El pasado viernes, un grupo de Catedráticos de Derecho Financiero y Tributario elaboraron un documento por el que denunciaban la existencia de vulneraciones de los principios rectores del ordenamiento tributario, la progresiva pérdida y deterioro de los derechos en el ámbito tributario y las graves ineficiencias de las prácticas seguidas por el Ejecutivo y la Administración tributaria.
Ciertamente, se agradece que comiencen a surgir voces autorizadas que se sumen a los escasos voceros (como somos los que conformamos este blog) que, desde hace años venimos clamando en el desierto y denunciando el sistemático deterioro de las libertades, derechos y garantías de los ciudadanos.
La iniciativa es francamente interesante, la suscribo en gran medida y se agradece, aunque tenga mis particulares recelos respecto de algunos de los firmantes, pues como Saulo hace casi dos mil años, parecen haber experimentado una súbita conversión. En cualquier caso, si Dios admitió a Saulo, convertido en San Pablo, pese a haber sido un entusiasta y agresivo perseguidor de los primeros discípulos y comunidades cristianas, no seré yo quién les niegue el derecho a seguir el camino de la verdadera defensa de los derechos y libertades ciudadanas.
Como os decía, tanto en estas páginas, como en múltiples publicaciones, foros y sesiones, llevamos años denunciando aquellas actuaciones y prácticas de los Legisladores y Ejecutivos de turno, así como las distintas Administraciones tributarias, con independencia de la adscripción política, porque la situación actual no es fruto de un momento concreto sino que se ha producido de forma continua y sistemática en los últimos años, especialmente, con el acaecimiento de la grave crisis económica del año 2007 y siguientes.
Como ya he señalado en múltiples ocasiones, la aprobación de la Ley 1/1998, de 26 de febrero de Derechos y Garantías de los Contribuyentes, denominada Estatuto del Contribuyente, marcó un hito histórico en la defensa de los derechos y garantías de los contribuyentes. Recuerdo con cierta nostalgia que, cuando se aprobó dicha normativa, aunque la sabíamos imperfecta (como toda obra humana), se abría la esperanza de conseguir un cierto equilibrio en la relación entre los contribuyentes, en tanto ciudadanos, y la Administración. De hecho, en la propia Exposición de Motivos se afirmaba que la propia Ley era “una declaración de principios de aplicación general en el conjunto del sistema tributario, con el fin de mejorar sustancialmente la posición jurídica del contribuyente en aras a lograr el anhelado equilibrio en las relaciones de la Administración con los administrados y de reforzar la seguridad jurídica en el marco tributario”.
De hecho, la actual Ley 58/2003, de 17 de diciembre, General Tributaria se fundamenta, en lo básico, en la reforma modernizadora de la Ley 25/1995, de 20 de julio, y, en cuanto a la posición del contribuyente, en el mencionado Estatuto del Contribuyente. Sea porque vivíamos una importante etapa de expansión económica, sea porque parecía que todo iba bien o por la razón que fuese, aún pervivía la ilusión de que los contribuyentes no eran vulgares súbditos, sino que eran sujetos con derechos y garantías. Tal es así que, en la Exposición de Motivos de la actual Ley 58/2003 leemos que “los principales objetivos que pretende conseguir la Ley General Tributaria son los siguientes: reforzar las garantías de los contribuyentes y la seguridad jurídica, impulsar la unificación de criterios en la actuación administrativa, posibilitar la utilización de las nuevas tecnologías y modernizar los procedimientos tributarios, establecer mecanismos que refuercen la lucha contra el fraude, el control tributario y el cobro de las deudas tributarias y disminuir los niveles actuales de litigiosidad en materia tributaria”. Música celestial para nuestros incautos oídos.
