La enmienda núm. 146 del Grupo Republicano en el Congreso (antes, ERC) al Proyecto de ley de medidas de lucha contra el fraude fiscal, y otras hierbas, plantea limitar la reducción prevista para los cónyuges en tributación conjunta, con base imponible total superior a 60.000 €, a 2.150 €, la cantidad prevista para las unidades monoparentales.
Aunque no ha pasado el filtro de la Comisión de Hacienda, que recientemente ha aprobado, con alguna modificación, el Informe de la Ponencia, su justificación da pistas sobre lo que se pretende y por qué en la malhadada “errata” que se había deslizado en el Plan de reformas remitido a la Comisión Europea sobre este particular y que, finalmente, pese a habérsele dado caza, informaba Libre Mercado el pasado viernes que no se ha corregido.
La enmienda y la “errata” beben de un “Estudio sobre beneficios fiscales” de la AIREF, de julio de 2020, cuyas primeras páginas están dedicadas a la tributación conjunta de los matrimonios. La conclusión del informe es que, aun cuando la reducción aplicada cumple su objetivo de corregir el efecto de incremento en la progresividad que produce la acumulación de rentas, constituye un desincentivo al empleo femenino y, por lo tanto, acentúa la “brecha salarial de género”, particularmente para las personas en los tramos de rentas más modestos.
Es una obviedad afirmar que la transformación social de los modelos de convivencia familiar ha sido radical, desde la aprobación de la primera ley del IRPF, en 1978, en la que -bajo la influencia del ya entonces desacreditado Informe Carter- se adoptó el modelo de tributación conjunta, preceptiva, de la unidad familiar.
La sonora injusticia del modelo llevó a la declaración de su inconstitucionalidad (STC 45/1989), siguiendo la senda, por cierto, de lo que ya había ocurrido precedentemente en Alemania (1967) y en Italia (1976). Nos lo podíamos haber ahorrado, pues.
Siendo este régimen de tributación, desde 1991, optativo, lo cierto y verdad es que la extensión del mismo a los entornos familiares monoparentales ha contribuido a desnaturalizar su razón de ser y a generar sonoros agravios comparativos que recientemente se han puesto en evidencia por el Consejo para la Defensa del Contribuyente en un Informe del que ha sido ponente el Prof. Francisco Adame.
El Estudio de la AIREF considera la reducción en la modalidad de matrimonio un “beneficio fiscal” y pone el acento en su “coste fiscal”, de más de 2000 M. € que, en época de consolidación, despierta el apetito del Gobierno. Apenas se refiere a las unidades monoparentales que por razones de cuantía, son poco más de 300.000, no representan un coste elevado.
A mi parecer, convendría, al hilo de todo ello, plantearse una reconsideración de conjunto de la tributación conjunta, atendiendo a sus fundamentos económicos y sociales. Tal y como está configurado en el modelo vigente de imposición personal sobre la renta su virtualidad fundamental es integrar en la modulación de la capacidad económica efectiva del contribuyente, en su base imponible, una situación específica que incide en la misma.
Esta situación no es otra sino la que concurre en aquellas familias -como se evidencia en el Estudio de la AIREF, cada vez menos, por razones obvias y de todo orden- en las que es uno solo de los cónyuges -con independencia de cuál sea su sexo, aun cuando en más de un 80% de los casos sean varones- quien aporta a la economía familiar la mayor parte de las rentas que la nutren.
En estas particulares circunstancias, el sostenimiento económico del otro cónyuge recae sobre aquél que lo ha asumido formal, y públicamente, contrayendo matrimonio. Es lógico, pues, que en la modulación de su capacidad económica efectiva se integre la merma que esta situación particular lleva consigo. Y por eso se le permite practicarse una reducción específica. De no ser así, la autoliquidación separada del cónyuge con un nivel de rentas reducido no daría lugar, normalmente, al devengo de deuda tributaria alguna, resultando el coste que su sostenimiento económico comporta para la unidad familiar ayuno de consideración alguna en términos de modulación de la contribución del núcleo familiar al sostenimiento de los gastos públicos.
