duque de Alba dedicó a los holandeses cuando estos le exigían libertad de la dominación española: <<¿Libertad? Una hermosa palabra ¡quién pudiese entenderla bien! ¿qué tipo de libertad quieren? ¿cuál es la libertad del más libre? ¡Hacer lo correcto! Y esto no se lo va a impedir el Rey>>. Pues eso.
Feliz Año Nuevo.