El Consejo de Ministros del pasado 18 de enero acordó iniciar la tramitación parlamentaria (vía proyectos de Ley) para la creación e implantación de dos nuevos tributos, el Impuesto sobre Transacciones Financieras (una suerte de «Tasa Tobin») y el Impuesto sobre Determinados Servicios Digitales (comúnmente, denominada «Tasa Google»).
Este Gobierno que se tiene en tan alta estima y consideración, afirma literalmente que, con la aprobación de ambas normas, «España aborda los retos de la fiscalidad del siglo XXI para avanzar hacia un sistema tributario más moderno y redistributivo«. En cambio, el que aquí suscribe, un pobre fiscalista maleado por el paso del tiempo, considero que, contrariamente a lo anunciado, los nuevos microtributos contribuirán a perjudicar a nuestro país y, además, traerán consigo la frustración pues los hitos recaudatorios anunciados son manifiestamente irreales.
En cuanto al Impuesto sobre Determinados Servicios Digitales (IDSD o maldenominado «Tasa Google»), nace como una solución rápida o parche legislativo para contener las ingentes vías de agua (recaudación) ocasionadas en los vigentes sistemas tributarios por los distintos operadores de las Economía Digital. Como repito y explico en las distintas charlas y cursos que imparto en relación a la fiscalidad de la Economía Digital, contrariamente a lo que se afirma, los operadores económicos, las empresas tecnológicas y las start-ups surgidas en el ecosistema digital, no buscan o tienen como finalidad eludir la debida tributación, al contrario. El gran problema es que, empresas y personas que se mueven en un esquema global por definición (virtual/digital) se ven sometidos a normativas de base territorial que pretenden someter a tributación la máxima base imponible en virtud de una artificiosa atracción de las rentas al nexo físico o conexión jurídica que sirva de referencia.
Por tanto, si la Economía Digital es global por definición, las soluciones fiscales deberían ser, asimismo, globales. En ello, precisamente, está trabajando la OCDE. En este sentido, me remito a los Planes de acción contra la erosión de la base imponible y el traslado de beneficios (BEPS), cuya Acción 1 está íntegramente dedicada a la economía digital. De hecho, el pasado 16 de marzo de 2018 se publicó el informe intermedio del G20/OCDE sobre los retos fiscales generados por la digitalización y se espera el informe definitivo para el año 2020, en resumidas cuentas, un mundo. El gran problema es que, para cuando tengamos respuestas y soluciones, quizás ya sea demasiado tarde y ni Facebook® ni Uber® ya existan.
Ante la falta de estímulo para lograr una solución fiscal global, la Unión Europea, otro ejemplo de rémora administrativa e inoperancia práctica, presentó el denominado Paquete DigiTAX (propuesta de la Comisión Europea de 21 de marzo de 2018) consistente en tres medidas que califica de «transitorias» a la espera de conseguir el acuerdo de la OCDE:
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La regulación e implantación de un nuevo concepto de EP en los Convenios de Doble Imposición (CDI) de los distintos Estados miembros basado en la existencia de una «presencia digital significativa».
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La renegociación de CDI con terceros países (adaptar a las BEPS y BICCIS).
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El establecimiento de un Impuesto indirecto sobre las ventas de determinados servicios digitales.
Mira tú por dónde tenemos la «Tasa Google». Sin embargo, a día de hoy, la propuesta de la Directiva del Impuesto sobre Servicios Digitales sigue encallada y sin ver la luz, con evidentes discrepancias entre los miembros de la UE a la vez que una parte importante de las delegaciones solicitan esperar a lograr un acuerdo a nivel global (OCDE o G20). Por tanto, seguimos esperando.
En este entorno, se lanza el Gobierno y recicla el anteproyecto elaborado por el anterior ejecutivo socialdemócrata (Montoro & Montero, tanto monta, monta tanto), adaptándolo a la propuesta de Directiva comunitaria.
En concreto, este nuevo tributo, de naturaleza indirecta, pretende gravar los siguientes servicios:
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Servicios de publicidad en línea: se entienden aquellos servicios consistentes en la inclusión en una interfaz digital (una web o aplicación), propia o de terceros, de publicidad dirigida a los usuarios de dicha interfaz. En cualquier caso, el objetivo es someter a gravamen al que «arrienda» su espacio para publicidad, monetizando así el tráfico de usuarios y la base de datos disponible.
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Servicios de intermediación en línea (Airbnb®, Uber®, etc.): los de puesta a disposición de los usuarios de una interfaz digital multifacética (es decir, que permita interactuar con distintos usuarios de forma concurrente) que facilite la realización de entregas de bienes o prestaciones de servicios subyacentes directamente entre los usuarios, o que les permita localizar a otros usuarios e interactuar con ellos.