No se trata pues, en sentido estricto, de un “beneficio fiscal”, de un incentivo o gentileza, sino de una exigencia de justicia tributaria en la modulación de la capacidad económica efectiva de ésas, y no otras, modalidades de unidad familiar en las que a las obligaciones de sostenimiento de los descendientes -y en su caso ascendientes- se une la de hacer lo propio respecto del cónyuge cuyas rentas o no existen, o son muy reducidas.
Más allá de esta concreta situación, en el resto de las legítimas formas de organización familiar que en la práctica se dan no concurren circunstancias equiparables a la descrita:
i) En el caso de las unidades monoparentales porque, como su propio nombre indica, no integran la misma dos personas que mantengan entre sí una relación more uxorio;
ii) En el caso de las parejas estables o de hecho porque se trata de una tipología de unión que surgió en nuestros ordenamientos jurídicos autonómicos -no existe, ni tiene por qué, un régimen estatal común- en un entorno normativo en el que el régimen jurídico matrimonial era completamente diferente al actual, y restringido a las uniones de hombre y mujer. Desde 2015 carece de sentido que el ordenamiento público financiero dote de protección especial a estas realidades -respetables, sin duda alguna- que, hoy en día, nacen de un rechazo explícito de quienes así viven a constituir una relación conyugal con todos los efectos, derechos y obligaciones que le son propios.
Lo lógico, pues, sería que el régimen de tributación conjunta recuperase su fundamento y razón de ser: integrar en la base imponible de aquellas personas que -libre y legítimamente- han asumido formalmente, al constituir su matrimonio, el eventual sostenimiento del cónyuge, esta circunstancia. Permitiéndoles practicar una reducción en base, a tal efecto, cuando voluntariamente así lo expresasen al presentar su autoliquidación.
A partir de ahí, la incidencia que en la modulación de la capacidad económica del resto de los contribuyentes se derive de sus compromisos familiares tendrá única y exclusivamente origen en el sostenimiento de sus descendientes, o de sus ascendientes, pero no en el de otra persona con quien las comparta y a cuyo sostenimiento económico venga obligado/a. En el caso de las monoparentales, porque no existe. Y en el caso de las uniones de hecho porque se ha rechazado explícitamente, al no asumir públicamente los derechos y obligaciones propios del matrimonio.
La incidencia que el sostenimiento de descendientes o ascendientes pueda tener en las personas contribuyentes del IRPF deberá de tener su oportuno y detenido reflejo en la configuración y cuantificación de su mínimo exento personal y familiar, pero no como expresión de una unidad familiar que, materialmente, no existe. Si no media cónyuge a quien sostener ¿qué sentido tiene que se reconozca una reducción en la base imponible que carece de sujeto de quien traería causa?
Si se desea, y es natural e incluso oportuno, reflejar en la cuantificación de la deuda tributaria -en la modulación de la capacidad económica sujeta a gravamen, la base imponible- las particulares dificultades económicas a las que debe de hacer frente quien afronta la crianza de sus descendientes en solitario, es tan sencillo como integrar en la configuración del mínimo exento personal y familiar esta circunstancia. Estableciendo una reducción de 1000 €, por ejemplo, para todas aquellas personas solteras, separadas, divorciadas o cuyo matrimonio se hubiera declarado nulo que tuvieran descendientes a su cargo.
Esta fórmula, entre otras cosas, resolvería los problemas que en la actualidad plantea la “distribución” de la condición de unidad familiar monoparental entre ambas partes, cuando se hubiera acordado la custodia compartida de los descendientes, a las que se hace referencia en el mencionado Informe del Consejo para la Defensa del Contribuyente.
En línea de principio, debería de haber un acuerdo unánime sobre el hecho de que el matrimonio es una institución cuya protección constitucional debería de tener algún reflejo en la política tributaria.
También parece que no debiera de mediar dificultad alguna para admitir que el hecho de que dos personas se comprometan a compartir un proyecto de vida con vocación de estabilidad, darse ayuda mutua, y asumir en común la crianza de los descendientes, merece contemplarse por el ordenamiento tributario como una realidad digna de consideración.