Estos cambios y reformas, en favor de los ciudadanos, parece que no encajaron tan bien en el ámbito de las distintas Administraciones, acostumbradas como estaban, a ejercer sus poderes y facultades con escasas limitaciones y cautelas. Recuerdo como, en mis clases del Posgrado de Asesoría y Gestión Tributaria que cursé (yo sí lo he hecho efectivamente…), el profesor de Derecho Financiero y Tributario, por aquel entonces, Responsable de los órganos de la Inspección de Tributos de Cataluña, no podía ocultar su malestar y su desprecio hacia el nuevo Estatuto del Contribuyente. La cuestión es que, si bien acataron la normativa, obviamente, no la aceptaron de buen grado, esperando la llegada de nuevos tiempos.
Y, ciertamente, el momento llegó.
Con ocasión de la brutal crisis económica iniciada a finales del año 2007, se produjo un profundo movimiento sistémico en nuestras sociedades modernas que trajo consigo múltiples y variadas transformaciones políticas, económicas y sociales. Era inevitable, tenía que llegar, pero un día descubrimos que nuestra sociedad se hallaba construida sobre débiles pilares, éramos frágiles, las certezas se habían tornado inquietud y dudas, y que la ilusión del progreso permanente y lineal era eso, una simple ilusión, un unicornio.
Como ha sucedido de forma repetitiva a lo largo de la Historia, las sucesivas crisis desatan todos nuestros fantasmas y demonios: agitación de las masas, populismos, rebeliones, surgimiento de movimientos e ideas que, con apariencia de novedad, son tan añejas como la humanidad.
En ese magma social, surgió una doble corriente que confluyó en la deplorable situación actual en el ámbito tributario.
Por un lado, ante el rápido deterioro económico y las consiguientes consecuencias para nuestros ciudadanos y sus familias surge una profunda corriente de indignación y desesperación que es utilizada, en gran parte, por oportunistas profesionales y falsos profetas para provecho propio, e introducen y extienden, con gran rapidez y aceptación, el mensaje que para mantener y ampliar las urgentes prestaciones económicas y sociales era preciso conseguir, como fuere, nuevos y mayores recursos económicos de aquellos otros ciudadanos, empresas y entidades, los aparentes vencedores o supervivientes de la crisis. ¿Quién no recuerda las inflamadas proclamas por imponer nuevos tributos y recargos a “los ricos”? ¿Quién no recuerda cómo se hablaba de combatir el “fraude fiscal” a toda costa?
La gravedad de la crisis exigía medidas extraordinarias, aunque ello supusiese una clara merma de los derechos civiles. En ese ambiente social enrarecido y con una alterada opinión pública los legisladores de turno se dejaron arrastrar aprobaron todo tipo de medidas regulatorias amparándose en presuntas urgencias, con la única finalidad de conseguir una mayor recaudación a toda costa y sin tener en cuenta la necesaria prudencia, formas, ni siquiera los efectos en los ciudadanos y la Economía en general.
Y, en esas, las Administraciones, con la complicidad u omisión, de la clase política, económica y de los distintos agentes sociales (incluyendo, los colegios y asociaciones profesionales), vieron el momento de “restablecer” su natural posición de poder y privilegio, sintiéndose legitimados para actuar con amplio margen y facultades. Era el momento, porque ejecutivos débiles y urgidos por la crisis, renunciaron a gobernar y se pusieron en manos de la Administración tributaria. Le entregaron a la Administración tributaria las llaves del Tesoro y, una vez en sus manos, de forma sutil, la propia Administración tributaria ha dado un silencioso y sutil golpe de Estado, consiguiendo que, a día de hoy, sea un órgano o ente que, más allá de la mera dependencia orgánica y adscripción al Ministerio de Hacienda, actúa sin control y de forma notoriamente independiente.