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Servicios de transmisión de datos (Google®, Facebook®, etc.): de transmisión de aquellos datos recopilados acerca de los usuarios que hayan sido generados por actividades desarrolladas por estos últimos en las interfaces digitales.
Para empezar, son hechos imponibles muy concretos vinculados a empresas tecnológicas de referencia. En cualquier caso, la definición de los hechos imponibles es absolutamente simplista pues parte de la premisa que las empresas tecnológicas prestan un determinado servicio muy concreto y estandarizado, cuando la realidad es otra muy distinta. Basta comprobar el universo «Google» para comprobar la cantidad de servicios, productos y aplicaciones digitales, variadas y completamente diferenciadas (Ads, Drive, Gmail, Android, etc.).
En cualquier caso, sólo se someten a gravamen cuando dichos servicios se entiendan prestados en España y esa conexión física se determinará no a partir de la residencia fiscal del beneficiario o destinatario del servicio (persona física o jurídica residente fiscal en España) sino a partir de la conexión con Internet (la dirección de protocolo de Internet IP).
Por consiguiente, el tributo dependerá de la buena voluntad de los llamados a contribuir, los sujetos pasivos, pues son ellos los únicos que conocen la naturaleza de los servicios prestados y los únicos capaces de geolocalizar a sus destinatarios.
A este respecto, la norma configura como sujetos pasivos, a las personas jurídicas (y entidades del artículo 35.4 de la Ley General Tributaria), con independencia del lugar donde se encuentren establecidas que, al inicio del periodo de liquidación, superen los dos siguientes umbrales:
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Importe neto de cifra de negocios en el año natural anterior > 750 millones de euros.
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Importe total de sus ingresos de prestaciones de servicios digitales sujetas al gravamen español en el año natural anterior > 3 millones de euros (50 millones de euros en la UE, en la propuesta de Directiva UE).
Con estos umbrales, se pretende excluir a las pequeñas y medianas empresas, así como a aquellas empresas cuya presencia digital en nuestro país, sea relativamente modesta. Ahora bien, que este tipo de entidades no estén sujetas a la obligación de declaración y liquidación del citado gravamen no significa que queden excluidas efectivamente del citado gravamen.
Como ya he señalado en distintas ocasiones, al ser un tributo de naturaleza indirecta monofásico o finalista, obviamente, los operadores económicos obligados a la liquidación del IDSD tendrán la tentación o, mejor dicho, la natural inclinación a repercutir íntegramente el coste del gravamen en sus clientes. Máxime eso será así cuando los operadores tienen una posición dominante o preminente y la gran mayoría de sus clientes dependen de sus servicios sin apenas opciones u alternativas.
Por tanto, con la implantación de este tributo, cabe esperar que a la gran mayoría de nuestras empresas o autónomos residentes y localizados en España se les encarezca este tipo de servicios a diferencia de lo que sucede a gran parte de nuestros vecinos de la UE (entre otros, Portugal), salvo que, vehiculemos el acceso a tales servicios mediante una IP geolocalizada fuera de España.
Con ello, como apuntaba, lejos de fomentar o favorecer la digitalización de nuestra economía y favorecer el acceso a los servicios, se les añade una pequeña (o grande, depende) dificultad más a nuestro escaso tejido empresarial y lastra su competitividad. Suma y sigue.
En el caso de los grupos empresariales, la Proyecto de Ley contemplará dos importantes apuntes. Por un lado, a efectos de determinar la aplicación del gravamen se tomará como referencia las cifras de negocios del grupo, obviamente (entendiendo que se considere los datos consolidados, no agregados). Por otro lado, se introduce una excepcionalidad al establecer que no se someten a gravamen los servicios intragrupo, únicamente, cuando existe una participación directa o indirecta del 100% (a diferencia del 75% establecido en el Impuesto sobre Sociedades para la consolidación fiscal, por ejemplo).
A todas estas, señalar que el gravamen será del 3% sobre la cifra de ingresos por las mencionadas prestaciones de servicios (sin incluir el IVA u otros tributos indirectos).
Apuntad este dato. Según el Gobierno, «la recaudación estimada es de 1.200 millones de euros anuales.» Lo digo, más que nada, para exigir las debidas responsabilidades para contrastar con la realidad, si finalmente, se implanta
Respecto del «Impuesto sobre Transacciones Financieras» (remedo de «Tasa Tobin»), decir que no deja de ser una majadería más fruto de la incomprensión de los sistemas financieros, sin perjuicio de adoptar aquellas medidas o correcciones para evitar determinadas malas prácticas o comportamientos abusivos (en mi opinión, bastaría con unos controles y supervisiones mínimamente independientes y eficientes y, por otro lado, que los distintos operadores asuman la responsabilidad personal y económica de sus actos).
