«La rebelión de Atlas» de Ayn Rand es una de las lecturas más perturbadoras y excitantes que he experimentado en mi vida. No es un texto fácil ni amable, incluso puede llegar a ser tedioso, sin embargo, te agita intelectualmente y remueve tu conciencia de tal forma que resulta imposible seguir viviendo como si nada hubiese sucedido.
Más allá de los pasajes más conocidos (como el discurso del dinero de Francisco d’Anconia o la visión del misterioso John Galt), la trama contiene continuos y sucesivos arrebatos de furia, golpes de conciencia, que consiguen que uno se sienta violentamente agarrado del cuello de la camisa y reciba en su rostro una exhalación violenta, despertándolo de su ensoñación del devenir cotidiano y enfrentándolo a la cruda realidad.
Aun compartiendo gran parte del ideario y forma de pensar de su autora, la seductora Alisa Zinóvievna Rosenbaum (Ayn Rand), hay puntos con los que no me identifico o se me antojan excesivos. En cualquier, pese a ello o, mejor dicho, por ello, su verbo y escritura es tan excitante.
Os anticipo que el libro no es apto para conformistas, débiles mentales y fieles seguidores del posmodernismo, pequeñas almas abanderadas del arrodillamiento y propensas al aplauso.
Aunque se publicó en el año 1957 y pretendía describir la sociedad y su entorno contemporáneo, uno tiene la inquietante sensación de estar leyendo una crónica actual, una narración de los hombres y mujeres de hoy, como si de una distopía se tratase. Añadidle que la protagonista es una mujer, una fémina moderna y ejecutiva, de gran valía y competencia profesional, de la que te enamoras por su coraje, independencia y valentía ética.
Desde un punto de vista de la estructura económica y social, la novela describe el mundo de ayer, la economía y sociedad en el esplendor de la Segunda Revolución industrial, basada en el acero y el petróleo, las grandes corporaciones industriales, unos centros financieros sólidos y basados en mercados estandarizados y rígidos. Hoy, en plena Transformación Digital, estas referencias nos resultan añejas y obsoletas.
Sin embargo, el factor humano, las relaciones de poder, los problemas sociales, el sometimiento de los hombres y mujeres a la tiranía del bien común, etc. no sólo no han cambiado, al contrario, están de plena actualidad.
El elemento central es la confrontación entre la clase productora y la clase extractora y/o los saqueadores. De un lado, tenemos los creadores de riqueza y prosperidad, las personas útiles, los que producen, trabajan, los que, buscando libremente su beneficio individual, de forma armónica son el progreso y los que permiten el avance del conjunto social. Del otro lado, están todos esos tipos que se aprovechan del trabajo de los primeros mientras predican la búsqueda de los ideales del bien común y el bienestar social, los depredadores de recursos, los predicadores de dogmas de la corrección política, los profetas de los sentimientos y de las identidades.
Evidentemente, estos dos mundos tan opuestos acaban enfrentándose, hasta el punto, que los primeros, hartos de soportar el peso del mundo, de asumir la responsabilidad de la prosperidad del conjunto, se rebelan y dejan en manos de los segundos la carga sobre sus hombros.
¡Madre mía! A medida que transcurren las páginas, se me hace más evidente lo dormidos y atenazados que vivimos. Empequeñecidos, dominados por los miedos que nos tratan de infundir.
Esta maldita crisis sanitaria (económica y social) es una dramática tragedia, pero, también es el momento ideal para levantar el velo y afrontar la claridad de la realidad. Una oportunidad.
Los trabajadores, los autónomos, empresarios (los de verdad, los que asumen riesgo y ventura, no esos gerentes de entidades semipúblicas que revolotean alrededor de las esferas de poder), profesionales, empleados domésticos, en definitiva, todos aquellos que, de una forma anónima, día a día se enfrentan a la realidad y tratan de dar lo mejor de sí mismos para producir, prosperar, crear, ofrecer bienes y servicios de utilidad para los demás, todos esos que estamos cargados de obligaciones y tenemos que soportar el peso de los recursos públicos, los que contribuimos de verdad al común con nuestros tributos y obligaciones, comenzamos a percibir la necesidad de dejar que el cielo que portamos sobre nuestros hombros se derrumbe.
Nos ofrecieron Seguridad y Bienestar a cambio de Libertad, escogimos Seguridad y Bienestar, y ahora, si nada cambia, no tendremos ni Libertad ni Seguridad ni Bienestar.
Ya es de por sí complicada la situación sanitaria y el contexto socio-económico, pero cuando más necesitas que te ayuden a sobrellevar la carga, van y le añaden peso adicional: en lugar de darte facilidades las administraciones te cierran las puertas y dejan de atenderte personalmente; los que se llaman a sí mismos servidores públicos cada vez te exigen más y más dedicación; ese sector público llamado a auxiliarte te exige un cumplimiento estricto de las obligaciones mientras que él es incapaz de respetar los plazos y exigencias legales; en tanto los trabajadores y empresarios soportan costes y pérdidas, los gobiernos y administraciones amplían sin pudor sus recompensas a costa de los primeros…
Todo por el bien común, por el bienestar social.
Vednos. Los contribuyentes nos afanamos presurosos en cumplir con las múltiples obligaciones, sobre todo, las tributarias. De forma acrítica, dedicamos nuestras vidas a producir y proveer de recursos a la clase extractora, sin exigir un mínimo de respeto y consideración. Indiferencia. Sólo recibimos exigencias, demandas, límites, se nos impone obediencia.
