Ha llamado mi atención la STS de 10 de noviembre de 2020 referida a la inagotable figura de la plusvalía municipal, en la que el interés casacional objetivo consistía en “Precisar si se debe actualizar el valor de adquisición conforme al IPC o algún otro mecanismo de corrección de la inflación para acreditar que el terreno no ha experimentado un incremento real de valor a efectos del Impuesto sobre el Incremento de Valor de los Terrenos”. De darse respuesta afirmativa al planteamiento, se hubiera tratado además de esclarecer qué método podría ser admisible para corregir la depreciación nominal, pero les propino un spoiler de entrada, para ahorrarle al lector interesado en menesteres más sugestivos el engorro de seguir las líneas que vienen: no ha sido necesario responder a lo segundo, porque lo primero ha sido nones.
Los hechos relevantes son los siguientes: un inmueble se adquiere en el 12 de julio de 1989 por 15.500.000 pesetas (93.156,87 euros) y se vende en 2016 por 190.000 euros, lo que impone aflojar por el Impuesto de marras la friolera de 6.936,39 euros.
Visto a trazo grueso, puede afirmarse que por una ganancia de 96.843,13 euros, hay que arrimar poco más del 7 por ciento a las arcas municipales, tan maltrechas y ajadas como la propia autonomía de sus titulares, las entidades locales que, como ha dejado escrito Rafael Jiménez Asensio con esa pericia que le caracteriza, en cuanto estructuras institucionales de proximidad a la ciudadanía, conforman los niveles de gobierno que gozan de mayor legitimidad y reconocimiento ciudadano. Algo ha aliviado la relajación de las reglas de destino del superávit presupuestario, al desatarse el nudo de la reducción de la deuda por suspensión de su fundamento: la estabilidad presupuestaria, junto con las medidas preventivas y coercitivas del artículo 32 de la LOEPSF, pero es obvio que no sobran medios en estos tiempos atribulados.
Bien está, en cualquier caso, sostener lo que se muestra necesario, ad bonum commune, pero hay que hacerlo con fundamento consistente para no atizar el lomo de unos contribuyentes extenuados (piénsese, como sugirió Berliri, en quien vende acuciado por la necesidad), lo que exigiría introducir al menos un elemento esencial en el cálculo representativo del incremento del valor. Y así lo hizo el recurrente en el proceso culminado con la sentencia que patrocina estas líneas redactadas a trompicones. Aquellos 15.500.000 de pesetas, actualizados conforme establece el Instituto Nacional de Estadística, equivalían al tiempo de interponer la demanda a 204.369,19 euros; cifra sensiblemente superior a la obtenida por la venta del inmueble (190.000 euros); eso sí, sin que nos esté permitido olvidar en este camino trazado de curvas que el fundamento teórico del impuesto es gravar el incremento del valor que los terrenos experimenten como consecuencia de la acción urbanística del ente público local en el que radican, devolviendo a la comunidad parte del beneficio obtenido al amparo de lo previsto en el artículo 47 de la Constitución. Ahí es nada, invita la casa consistorial.
Como ha quedado dicho, el TS no compra el argumento. Realiza para ello una ilustrativa visita guiada por la abundante jurisprudencia recaída sobre la materia, recordando que la Sala es consciente de que pudieran darse casos en los que la plusvalía realmente obtenida por el obligado tributario fuera de tan escasa cuantía que la aplicación de los artículos 107.1 y 107.2 a) del TRLHL pudiera suscitar dudas desde la perspectiva del artículo 31.1 de la CE, sin olvidar en el paseo la STC 126/2019, de 31 de octubre, en la que se afirma (fundamento jurídico quinto) que la aplicación de los preceptos del texto refundido de la Ley de Haciendas Locales referidos a la determinación de la base imponible será también inconstitucional en aquellos supuestos en los que la cuota tributaria resultante de esa misma aplicación resulte superior al incremento patrimonial obtenido por el contribuyente “en la parte que excede del beneficio realmente obtenido”.
Solo por este recreativo itinerario, que ahorrará al lector espesas búsquedas, merece la pena leer con atención la sentencia objeto de este desahogo.
