Cuando amanece parece como si la esperanza nos abriese las puertas y el alborear vistiese de optimismo la incertidumbre del nuevo día. Al menos, así lo creía Cirilo. Aunque no hacía demasiado frío, la salada humedad de la Propóntide, esa inmensa balsa marina entre el Egeo y el Euxino, dificultaban que entrase en calor. Por ello, se estaba encuartando bien las manos, no sólo para asegurar los golpes y evitar heridas, sino sobre todo para mantener la temperatura. Le esperaba una larga jornada por delante. Mucha maza y cincel.
A ocho días de las calendas del mes de Jano, el tiempo se le echaba encima.
Reinaba el silencio, salvo algún ladrido o algún esporádico golpe. Otro amanecer tranquilo, especialmente, tras el fin de las Saturnalia, pese a que en Nicomedia estas celebraciones habían caído relativamente en el olvido. Apenas unos pocos mantenían esta ancestral tradición, quizás por ser oriundos de otras regiones del Imperio de mayor raigambre, como Italia, la Panonia o la Numidia. Sin embargo, en la ciudad, se respiraba el aire de la nueva Roma, mucho más contenida y galante, sobre todo, desde que el ahora único augusto y emperador la había escogido como su residencia.
Fijó bien los soportes para la plancha de mármol y se dispuso a picar con cuidado sobre los grabados escritos. Un pequeño martillo y un puntero le servían para hacer las primeras hendiduras y así, marcar la piedra. Golpe a golpe. Con tacto y precisión. Tras una serie repetitiva de pequeños impactos, pasaba el puntero sobre la raja abierta para asegurarse que se había mellado la piedra y reforzar la marca. Y así, una y otra vez. Marcando, limando y puliendo.
Mientras fijaba la vista y se concentraba, dejó que su mente se abandonase a sus recuerdos.
Hace unas semanas, para el idus del octavo mes, unas pisadas marciales seguidas de un sepulcral silencio penetraron en su taller y ocuparon el espacio. Aún recuerda que, durante unos segundos, sintió la ausencia de aire. La faringe obstruida. Ante él, media docena de guardas palatinos, debidamente alineados, con sus hermosas túnicas encintadas, con sus balteus adornados y relucientes, anclados a tierra con una mano sobre el mango de la espada y con la otra fijando el pilum inclinado. Un auténtico muro humano.
El protector, con su casco reluciente y su distinguido manto escarlata, rodeó el último de los guardas y se situó en el centro. Ante su mirada atónita, preguntó «¿Cirilo de Nicea?«. Asintió con un leve gesto, sin mediar palabra. «Acompáñanos«, le conminó. Seguidamente, dio un paso, giró su cuerpo y clavó los tacones. El muro se abrió y se alinearon en pares, dejando una abertura en medio. El protector se encaminó hacia ella y marchó a través, sin esperar respuesta. No hacía falta decir nada más. Cirilo agarró una túnica de lino para cubrirse y le siguió.
Aún se estremece al recordar cuando se percató de que entraba en la villa imperial. Al traspasar el umbral del arco principal, sintió una profunda sequedad en la garganta y, de nuevo, enmudeció. Atravesaron la amplia apertura entre los edificios e instalaciones de servicio y, finalmente, arribaron a la puerta de la vivienda y accedieron al vestíbulo. Ya en el interior, giraron a la izquierda y entraron en una estancia tan reluciente y brillante, como vacía y sin apenas decoración, excepto el pavimento, un exuberante mosaico enmarcado con lustrosas teselas. La luz que penetraba por las aberturas laterales y la brisa marina jugaba con el cortinaje, creando cambiantes tonalidades y sombras. Debía ser la hora séptima. Recuerda que percibió cómo el silencio los cubrió. Denso y asfixiante.
Pasados unos interminables minutos, unos murmullos y pasos aventuraban que alguien se acercaba. Optó por fijar la mirada en la apertura al gran atrio que asomaba al lado derecho de la estancia, con la esperanza de recuperar algo de presencia.
