Sin duda la edad, el mero hecho de cumplir años -claro que la alternativa es peor, claramente peor-, va generando en nuestro carácter un poso, un algo que nos va despojando de aquellos aspectos de nuestra personalidad que manteníamos por mera convención social. Es cierto -para mí, al menos, lo es- que el transcurso de la vida nos va haciendo libres o, como mínimo, más libres. El paroxismo, en mi familia, lo viví con muchos de mis tíos abuelos (todos ellos, miembros de aquella irrepetible generación de guerra y posguerra, que se echaron el país a la espalda), genuinos “hombres libres” en el sentido literal del término. ¡Cuánto los echo de menos!
Exonerado, pues, de algunos de mis complejos infantiles, adolescentes y hasta juveniles, me siento ya plenamente legitimado para ejercer algunos derechos básicos como permitirme decir que “no” -¡gran palabra!-, mostrar mi disconformidad con opiniones ajenas y, sobre todo, reconocer expresamente cuando algo se escapa a mi entendimiento.
De esto último versa el asunto que hoy traigo a este “post”. La crisis de la (pues es femenino, sí: la D responde a “disease” -enfermedad en inglés- y, como tal, femenino) COVID19 ha tensado las costuras de muchas cosas de nuestra vida, máxime de aquellas que, ya entonces, en aquella ya orwelliana “antigua” normalidad, contemplábamos con cierto recelo.
Entre ellas, en el ámbito profesional, siempre he reservado un lugar de privilegio para los, del todo fantasmagóricos, “trámites de audiencia”. Pese a mi recelo con todos ellos, distingo, aun así, dos en función de en qué procedimiento se incardinan:
-. El trámite de audiencia (es decir, alegaciones) a una propuesta de regularización, sea ésta la plasmada en un “borrador” de paralela o en un acta de inspección: en este caso, obviamente, sabemos cuáles son las pretensiones de la Administración -las que ésta expone, fehaciente, oficial y expresamente en esa “propuesta”– sobre las que se nos invita a alegar lo que a nuestro derecho convenga.
En este caso, mi prevención, mis miedos atávicos no responden al trámite en sí como a su probada inutilidad: en un elevadísimo porcentaje de situaciones, todo lo que se invoque y/o argumente en ese trámite no sólo tiene altas posibilidades de no ser compartido por la Administración sino que, además, ésta aprovechará el conocimiento de nuestros argumentos para contratacar, rebatiendo dialécticamente nuestra línea de defensa con lo que asumimos el riesgo cierto de que nuestra posición jurídica quede sensiblemente debilitada de cara a las siguientes instancias. Es decir, mutatis mutandis una del todo análoga situación a la del recurso de reposición.
Es por ello por lo que en la práctica totalidad de ocasiones en las que me enfrento a ese trámite lo hago desde la absoluta prevención, siendo así que ésta me lleva a limitarme a manifestar mi disconformidad (es lo habitual, que no comparta las pretensiones de la Administración tributaria; pero no por principio, sino caso a caso y por singular convicción) y, en su caso, a alegar que “tengo una bicicleta roja” (léase cualquier argumento peregrino que guarde escasa o nula relación con el caso pero que sirva para entretener el expediente y, ya de paso, despistar a la “contraparte”).
-. El trámite de audiencia previo a la suscripción de actas de inspección: en este caso, la cautela ya es total y absoluta. Y me explico: ¿qué voy a alegar, invocar, argumentar, tras un procedimiento de varios meses (cuando no años) de duración en el que el actuario de turno, oficialmente, no me ha trasladado nada acerca de cuáles -en su caso- son sus pretensiones de regularización?
Porque cabe recordar que, en el mejor de los casos, lo que habrá ocurrido será que, justo antes de ese trámite, el actuario -bien presencialmente, bien por teléfono- me habrá dictado -sí dictado, pues soy yo y no él quien, de mi puño y letra, tomo nota de los tributos, años y cuantías regularizadas- la idea que tiene de cómo abordar la regularización mediante la que pretende cerrar su intervención en ese expediente en cuestión.