En efecto, en la confluencia de oportunidad y ambición de poder, en el último decenio hemos vivido un progresivo deterioro de los derechos, libertades y garantías ciudadanos. Y la prueba de esta evolución la tenemos en múltiples y variadas situaciones. Os apunto algunos ejemplos que os permita ilustrar esta evolución:
– El principal órgano administrativo consultivo, la Dirección General de Tributos, en lugar de facilitar la seguridad jurídica, se ha convertido en un órgano esotérico al modo del santuario de Delfos, emanando Contestaciones como si fuesen oráculos, en muchos casos, de difícil interpretación, otras veces contesta sin dar respuesta, a la espera que el mero transcurso del tiempo consiga resolvernos la cuestión y, en ocasiones, ni siquiera cumple con su mandato legal de dar respuesta escrita (quizás sea que esperan que les llevemos las gallinas o cabras para el oportuno sacrificio). Tengo pruebas fehacientes de consultas correctamente formuladas que, lisa y llanamente, no han sido atendidas por la DGT, incumpliendo de forma clara y ostensible el mandato legal establecido en el artículo 88.6 de la Ley General Tributaria.
En definitiva, un derecho de los ciudadanos (obtener información) y una garantía (seguridad jurídica) son, sencillamente, mancillados, sin que exista posibilidad alguna de conseguir que el órgano consultivo corrija sus actuaciones y se vea sometido a la Ley.
– Siguiendo con la seguridad jurídica, es manifiesto el desprecio y los continuos desaires que efectúa la Administración tributaria a los órganos jurisdiccionales. La arrogancia e impunidad ha llegado al extremo, como se ha denunciado en estas páginas, que algunos órganos de la Agencia Tributaria han amparado sus actuaciones en su propia doctrina administrativa (bien sea de la Dirección General de Tributos o del Tribunal Económico-Administrativo Central) ignorando ostensiblemente resoluciones y pronunciamientos de los órganos jurisdiccionales, incluido del Tribunal Supremo.
Esta forma de actuar genera gran perplejidad e inseguridad en el ciudadano, afectando de forma grave las tomas de decisiones personales y empresariales, en la medida que no existe una certeza sobre la normativa e interpretación válida. Es más, en múltiples ocasiones, el ciudadano ve condicionada su decisión y modula sus acciones, aceptando un criterio contrario a su forma de pensar o interpretar la norma, por el temor de afrontar expedientes tributarios y/o tener que peregrinar en un largo y costoso procedimiento de revisión para conseguir que le reconozcan sus derechos y garantías.
– Por otro lado, en nuestro devenir cotidiano, con la excusa de combatir el “fraude fiscal”, en el día a día, los contribuyentes nos vemos obligados a atender continuos requerimientos, aportar documentación, dar respuesta a múltiples propuestas de regularización tributaria sin mayor fundamento, etc. y, encima, los órganos administrativos se sirven de argucias y prácticas impropias de una mutua relación de confianza, consiguiendo que los contribuyentes se sientan y se vean como meros súbditos, vasallos obligados a rendir pleitesía y obediencia ciega a la Administración.
– Ni que decir tiene que, se ha extendido como una mancha de aceite, la presunción de culpabilidad de los contribuyentes. No sólo lo vemos en la aplicación ordinaria de los diferentes procedimientos tributarios sino que, en la propia redacción de las normas de aplicación de los tributos nos encontramos cambios o modificaciones por las que, continuamente, el ciudadano debe probar la buena fe, que cumple adecuadamente el ordenamiento tributario y se ve obligado a elaborar y disponer de pruebas que justifiquen su inocencia. La Administración goza de una presunción de veracidad que se le niega de forma sistemática al contribuyente.
Pero no sólo sucede que la Administración elabora y publica infames listas de contribuyentes, sino que, últimamente, asistimos atónitos como, con total impunidad, se «filtran» expedientes administrativos o datos de los mismos a unos medios de comunicación (o de desinformación) ávidos de carnaza para alimentar el rencor y el resentimiento de una parte de la población. Es más, encima se filtran aún no habiendo concluido el procedimiento de Inspección y/o pendiente de revisión, sin el menor respeto a la presunción de inocencia. ¿Y qué deberíamos hacer, entonces, con los firmantes de los expedientes que fuesen objeto de nulidad por parte de los órganos revisores?