Clac, clac. El choque armónico y unísono de las lanzas contra el suelo anunciaron la entrada de los visitantes.
«¡Cirilo! Bienvenido. Que el Dios Supremo te bendiga«. Con los brazos abiertos, entró dando grandes zancadas aquel hispano envejecido, al que conocía bien. Osio le llamaban. Delgado, más bien huesudo y con el rostro hendido por las sombras del pasado. Llamaba la atención de que, aún aparentando fragilidad, sus extremidades alargadas y nervudas mantenían un vigor impropio para una persona que ya tenía siete décadas a sus espaldas.
Mientras le abrazaba y agitaba, un hombre de mediana edad, con una sencilla pero esplendorosa toga alba caminaba, lentamente, hacia ellos.
«Cirilo, querido, te anuncio a nuestro dominus«. ¿Cómo? No daba crédito. El mismísimo emperador. De repente, las piernas flaquearon y, sin pensarlo, se postró ante él, bajando la cabeza y ocultando su rostro. Así se mantuvo, hasta que la mano de Osio se posó en su hombro. «Bien, Cirilo, bien. Ponte de pie. Queremos hablar contigo«. Se alzó, aunque no podía evitar mantener la cabeza gacha. Era presa de la turbación.
Sin embargo, venciendo la vergüenza y con curiosidad, osó desafiar su destino y levantó la mirada para contemplar aquel que regía los destinos del Imperio. Recuerda que, más allá del portentoso físico, le sorprendió notar como si su cuerpo estuviese poseído por una tensión máxima y un aura majestuosa lo acompañase. Exudaba poder y pese a todo, sus ojos transparentaban que no había paz en su alma.
Osio se movió a un lado, como cediendo espacio para que penetrase el oxígeno y pudiese recuperar el ánimo. Mirándole, le dijo, «Cirilo, te hemos llamado, porque tenemos un encargo para ti«. Y tras aquella frase, el tiempo se detuvo.
Virgen con el niño, con los emperadores Constantino (derecha) y Justiniano (izquierda). Vestíbulo de Santa Sofía (Bizancio – Estambul).
Unos pasos tras él y un portazo alegre lo despertaron de su ensoñación.
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¡Padre! Helena y yo te traemos agua y algo de comida.
Ruidosos, entraron en el taller. Se volvió y los miró. Mientras se acercaban a él, posó los ojos en su hija, Helena. Aunque aún conservaba rasgos de niña, sus senos y formas apuntaban a que, en cualquier momento, debería afrontar que era una mujer. Femenina y radiante, de una belleza serena fruto de su innata sabiduría. Ya se había fijado que algunos mozos y, algún que otro maduro, miraban a Helena con impúdicos deseos. No lo soportaba. Quizás siempre había sido así, como le habría sucedido al padre de su esposa, pero se resistía a entregar a su querida hija.
Mientras, el pequeño Tulio posó el cuenco y el fajo sobre la mesa. Apartó con el dorso una maza para dejarles espacio y asegurar que no volcasen.
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¿Qué estás haciendo, padre? – Consultó el niño.
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Un calendario.
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¿Y te pagan por ello?
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En principio, no, hijo mío. Es mi munera municipalia.
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Mune… ¿qué?
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Mis obligaciones con el municipio y…. el Imperio. Todos los residentes en Nicomedia que, además tenemos la ciudadanía de Roma debemos rendir tributos a los gobernantes para que nos protejan y contribuir al cuidado de nuestras polis.
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¡Vaya morro! – A Tulio no le acababa de convencer. – ¿Porqué lo aceptas?
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Porque no puedo negarme. Es una imposición. Y será la última, pues si lo hago bien, me liberarán hasta mi muerte de los tributos y de todos los munera civilia. Pero, es que, además, es un gran honor, pues el encargo es del mismísimo César y es muy especial; desea que talle un nuevo calendario para un nuevo templo.
