Hace tiempo que no escribo acerca de cuestiones de actualidad o sobre las que ha opinado desde el jurista de medio pelo hasta el equidistonto que vive de sobrevolar por los recónditos despachos ministeriales. No en vano, siguiendo la clasificación erasmista de tontos, “después de los médicos, ocupan el segundo lugar los leguleyos, y quizá sean los primeros, de cuya profesión suelen burlarse los filósofos con rara unanimidad, por considerarla propia de asnos. Sin embargo, estos asnos tienen en sus manos tanto los más grandes como los más pequeños negocios”.
Menos hablo, todavía, de aquellas noticias que salen de la crisálida tributaria para convertirse en mariposa generalista. Pero, esta vez, el tema y la amistad, lo merecen.
La sentencia del 1 de octubre de este año -infausta efeméride hasta la fecha- sobre la entrada en domicilio protegido, dictada por la sección especializada de la Sala 3ª del Tribunal Supremo ni revoluciona, ni fomenta el fraude, ni lo pretende.
No innova realmente porque, en su nudo gordiano, se remite -textualmente, además- a otras resoluciones previas del Alto Tribunal. Quizá puntualiza un aspecto, la ejecución de un acto previo de la que debe ser trasunto la entrada en domicilio, que no había sido advertido hasta ahora.
Tampoco revoluciona nada pues plasma, con una redacción tan cruda y descarnada como la realidad que vive el sujeto que recibe una visita de un grupo de actuarios en su “casa”, una realidad que se estaba convirtiendo en moneda de uso común en la praxis tributaria: los planes de visita prospectivos, basados en datos objetivos, actuaciones de pesca tributaria carentes de un sostén concreto en unos indicios mínimos y racionales de la comisión presunta de un fraude.
Tanto se habían generalizado esos vergonzantes planes de visita que, el día 7 de octubre (6 días después de dictada la sentencia y antes, incluso, de su publicación en el CENDOJ) me enteré gracias a un actuario de que, desde la cúpula de la Inspección, ya se habían enviado instrucciones internas a todos los inspectores de tributos para adecuar sus actuaciones a los nuevos parámetros fijados por la sentencia.
No es anecdótico. Ni mucho menos. Si las inspecciones prospectivas, basadas en pálpitos, fueran una mera patología, no se hubiera corrido tanto desde la Abogacía del Estado a “pasar” la sentencia a la Dirección de la Inspección para que ésta, raudamente, emitiera una Instrucción. Sintomático.
Es más, ¿por qué se han rasgado tanto las vestiduras ciertos publicanos tuiteros, si tan exquisito era el cumplimiento de la proporcionalidad en las entradas en domicilio? Seamos serios. Sobre todo, si dedicamos nuestra vida a algo tan honroso como ser vicarios del interés general. Con el paso de los años, se había pervertido la práctica en este tipo de actuaciones hasta el punto de realizar visitas simplemente por pertenecer a un sector económico presuntamente fraudulento, o por tener unas ventas por debajo de la media -¡nacional!- del sector, como precisamente le pasó a la taberna que dio lugar a la tan famosa sentencia de la que tanto se habla o, y esto ya es el colmo, por aplicar un beneficio fiscal determinado, como ocurrió en otra resolución previa del propio Tribunal Supremo de 10 de octubre de 2019.
Y el origen del dislate en las entradas domiciliarias no se encuentra en un aumento del fraude generalizado, sino en dos corrientes paralelas: por un lado, el empuje de una Inspección de los Tributos cada vez más engalanada de poderes legales y, por otro, que sean juzgados unipersonales no especializados los que concedan las autorizaciones.
Bastante trabajo tienen esos hercúleos órganos judiciales, que tratan múltiples temas administrativos, como para tener que dedicarse a ponderar la proporcionalidad de las solicitudes de patada en la puerta que les llegan de un cuerpo de tanto prestigio teórico -y, mayoritariamente también, práctico- como es el de los inspectores de la Agencia Tributaria. Solicitudes relacionadas, en su gran mayoría, con tributos sobre cuyo fondo estos jueces no tienen competencia decisoria alguna. Llevo años hablando, en el desierto, de esta anomalía competencial.
En definitiva, la situación que ha llevado al Supremo a dictar la sentencia de 1 de octubre, prueba evidente de su oportunidad, ha sido una práctica forense mal entendida por unos (la Dirección de la Inspección) y por otros (algunos jueces). Plantearse, como he leído a alguna acémila por ahí, que el problema está en el modelo casacional es jugar al despiste o, simplemente, tener mala fe, planteando la decapitación como la mejor cura frente a la jaqueca.
Se prevé, en breve, un cambio normativo en el artículo 113 LGT para tapar el agujero creado por el Alto Tribunal, en la línea también tradicional de la cocina pre- legisladora de Tributos. Bien está que se regulen, de mejor manera, los supuestos legales en los que cabe apriorísticamente la entrada en el domicilio de un contribuyente. Ahora bien, que no se piense que con esa regulación se va poder socavar esta doctrina del Supremo que, lo que pretende es -ni más ni menos- que la entrada en un domicilio protegido constitucionalmente se lleve a cabo siempre previa ponderación sobre si la actuación administrativa a realizar resulta justificada en el caso concreto enjuiciable.
Y así va a continuar la historia de las entradas domiciliares, a pesar de los esfuerzos legislativos para saltarse la doctrina del Tribunal Supremo. Por mucho que se pretenda lo contrario. Si fuera tan sabio como Horacio, me referiría a ello en estos términos: Quorsum haec tam putida tendunt? Como lo que soy es un humilde fiscalista nacido en Hospitalet, lo escribiré de forma más vulgar: ¿adónde llevan tantas imbecilidades?