A nivel europeo, salvo algún tributo parecido en Francia, Italia o Bélgica, no existe ni existirá en un futuro próximo. Y mucho menos, a nivel de la Unión Europea.
Pues bien, según ha aprobado el Gobierno, se pretende implantar un impuesto indirecto (y finalista) que grave con un 0,2% del importe de la transacción cada una de las operaciones de adquisición de acciones de sociedades españolas, con independencia de la residencia de los agentes que intervengan en las operaciones, siempre que sean empresas cotizadas y que el valor de capitalización bursátil de la sociedad sea superior a los 1.000 millones de euros.
Repito. Se grava únicamente las operaciones de compraventa de acciones de empresas españolas. Por tanto, aquí el que suscribe, a la hora de invertir mi dinerito en Bolsa, en el futuro, me resultará un 0,2% más caro invertir en BBVA o Repsol (Ibex) que en ING o Total (EuroStoxx).
El sujeto pasivo será el intermediario financiero que transmita o ejecute la orden de adquisición.
Se prevén determinadas excepciones, como, por ejemplo, las operaciones del mercado primario (salida a Bolsa de una compañía), las necesarias para el funcionamiento de infraestructuras del mercado, las de reestructuración empresarial, las que se realicen entre sociedades del mismo grupo y las cesiones de carácter temporal.
Muchos opinarán que un tributo tan bajo no condicionará las inversiones de los particulares. Aparte de que eso lo dirán porque no invierten ellos, podríamos aceptar que ese coste adicional del 0,2% no impedirá que los particulares compremos unas accioncillas de Telefónica o Enagás, por tener y para cobrar unos exiguos dividendos.
Sin embargo, esta tasa condicionará y, lo puede hacer de forma definitiva, a aquellas personas que hagan un volumen importante de compraventas (compraventas intradía o a muy corto plazo), bien sean particulares o compras institucionales (fondos y banca de inversión, principalmente). En efecto, estos (denostados) especuladores son un mal necesario pues son los que generan el volumen de mercado que facilita la liquidez del valor y, paradójicamente, son los consiguen una estabilización de los valores de cotización. Al existir un gran volumen de compras y ventas sobre un determinado valor, es fácil que los particulares e inversores ocasionales (los que no se ven condicionados por la Tasa Tobin) puedan entrar y salir del mercado.
Ahora bien, esta especie de «Tasa Tobin» afecta directamente a estos «especuladores» pues, una tasa del 0,2% afecta directamente a los márgenes objetivos de sus operaciones. Salvo contadas excepciones, las revaloraciones objetivas del valor no alcanzan el 1% (normalmente, al comprar una acción ya establecen una franja de oscilación y dan órdenes automáticas de venta cuando se alcanzan los umbrales, bien sea al alza o a la baja). Obviamente, el resultado es que, el mismo operador (sea residente fiscal en España o no, sea rico o pobre) dejará de operar con acciones de empresas españolas y se dedique a operar con el resto de acciones y valores mundiales.
Pues bien, si finalmente el «Impuesto sobre Transacciones Financieras» se implanta como se ha anunciado, ello afectará gravemente a los valores españoles en detrimento de cualquier otro valor o titulo que se cotice en el resto de mercados globales. Aparte de que se puede ver lastrada la eventual revalorización de los valores en el tiempo («son siempre X% más caros»), lo más grave es que, al perder volumen de operaciones (la liquidez del mercado), serán más propensos a tener oscilaciones más agudas y una mayor volatilidad, desincentivando, aún más, el atractivo inversor y la captación de capitales en los mercados organizados.
Por último, apuntad también que, según el Gobierno, este nuevo gravamen tendrá un impacto recaudatorio de 850 millones de euros anuales.
Conclusión. Ante una exuberancia irracional del gasto público, el dispendio y el derroche fiscal, unas Administraciones tributarias desbordadas y un Gobierno sin mayor horizonte que su mera pervivencia y el éxito electoral necesitan recaudar de donde sea y como sea. Lamentablemente, estos nuevos tributos, por escasa recaudación o reducido impacto económico que tengan, son un lastre adicional a nuestra economía y sólo se justifican para dar satisfacción a los instintos básicos de las masas enardecidas. Este no es el camino para avanzar con éxito en la nueva etapa de la Economía 4.0 o Economía digital.
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