Pero estos ejemplos, son sólo una muestra de una pronunciada tendencia.
La demostración palpable del poder real de la Administración la vivimos con ocasión de la última reforma de la Ley General Tributaria mediante la infumable Ley 34/2015, de 21 de septiembre, así como de la normativa reguladora de los distintos procedimientos tributarios.
De hecho, en la Exposición de Motivos de la Ley 34/2015, se hace mención que, los objetivos esenciales de la reforma son el reforzamiento de la seguridad jurídica (vía negarle derechos y garantías al contribuyente), prevenir el fraude fiscal e incrementar la eficacia de la actuación administrativa de la aplicación de los tributos. ¿Y de lo ciudadanos, de sus derechos, libertades y garantías? Ni una palabra.
Y es que era una norma escrita por la Administración redactada por el entonces responsable de la DGT y auxiliares), para la Administración, con el claro objetivo de reforzar los poderes y facultades de la Administración, ampliar sus límites de actuación y evitar la litigiosidad y la inseguridad mediante el acallamiento de los ciudadanos y la merma de sus derechos y garantías.
¿Y quién lo denunció y su opuso? Pues sólo unos pocos contestatarios… Aquí lo dijimos.
Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga. Antonio Gisbert 1887-1888
Pero la gran mayoría ha estado callando o mirando hacia otro lado. Y no hablo sólo de una lamentable clase política, sino que me refiero a una gran parte de la comunidad científica (catedráticos, profesores, etc.), a gran parte de las organizaciones y asociaciones profesionales (más preocupadas del “buen rollito” con las Administraciones, mantener su estatus preferente y asegurar sus recursos económicos que de los intereses y preocupaciones de sus miembros y representados), a los grandes despachos profesionales, salvo honrosas excepciones individuales (que fácilmente olvidan a sus clientes a cambio de conservar sus fuentes de información confidencial, mantener un trato privilegiado e influencia, utilizando prácticas de dudosa moralidad como es la continua remuneración de los favores con las famosas “puertas giratorias”), a los grandes empresarios y sus asociaciones (quienes mantienen una relación negocial privilegiada con la Administración basada en el «no nos vamos a hacer daño, ¿verdad doctor?») y, por supuesto, todos aquellos que, con la pretensión de conseguir mayores recursos tributarios para sustentar el quimérico Estado del Bienestar han aceptado, consentido y justificado que todos, hoy, seamos menos libres y más sometidos a la tiranía de la Administración.
Para ir acabando.
Esta semana se ha conocido en los medios que, la Agencia Tributaria en el Foro de Asesores ha presentado un borrador de Código de Buenas Prácticas de profesionales tributarias en virtud del cual pretende que, más allá de que hagamos correctamente nuestro trabajo y lo realicemos conforme al ordenamiento vigente, además, los asesores fiscales respondamos de la conducta del cliente.
De hecho, en el documento se plantea que los asesores más que asesorar deberemos evitar las malas prácticas, corregir conductas (y las malas tentaciones), llegando inclusive a tener que ser los delatores o denunciantes de nuestros clientes. Es decir, nos deberíamos convertir en fieles siervos de la Administración, haciendo el trabajo que ellos se niegan a hacer, traicionando la confianza de nuestros clientes.
Uno podría llegar a aceptar mínimamente la idea o el planteamiento si, paralelamente a ello, se propusiese que los miembros de los órganos de la Administración tributaria asumiesen, incluso a título individual, responsabilidades en caso de que los actos administrativos fuesen objeto de nulidad por los órganos revisores. Pero claro, de esto, ni una palabra.
La verdad es que dicho borrador propuesto por la AEAT me recordó el incidente del telegrama de Ems, utilizado por Bismarck a través de un comunicado de prensa para provocar al Emperador francés y conseguir la subsiguiente declaración de guerra con Francia. En efecto, la AEAT, en su soberbia y arrogancia, parece que no tiene suficiente con sus poderes y amplias facultades sino que, en una nueva demostración de fuerza, va más allá y pretende humillarnos.