Por lo demás, para dar respuesta en sentido negativo a las súplicas del pretendiente, recuerda el Tribunal Supremo que la STC 59/2017 da carta de naturaleza al sistema de determinación de la base imponible establecido en el artículo 107 del texto refundido de la Ley de Haciendas Locales, precepto que determina esa magnitud en atención exclusivamente «al valor del terreno en el momento del devengo», y que solo se cuestiona en aquella sentencia «en la medida en que sometan a tributación situaciones inexpresivas de capacidad económica». Es cierto, y así lo subraya la sentencia, que “la misma Sala y Sección ha señalado con reiteración que no hay fórmula alternativa a la prevista en la ley, concretamente en el artículo 107.4 del texto refundido de la Ley de Haciendas Locales (v., por todas, sentencia núm. 419/2019, de 27 de marzo, dictada en el recurso de casación núm. 4924/2017), que tiene en cuenta -como se ha dicho- el valor (catastral) del terreno en el momento del devengo. Cabrían -ciertamente otras opciones legítimas, válidas o constitucionalmente defendibles, pero la establecida por el legislador es la que se desprende del precepto más arriba citado y no ha sido objeto -insistimos- de tacha alguna de inconstitucionalidad por su configuración, sino exclusivamente por sus consecuencias en ciertos supuestos.”
Tiene razón el Tribunal Supremo cuando afirma que la integración de la variable monetaria tropezaría con el sistema de determinación de la base imponible del impuesto, que solo ha tenido en cuenta, como se ha visto, el valor del terreno en el momento del devengo. Aunque este servidor entiende, discrepando respetuosamente de lo que se proclama en la sentencia, que ello no chocaría con la propia naturaleza del tributo, que grava la capacidad económica puesta de manifiesto entre dos momentos temporales, el de adquisición y el de enajenación, computados por años y con un máximo de veinte, pues esas plusvalías monetarias no representan una ganancia real sino meramente fiscal, en el sentido de que el dinero invertido en la adquisición no tiene el mismo valor en el momento de la venta y adquieren su concreta dimensión cuantificable, precisamente en esos dos “momentos temporales”, el de adquisición y el de transmisión.
También es verdad que la determinación del hecho imponible que establece el artículo 104 del TRLHL (el incremento de valor que experimenten los terrenos y se ponga de manifiesto a consecuencia de su transmisión), no supone el gravamen de un beneficio económico, sino que responde al aumento de valor de aquellos terrenos lo que conduce a la reducción de verificar cuál fue el valor de adquisición y cuál ha sido el de transmisión, cosa completamente distinta de la ganancia o de la pérdida patrimonial obtenidas como consecuencia de la enajenación, pero siendo “plenamente válida la opción de política legislativa dirigida a someter a tributación los incrementos de valor mediante el recurso a un sistema de cuantificación objetiva de capacidades económicas potenciales, en lugar de hacerlo en función de la efectiva capacidad económica puesta de manifiesto”, sin embargo, “una cosa es gravar una renta potencial (el incremento de valor que presumiblemente se produce con el paso del tiempo en todo terreno de naturaleza urbana) y otra muy distinta es someter a tributación una renta irreal ( STC 26/2017, FJ 3)”.
Sin cuestionar el magisterio del Tribunal Supremo, del que la factura de la sentencia comentada es otra muestra significativa, este fárrago al que se ha llegado con la plusvalía municipal conduce a resultados ciertamente insatisfactorios, pues se le otorga una discutible prevalencia a la neutralidad objetiva, fulminando el criterio de justicia que exige tributar sobre manifestaciones reales de capacidad económica, lo que aconseja eliminar el efecto de la inflación, habida cuenta de que computarlo para obtener el incremento del valor de los terrenos evitaría gravar las plusvalías monetarias, que, ya se ha dicho, no representan una ganancia real, sino completamente ficticia.
El conflicto, en fin, adquiere la dimensión de una encrucijada de tintes mitológicos, como si de la Hidra de Lerna se tratara, a la que por cada cabeza amputada se le aparecían dos, lo que exige una revisión urgente de la norma, cuando no su completa desaparición, si quiere evitarse que el absurdo acabe siendo condición de su existencia en lugar de servir para certificar su defunción.