Así las cosas, si esa “idea”, como tal, no consta en ningún sitio…, ¿qué voy a alegar frente a algo que no existe? Es evidente: ¡nada! Por ello, este trámite entiendo -no digo que esté acertado- podrá servir, en su caso, no tanto para argumentar algo –“¿entonces dice Usted que no tiene nada que ver con el cadáver que apareció flotando en el lago? No le entiendo, ¿quién ha hablado aquí de un cadáver? A ver si va a resultar que es Usted el asesino…”– como para “meter” en el expediente pruebas que, de algún modo, vengan a mejorar nuestra posición jurídica antes de que se incoen las actas. No más, pero tampoco menos, y todo ello “a los oportunos efectos” pues recordemos que, en puridad, la Administración no nos ha dado traslado oficial de ningún indicio de sus pretensiones de regularización…
Éste ya era, tal y como antes apuntaba, el escenario previo al viernes -¡viernes tenía que ser!- 13 de marzo. Pero, como todo es susceptible de empeorar, esta situación se ha visto sensiblemente deteriorada a raíz de la instalación de la COVID19 en nuestras vidas. Y es que es obvio que la AEAT -hay que entenderlo, y no hablo en “modo ironía”-, al igual que todas las instituciones/empresas, está procurando minimizar el riesgo sanitario, tanto el de sus propios servidores públicos como el de los contribuyentes que interactúan con ellos.
Es por ello por lo que la presencia física de los contribuyentes en las instalaciones públicas de la AEAT se está procurando reducir al máximo. Vale: hasta aquí todo más o menos normal y lógico. El problema surge cuando esa legítima pretensión interactúa con un trámite de audiencia previo a la suscripción de las actas, escenario en el que la AEAT cae en la tentación de dirigirse al contribuyente inspeccionado mediante una “comunicación” en la que destaca por méritos propios un párrafo del siguiente tenor literal:
“Que estando prevista la fecha para la firma de actas el día X de Y de 2020, a las Z horas, en las oficinas de la AEAT en AAABBBCCC, se le pide que manifieste su conformidad o disconformidad con la propuesta de regularización. En caso de no estar conforme con dicha propuesta no sería necesaria su presencia”.
Imagino que convendrán conmigo en que la estupefacción ante esta petición es total: ¿de verdad me están pidiendo que manifieste, obviamente de un modo fehaciente y expreso, mi conformidad (o disconformidad) con una “propuesta de regularización” que formalmente no existe? ¿es éste, realmente, el extremo del absurdo al que ya hemos llegado?
Ubíquense por un segundo en nuestra esfera privada, ésa en la que dos actores en igualdad de condiciones interactúan: ¿se imagina Ustedes a un hotel (o a un fontanero, o al concesionario de coches, o…) exigiéndoles que, por escrito, le trasladen su acuerdo o desacuerdo con un presupuesto que se les ha trasladado verbalmente?
Alcanzado este punto de ebullición ya les pido que tampoco se tomen todo esto demasiado en serio, habida cuenta que les recuerdo que somos ciudadanos de Españistán, ese país donde tras más de un lustro pagando el IRPF por las costas judiciales, ahora resulta que la AEAT dejará de exigirlo pues el TEAC (órgano no jurisdiccional; TJUE dixit) ha interpretado que su cobro no constituye manifestación alguna de capacidad económica (perspectiva que ya había alcanzado, por ejemplo, el TSJ-Madrid, pero -¡claro!- éste no es más que un órgano de Justicia…).
O, si prefieren verlo de otro modo, es el mismo país donde habrá de ser el Tribunal Supremo -¡Tribunal Supremo!- quien se pronuncie sobre si es jurídicamente ortodoxo que los intereses de demora abonados al contribuyente sean ingreso tributable pero, sin embargo, no sean gasto deducible los que éste sufraga.
En fin, sigan todos con salud.
#ciudadaNOsúbdito