Cuando se afronta el estudio del Derecho Financiero y Tributario, así como cualquier otra rama del Derecho, se toma el conjunto normativo existente partiendo de las normas más generales hasta las más específicas, deslizándonos por la pirámide normativa de Hans Kelsen. En dicho estudio y análisis, observamos las normas ahora existentes, y normalmente, consideramos su evolución, contexto y su interrelación normativa. Al final, podemos asentir o disentir de las mismas, nos gustan más o menos, vemos su corrección formal, adecuación normativa y otras cuestiones que, llegado el caso, pueden dar lugar a debates o controversias que exigen la intervención de aquellas personas designadas para la resolución de los mismos (los órganos jurisdiccionales).
Como esto de pagar impuestos (el “deber de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos”) no es un plato de gusto para nadie, ni ahora ni en la época visigoda, uno de los logros del presente es que parecía que nos habíamos dado de forma pacífica y voluntaria una serie de normas, partiendo de la propia Constitución, que nos hacía mínimamente digerible dicho tránsito.
Pasados los años, se ha producido una crítica transformación en la preocupación del ciudadano: hemos pasado del Qué, Cómo y Cuándo debo Contribuir (es decir, acerca de los Tributos, su regulación y aplicación) al Porqué Contribuir o Porqué debo Contribuir (la razón de los Tributos).
El salto cualitativo es considerable.
Al “Porqué debo Contribuir” no se responde aludiendo al principio de legalidad (la existencia de una ley positiva vigente), pues la propia cuestión pone en jaque dicho principio. En efecto, la pregunta tiene que ver con el principio de legitimidad, el consenso del conjunto de la ciudadanía (cuerpo político).
No os quiero aburrir con un viejo debate de Teoría Política, ahora bien, a todos es perceptible que, la vigencia de una norma está seriamente amenazada en tanto la ciudadanía la percibe inválida, injusta e ineficaz.
Pues bien, por múltiples razones, no todas homogéneas pero sí confluentes en el tiempo, estamos llegando a un punto que, la ciudadanía ha efectuado un órdago a la grande amenazando todo el ordenamiento tributario.
Últimamente, en muy diversos momentos y por cuestiones distintas, mi labor ha sido más convencer a mi cliente que se mantenga (siquiera sea, mínimamente) en el raíl de la legalidad y del debido cumplimiento de la norma que buscar un adecuado asesoramiento. Ciertamente, en todas las épocas, existen personas que hacen de su capa un sayo, algo que no respeto ni comparto. Siempre existe el aventajado que alude a dudosos principios de Justicia para arrogarse para sí, privilegios, exenciones y demás beneficios. Ya sabemos que este es un país de bandoleros de trabuco, de Serrallongas y Tempranillos, que con la excusa de un triste pasado descerrajan y se apropian de lo que no es suyo, “el fin justifica los medios” en versión Francisco Esteban, el Guapo.
Pero desgranando el grano de la paja, lo que me ha causado preocupación es que sea el grano el que, ahora mismo, ya no perciba esa legitimidad. Es ahí donde se rompe el Consenso, entendido éste, como el pacto o acuerdo libre de los ciudadanos de formar una Nación, un cuerpo político común.
Son múltiples las causas y orígenes de esta fractura y, personalmente, entiendo que no se deben sólo a la crisis económica (y moral) que nos asiste. Al contrario, la crisis únicamente ha servido de acelerador y/o de factor de toma de conciencia.
En cualquier caso, como muchas veces he comentado, existe un denominador común: no nos hacemos responsables de nuestros actos. En este país, desde el cazaelefantes hasta el último mono (o sea, yo), nadie asume (o reconoce) la responsabilidad de los daños o perjuicios que hubiesen causado sus actos: no sólo los políticos, gestores de banca, sindicalistas y demás especies, sino también los auditores que sólo firman, los empleados de banca que colocaban preferentes, los que pedían hipotecas para comprarse una tele de plasma, etc.
Sin responsabilidad, no hay obediencia ni sometimiento a las leyes. Siendo así, qué más da que existan normas escritas, leyes positivas. Únicamente existe una legalidad vacía de contenido, pues las normas carecerán de validez, vigencia y eficacia, lo cual, conlleva de forma inexorable, la ausencia de Justicia (bien por inaplicación de la Ley o bien por aplicación desigual de la Ley). En definitiva, estamos socavando la Legitimidad jurídica y nos encaminamos hacia la consiguiente disolución de la comunidad política. Adiós al Imperio de la Ley y al Estado de Derecho.
¿Qué nos quedará? Pues aviso para navegantes. Como describió Max Weber, las alternativas a la legitimidad racional o jurídica son las legitimidades carismáticas (basadas en el líder) o tradicionales (basadas en la raza, tribu, historia, tradición cultural, etc.). Las recientes elecciones en Grecia y Francia han permitido comprobar que el cambio se ha iniciado, de forma similar a lo que sucediera a mediados de los años veinte del siglo pasado. ¿Aprenderemos de nuestros errores del pasado?
En definitiva, “Porqué Contribuir” o “Porqué debo Contribuir”. Deberían o deberíamos empezar a dar respuestas.
Suscribo plenamente el artículo. La sensación de deslegimitación creciente se ha visto acelerada pero no causada por la crisis. Nos hemos creído que por llenar paginas de BOE, con una técnica legislativa precaria, solucionábamos los problemas. Está claro que eso no es así y a los hechos me remito.