Gramaticalmente, una persona puede deliberar consigo mismo. No hace falta que concurra con nadie. La deliberación no es más que lo que los cursis llaman hacer un DAFO, es decir, ver los pros y contras de tomar una decisión, en función de los antecedentes, antes de adoptarla. Tan sencillo y tan difícil para un animal tan complejo como el ser humano.
Jurídicamente, y precisamente por la complejidad en la toma de decisiones, la deliberación en los órganos colegiados sirve para que estos, aparte de tener en cuenta los antecedentes, pros y contras de la decisión a adoptar, escuchen la versión de otras personas que también conocen el caso concreto y están tan o más preparadas técnicamente que el ponente, es decir, el que debe poner la resolución o, lo que es lo mismo, quien debe adoptar esa decisión conforme a Derecho.
Podríamos adjetivar como deliberación autárquica a aquella que se hace basándose en los propios recursos, sin atender a influjos del exterior. No tiene por qué ser inconsciente o irracional, pero lo razonable sería que la toma de la decisión se fundamentara también en elementos externos al propio sujeto, como son la jurisprudencia previa sobre el caso, la opinión de la Academia o lo que ocurre en el derecho comparado.
Sin embargo, una deliberación autárquica, no consensuada, realizada de forma formularia, esto es, que se hace irracionalmente (o para cubrir las apariencias, como dice el DRAE), suele ser el origen de las resoluciones más injustas que pueda haber.
Si esa deliberación formularia se realiza por ignorancia, por mala fe o por falta de capacidad volitiva, ello denota que el sistema tiene un problema. Los peones del sistema -más todavía si hablamos de un sistema jurídico- han de ser idóneos y, si no lo son, el sistema resultará insostenible, por lo que se producirá una crisis en el largo plazo.
Si, por el contrario, la deliberación formularia se produce por deficiencias en el sistema, y no en sus peones, la solución no resulta aparentemente tan complicada. No se trata de sustituir peones, sino de modificar mecanismos de funcionamiento. Lo que los consultores modernos llaman crear procesos.
En un procedimiento jurídico, sea administrativo o judicial, la tradición ha venido aquilatando esos procesos desde el derecho romano, por lo que no debería ser difícil detectar sus deficiencias y subsanarlas. Encontrar a los peones incompetentes resulta más complejo porque la subjetividad del ser humano hace que, a veces, se valoren en una persona cuestiones ajenas a la capacidad volitiva que debe acompañar a un puesto determinado.
Esta reflexión (deliberativa) viene a cuento de un desgraciado caso particular que acabo de padecer como litigante ante un TEAR, y me sabe especialmente mal -lo que no me inhibe de denunciarlo, pues lo que pretendo es la mejora del sistema-, porque soy consciente de la enorme labor de depuración de actos anómalos de la Administración que realizan, con escasos medios y muy buena voluntad, estos órganos tributarios.
No en vano, cuando surgió recientemente la polémica acerca de la inadmisión de un recurso ante un TEAR por su presentación pretemporánea -al afectado le dio por poner el recurso el mismo día de su notificación- fui una de las voces que más se compadeció y que intentó justificar ante el sector profesional que eso era un caso patológico derivado de, precisamente, uno de esos procesos que era francamente mejorables.
Es más, escribí en estas páginas que, para casos como ese, existía precisamente un recurso específico, la anulación del artículo 241 bis LGT, que se podía haber utilizado sin lanzar tanto ruido mediático, y que existe una inveterada jurisprudencia que ha subsanado estas cuestiones con base en el principio pro actione.
Imaginen ahora que Pepe es titular de una cuenta en el extranjero sobre la no que informó a Hacienda en el plazo establecido por la obligación informativa nacida en 2012. Al enterarse de tal deber, presenta fuera de plazo el formulario en cuestión de los años 2012, 2013 y 2014, y hace lo mismo con sus tres hijas que, sin saberlo siquiera, eran autorizadas en su cuenta. Pepe y sus hijas se ven sometidos a una inspección que se tramita en unidad de acto para los cuatro: mismas diligencias, mismas actas, mismo representante, mismo expediente sancionador formal, recurridos al unísono ante el mismo TEAR.
Pepe recibe una resolución estimatoria que anula las 3 sanciones, con una lograda motivación de 15 hojas, en febrero. Llega la pandemia y, ya en julio, las hijas reciben idéntica resolución, con la misma motivación de 15 hojas del padre, pero con un fallo desestimatorio. El único cambio se produce en el último parrafito de las 15 hojas, en el que la versión de las hijas llega a la conclusión antitética a la de Pepe, a pesar de que la prolija perorata previa es la misma. Para mayor confusión (o vergüenza), al día siguiente otro cliente que había sufrido idéntica penitencia recibe una tercera resolución del mismo TEAR, con la misma motivación estereotipada de Pepe y sus hijas pero, en este caso, con una estimación parcial, relativa al año 2012, y una desestimación de 2013 y 2014. Misma plantilla, tres fallos.
Más allá de la evidente situación discriminatoria particular de unas hijas que ven confirmadas paradójicamente unas sanciones por ser autorizadas en unas cuentas cuyo titular, en cambio, se ha salvado de idéntica sanción, este caso refleja una deliberación del ponente que, además de ser probablemente autárquica, resulta claramente formularia.
La autarquía demuestra en primer lugar que el funcionamiento de la Sala en cuestión, lo que antes he llamado el sistema, no parece ser el correcto: cada ponente coge la plantilla que toca, sin deliberación común consensuada.
Pero lo más grave no es eso sino discernir si, además de un problema en el sistema, la anomalía deliberativa es también fruto del exceso de trabajo, de la desidia o de incapacidad volitiva. Hete aquí un difícil trabajo que su Presidente debería abordar cuanto antes.