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¿Un nuevo calendario? – preguntó Helena. – ¿Porqué? ¿Qué tiene de nuevo?
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Es un nuevo calendario porque, a diferencia del que existe en la basílica de la ciudad, se harán constar las festividades que recuerdan la vida de Cristo. Hace semanas, aquí cerca, en Nicea, de donde vengo, finalizó un encuentro con algunos de los principales padres y obispos de los cristianos. Según me explicó mi viejo amigo, el obispo Osio,…
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¿Osio? ¿El hispano de Corduva?
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El mismo.
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¡Si es un viejo! – exclamó Tulio.
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Sí, hijo, sí. Y espero llegar yo también a su edad. El caso es que, en ese encuentro, entre otras cosas, acordaron fijar algunas de las fechas para conmemorar la vida de nuestro Señor.
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¿Cómo cuáles? – De nuevo, Helena, atenta.
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El gran debate fue la fecha de la Pascua o muerte de nuestro Señor. Pero no fue la única. Por lo visto, nuestro querido emperador ha insistido en que se establezca un día especialmente significado para recordar el nacimiento y así celebrar la Luz.
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¿Y qué día sería ese?
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Dentro de dos días. Seis días antes de las calendas del mes de Jano.
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¿El día del Sol Invicto?
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Sí, ese mismo.
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¿Y eso el emperador lo sabe? – Helena estaba sorprendida.
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Osio me explicó, después de salir el augusto Constantino, que precisamente era su voluntad. En su momento, siendo joven, el emperador había seguido el culto al Sol Invicto, tan de moda en su época y en la corte de Diocleciano, sin embargo, cuando vivió su encuentro y visión de la Mente Divina y con la ayuda de su madre, entendió que esos ritos le conectaban con la Luz.
Tulio se irguió. Típico en él. Para que lo escuchasen, primero se movía para que se diesen cuenta de que existía y quería hablar. Es lo que tiene, ser el benjamín.
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Pero padre, el dios Sol es más fuerte que ese dios del que habláis madre y vos.
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Ja, ja. Tulio, hijo. El dios Sol o El-Gabal al que haces referencia, sólo es un culto antiguo de una secta oriental. Lo que pasa es que lo celebramos en estas fechas pues, a partir del día señalado, los días serán más largos hasta el día de Jano. Sin embargo, nuestro Dios, Él es la verdadera fuente de Luz, es el Dios que creó, entre otros el Sol que nos ilumina. Y fíjate si es poderoso, que, aun naciendo pobre y humilde, hasta el augusto se postra ante él.
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¿Y cómo se llamará ese día, padre? – Consultó la despierta joven.
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Pues, como aquí señalo, «NATALIS DOMINI CORPORALIS».
Ahora fue Helena la que dio un pequeño brinco del asiento y erguida, dio un paso hasta tocar el mármol. Con sus finos dedos comenzó a reseguir las letras, como si quisiera hacer suya el sentido de la grafía. En sus yemas sintió como si el trazado le hablase. En voz alta, dijo,
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Curioso nombre. Me cuesta entender su significado, pero intuyo que debe ser hermoso. El nacimiento del cuerpo del Señor. – Y de nuevo, esta vez, para sí, repitió – El nacimiento del cuerpo del Señor.
Se dio la vuelta, se acercó a su padre y le besó en la mejilla.
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Gracias, padre. Que sea como dices. Vamos Tulio. Tenemos que avisar a madre y los hermanos. Preparemos la celebración del nacimiento del cuerpo del Señor.
Y así, sonoros y vivaces, con animosa marcha, Helena y Tulio salieron del taller. Una nueva fiesta les esperaba.
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Feliz Navidad a todos. Bonito broche para estos días. Por la competencia demostrada, hay que ir pensando en abrir un blog de aficionados a la escritura…
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