De todos es bien sabido que esta profesión -la de asesor fiscal- ha adquirido con el paso de los años, lustros y décadas (¡especialmente en la última!) un marcado carácter “masoca”. Tal pareciera que los que nos dedicamos a ella -y más aún los que la desempeñamos con “pasión”- fuéramos sufridores natos, hasta el punto de tener un vicio contraído con el “pasarlo mal”, la acidez de estómago, los quebraderos de cabeza y las noches en vela… No seré yo quien reclame a los clientes un plus de “penosidad” en nuestras facturas (ya de por sí dadas a menguar, de un tiempo para esta parte), pero no dudo que en muchas ocasiones seríamos dignos acreedores de ello.
Imagino que no seremos pocos los que estando hoy en la madurez de nuestro ejercicio profesional, nos incorporamos al mismo en épocas boyantes, donde el asesor fiscal (entonces, era el único “asesor” estricto sensu; hoy salen por doquier y sobre las más variopintas disciplinas, siendo así que el propio sustantivo parece haberse degradado) era visto como un auténtico “gurú”, un profesional conocedor en exclusiva -o, en el peor de los casos, en régimen de pseudomonopolio- de una extraña alquimia capaz de desentrañar misterios del orden de los que se ocultaban en la misteriosa biblioteca de la abadía de “El nombre de la rosa”.
Pienso en finales de los 80 (no se inquieten, que sólo me remonto al anterior siglo, el XX) y principios de los 90, cuando el “sistema” fiscal patrio empezó a apuntar maneras, cogiendo velocidad de crucero. Esa época coincidió con el alumbramiento de la propia Agencia Tributaria, el aterrizaje ya masivo de las “grandes” firmas de auditoría (y asesoramiento fiscal) y su consiguiente alumbramiento de generaciones enteras de “juniors”, “pitufos” y demás fauna…, que, con el tiempo, fueron dispersándose por todo el territorio patrio. Y en esos años -¡también!- se estrenó, para más “inri”, “La tapadera” (sorry, “The firm”), que vi un domingo lluvioso de 1993 en un entonces ya vetusto cine de la madrileña calle Conde de Peñalver.
Entonces, como bien dice Antonio Barba, te decían que este trabajo era trepidante, divertido y que hasta “viajarías y conocerías mundo” (“La tapadera”, de hecho, venía a confirmar esa leyenda, con aquellas exóticas escapadas de Cruise y Hackman a las Islas Caimán).
Sea como fuere, el tiempo pasó y con él se fueron acumulando jornadas maratonianas, sucesivos programas informáticos a cada cual más completo y superior al anterior ya caduco, nuevos modelos y formularios, un trepidante ritmo de legislar (al estilo “motorizado”, Schmitt dixit), y otro no menor de regularizar y -si se tercia- de sancionar ¡Ya puestos!… Con todo ello, empezaron a llegar los desengaños, primero uno, luego el otro, superándose sucesivamente en calibre y resonancia. Y, así, fuimos perdiendo -unos más que otros- la virginal ingenuidad con la que desempeñábamos nuestra profesión en aquellos primeros “maravillosos años”. Pero todo ese desgaste, hubo algo con lo que no pudo: con los principios.
Todo ello viene a colación de que el pasado jueves se celebró en la sede del Colegio de Abogados de Madrid la anual Jornada Nacional de Estudio organizada por la AEDAF. En ella, en cuanto a temas técnicos, hubo de todo, como en botica: “La no fácil relación entre contabilidad y fiscalidad”, “La prueba diabólica del 37.1.b) LIRPF” (y es que ya que somos asesores fiscales, quizá de vez en cuando nos “toque” hablar de impuestos; it´s a joke), “El compliance tributario”, “Las sociedades profesionales” (y la querencia de la AEAT a su regularización) y, para terminar, “La luz en el túnel del 720”.
En todas y cada una de ellas, los ponentes -todos magníficos, todos sólidos- hicieron una encendida defensa de los principios; de ese sacrosanto altar del que, por mucho que se mancille nuestra profesión, no nos podrán mover: la capacidad económica, la reserva de ley, la no sobreimposición, la seguridad jurídica, las instituciones jurídicas por encima de la “trastienda” económica, el que el fin no justifique los medios… Amén de que creemos firmemente en ellos, también es cierto que no nos queda otra: el día que perdamos la fe en esos sacrosantos pilares de nuestra actividad profesional, no nos podremos levantar cuando suene el despertador. Por eso, y aunque “sólo” sea por eso, necesitamos creer.
Esa Jornada, entre muchas otras cosas agradables (una terapia de grupo siempre lo es), me deparó también la oportunidad de compartir mesa (y mantel) con no pocos amigos. Algunos, ellos lo saben, tienen un hueco guardado en mi corazón. Y esto -más que cualquier otra cosa y por encima de los sinsabores o, quizá, precisamente gracias a ellos-,como te dicen cuando aún eres joven, es de ese tipo de cosas que te hacen apreciar “lo que de verdad importa”.
La luz de los honorarios y el relumbrón social, atrae a tantas moscas. Es cierto, vuestra materia es árida, desconocida, vuestros éxitos muy limitados, los fracasos, ostentosos. Pero fuisteis una generación de señores… Vuestro fallo, si es que es a vosotros imputable, es no saber o no poder regular la profesión, y a vuestra luz, como a un pastel en busca de honorarios abultados, acudieron advenedizos, chapuceros, sopla gaitas, vende humos y demás fauna sin una mínima formación, que han hecho del sector una suerte de buscavidas y engañabobos… alimentados además, por la Santa Agencia de Administración Tributaria, que no se le caen los anillos de vergüenza de aprovecharse de la falta de escrúpulos y de conocimientos de esos pseudo-asesores, para lograr sus objetivos recaudatorios.
Se de que hablo de buena tinta. Llevo más de treinta años trabajando en la Administración, y lo que se suele tener en cuenta en un expediente, es conocer quién es el asesor fiscal.Coto abierto, o con señales de advertencia.