Pero no sólo entregamos parte del producto de nuestro trabajo, esfuerzo y afán vía tributos, sino que asumimos una serie de prestaciones accesorias tanto o más gravosas, como es el suministro de información y datos, presentar comunicaciones, atender todo tipo de requerimientos, etc. Trabajo y más trabajo sin ninguna contraprestación.
Ahí estamos, los contribuyentes, forzados a realizar una labor indeseada, en contra de nuestros deseos y voluntad, obligados a su realización so pena de someternos a castigo, sin obtener ningún beneficio o recompensa por ello, en definitiva, realizando trabajo esclavo.
Pero el Amo es bueno, el Amo nos quiere.
En pleno Siglo XXI, una esclavitud disfrazada bajo la apariencia de deberes cívicos mantiene la misma relación de poder y dominio que la existente en la Alabama del Siglo XVIII, con una clase productora sometida a los deseos y caprichos de una clase extractora y ociosa que utiliza a una serie de capataces y administradores fieles para perpetuar su dominio y control.
Tenemos tan interiorizado el sonido del restallido del látigo que no nos hace falta sentir su golpeo en nuestras espaldas para obedecer y arrodillarnos, en trabajar de sol a sol con la esperanza de llegar a nuestras modernas cabañas y evadirnos con los nuestros. Cambiamos los espirituales y las viejas leyendas a la luz del fuego por los equipos multimedia y un buen sofá, pero seguimos siendo los mismos siervos o esclavos.
Tan confusos andamos que hemos llegado a creer que la libertad consiste en escoger una película o serie entre una limitada variedad de títulos convenientemente seleccionados por la plataforma digital de turno de acuerdo con los dogmas de lo políticamente correcto.
Quizás sea que no hemos hecho nada por merecer los derechos y libertades de que gozamos, por eso indiferentes se los regalamos y entregamos en bandeja al tirano de turno. Quizás lo tenemos todo menos el coraje y el valor moral de defender aquello que tanto dolor, sangre y sufrimiento ha costado conseguir.
Quizás esta desgraciada crisis nos permitirá darnos cuenta que es el momento de romper las cadenas mentales que nos mantienen apresados, arrebatarles la fusta y el azote a los capataces de turno y liberarnos del yugo de este sistema corrupto de coercion y dominio que tiene a la clase productora sometida a los deseos de la «aristocracia del pillaje». Hoy, no mañana, es el instante propicio para despertar del letargo y reivindicar con orgullo nuestra condición de trabajadores, empresarios, emprendedores, profesionales, en definitiva, de ser los productores, la fuente de prosperidad y los generadores de riqueza.
Los que existís y os valéis exclusivamente de vuestro esfuerzo, sin sacrificarse por los demás ni sacrificar a otros en vuestro interés, y trabajáis de forma honrada y honesta en pos de vuestros intereses y la felicidad de los vuestros, sabed que poseéis la más alta condición moral y dignidad.
Levantaos.
¡Sublime, Emilio! Describe fielmente lo que casi todos sentimos y casi nadie se atreve a manifestar. Y plantea una pregunta aterradora: ¿cómo revertir la situación?
Pues se me ocurre un forma de revertir la situación. ¿Qué tal si dejamos de votar a comunistas, chavistas-bolivarianos, independentistas, proetarras, anti-desahucios, pro-inmigración ilegal, anticapitalistas, perroflautas, feminazis y todos aquellos que sistemáticamente insultan, atacan y demonizan a las empresas, a los empresarios y a los autónomos? Sería un buen comienzo, ¿No? Un saludo, sin acritud.
“Sabed que poseéis la más alta condición moral y dignidad”.
Hoy, cuando la juventud ya ha pasado, y peino canas desde hace años, la lectura de textos como este, me traen el recuerdo de los textos de entonces, de las conversaciones que manteníamos, y del tiempo dedicado, no a las cañas como algunos amigos y conocidos, sino a la acción para el cambio de una sociedad, que ya entonces, creíamos, agotada. Han pasado la vida, paro, reflexiono sobre aquello que viví, sobre lo que vivo, y sobre lo que vive mi hijo y sus amigos y compañeros, y salvo el uso masivo de la tecnología, concluyo que poco ha cambiado. Pero, ay, si miramos a través de los libros el pasado, ya Cicerón, antes de Cristo, cuando se postulaba para ser cónsul en Roma, recibió una carta de un hermano, hoy publicada en Acantilado, con consejos para su campaña, política, consejos “absolutamente” válidos hoy, de hecho, parece que algún consejero político los da con cierto éxito; pero algo más atrás en el tiempo, el redactor de Eclesiastés ya nos dejó dicho aquello de “no hay nada nuevo bajo el sol”. Y de entonces a hoy, los libros recogen como se puede recoger en libros, sean del tipo que sean, la “evolución” del ser humano y de sus sociedades.
Hoy, cuando encaro el final de mi carrera profesional, ojala que la vida dure algo más, como sucede en el cuento, y como yo sigo siendo el niño que no sabe del poder y del dinero, como sigo siendo el necio cuya necedad le impide ver los magníficos ropajes inexistentes del emperador, sigo viendo que va desnudo, y como no tuve una buena educación, no se callar, y al paso de la comitiva imperial, todavía asombrado, lo vocifero; y al mi alrededor sólo veo caras de sorpresa y reproche.
Hoy, cuando he visto a tantos y tantas cambiar las ideas por la cilindrada de sus automóviles, los metros cuadrados de sus casas, y las cenas y copas de los viernes noche; cuando leo textos como el que provoca este comentario me pregunto, ¿realmente creerá su autor, que los tipos de persona que describe poseen la más alta condición moral y dignidad?, me pregunto y me entristezco: ¡Qué inhumano es el ser ser humano!