No tendría por qué negarse que la familia, formalmente constituida, desarrolla una función social beneficiosa para el conjunto de la Nación. Y, por lo tanto, es natural que se integre dicha realidad en la modulación de la capacidad económica específica de quienes la configuran. Pero de acuerdo con la realidad material de quienes la integran. Y sólo en el caso de que medie matrimonio y de que uno de los cónyuges aporte la mayor parte de las rentas al hogar tiene sentido aplicar una reducción específica al respecto.
Prescindiendo de la opinión que al respecto pueda tener cada uno, la Constitución no establece cómo hayan de organizar su vida privada las personas, y el ordenamiento tributario debería de respetar esas legítimas opciones de organización de la vida en común integrando las consecuencias que tienen en términos de modulación de la capacidad económica efectiva de quienes así han decidido, libremente, vivir. Exactamente igual que se respetan otras formas de vida diferentes.
No hay mayor desigualdad que tratar de modo uniforme situaciones diversas (Aristóteles). Pues bien, parece evidente que no es lo mismo estar casado que no estarlo. Tampoco es igual criar los hijos en común con otra persona, que en solitario.
En consecuencia, lo lógico es que la primera realidad se contemplase como régimen optativo de unidad familiar, mediando matrimonio, y, en todos los otros casos, la incidencia económica que en la crianza de los descendientes tiene el hacerlo en solitario se contemplase en la configuración del mínimo exento personal y familiar del contribuyente.
Sería un modo sencillo de simplificar sustancialmente el régimen de tributación conjunta, acotándola a su razón de ser, y eliminar los sonoros problemas que genera su aplicación y “distribución” tras una crisis matrimonial.
Reduciendo las modalidades de unidad familiar a la conyugal y trasladando al mínimo exento familiar la integración en la base imponible del efecto que en la capacidad económica efectiva del contribuyente tiene la crianza en solitario de los descendientes.
En cuanto a la cuantía de la reducción sí tendría sentido -seguramente, y aunque no sería muy popular- reducirla acompasadamente, hasta hacerla desaparecer, phase-out, para los tramos de renta más elevados. Pero no de golpe, a partir de 60.000 €, pues es bien sabido que esas “fronteras azules” generan errores de salto clamorosos y disfunciones considerables.
Muy buen post, José Andrés. Muy bien explicado, con buenos argumentos y con sentido común. Pero lamentablemente en los tiempos que vivimos eso parece importar poco. Lo importante es la ideología, ya no hacen falta argumentos ni sentido común. Cualquier cosa es válida para justificar medidas ideológicas. Nadie, o muy pocos las cuestionan, sino que se asumen como dogmas y verdades absolutas incuestionables. Para los dogmáticos la familia tradicional representa el mal y hay que acabar con ella, sea como sea. Representa al heteropatriarcado opresor de las mujeres. Y esta es una forma de atacarla. Acabando con la reducción por tributación conjunta. Pero claro, sólo cuando se trata de una familia tradicional, porque cuando son familias «monomarentales» (¿what the f…?) – la mayoría formadas por mujeres, claro está- entonces ahí si hay que mantener la reducción por tributación conjunta. Mal vamos si empezamos a inundar de estúpida ideología el derecho tributario. Gracias nuevamente José Andrés por aportar un poco de cordura y sentido común en todo este disparate, aunque dudo que sirva de algo. La apisonadora ideológica está en marcha mientras unos miran para otro lado y otros no se enteran de nada.
Muchas gracias, Marcos, por tus amables palabras. Soy consciente de lo que dices y de que, efectivamente, en términos de Ciencias del comportamiento, hay demasiado sesgo ideológico en el modo de razonar y de confirmación automática de prejuicios. Yo insisto, como propone Habermans, en tratar de dialogar, una y otra vez, desde el empleo de la razón práctica. Es muy difícil romper el emotivismo imperante, pero se intenta. ¡Saludos cordiales!