Ahora bien, como desconozco el grado de conocimiento de la Historia de los responsables de la Agencia Tributaria, valdría la pena unas muy breves notas.
Bismarck, conocedor de que Prusia y la Confederación habían conseguido un poder económico y militar mayor a su vecino francés, el orgullo de sus recientes victorias y que, Francia estaba inmersa en un importante conflicto económico y social, quiso aprovechar el momento. De nuevo, una oportunidad y ambición de poder. Prusia ansiaba obtener nuevas ventajas territoriales (las regiones de Alsacia y Lorena), efectuar una nueva demostración de fuerza y doblegar a su rival. Y así fue. Ahora bien, esa humillación no se olvidó tan rápidamente y el conflicto se extendió en las siguientes décadas, concluyendo con la derrota de Alemania en la Segunda Guerra Mundial. A día de hoy, Alsacia y Lorena son francesas.
En conclusión, aunque comprometidos con el cumplimiento de las obligaciones tributarias por parte de todos los ciudadanos, entendemos que, bajo ninguna circunstancia, es admisible que los derechos, libertades y garantías de los contribuyentes, en tanto ciudadanos libres e iguales, se vean afectados, limitados y restringidos por las distintas Administraciones. No debe olvidarse que la posición jurídica de privilegio que la Constitución española y el ordenamiento confiere a la Administración se justifica como medida para conseguir el bien común, es un instrumento para un fin y no un fin en sí mismo, es más, no existe ningún otro bien u objetivo común más importante que la salvaguarda y el extremo respeto de los derechos y libertades de las personas individuales, los ciudadanos, que configuramos esta gran nación que es España.
Y si la Administración se torna una amenaza contra sus ciudadanos, quizás sea el momento de desmantelarla…
Enorme artículo. Me sumo a lo que ya puede calificarse como una lucha por los derechos y garantías de los ciudadanos, contribuyentes y profesionales. Vomitivo el legislativo e intolerable el proceder de la Administración y de una mayoría de sus órganos y oficinas, despreciando al ciudadano-contribuyente-sostenedor de su imperio absolutista.
Le agradezco a su autor y a este Blog su lucha y valentía en la defensa del bien común tan razonadamente y con todas estas verdades que aquí se denuncian. Son la vida misma hoy en día. Habrá que luchar desde abajo, las asociaciones, corporaciones, colegios profesionales….están en otras cosas.
Enhorabuena y a ver si nos vamos haciendo, entre todos, más visibles y denunciando esas malas prácticas de los poderes públicos antes de que se consoliden del todo.
Tenemos una Administración Tributaria que, más que le pese a algunos, por fin se está tomando en serio la lucha contra el fraude fiscal. En este país dicho fraude es una lacra alimentada por ciertos abogados y expertos fiscalistas que durante años se han aprovechado de los huecos legales y lagunas procedimentales, retorciendo la norma y la interpretación de la misma en beneficio de su cliente. Me parece adecuado,ante tanto fraude, dotar a la AEAT de tan amplias facultades y poderes. Hay que recordar que los contribuyentes tienen a su disposición medios de revisión suficientes (Reposición, REA, Contencioso, Procedimientos Especiales de Revisión) para atacar cualquier Resolución con la que no estén de acuerdo. No existe indenfesión porque hay órganos revisores.
En esta historia Bismark y Prusia son el fraude fiscal y aquellos que lo promueven. Alsacia y Lorena son los intereses generales y Francia es el Estado.
Desmantelaremos el fraude con pleno sometimiento a la ley y al derecho y siempre en pro de los intereses generales.
Saludos!!
Gracias por tus comentarios, Oscar. Pero discrepo en dos apartados. Más allá de la colaboración más o menos activa de determinados profesionales, el que comete el fraude son las personas, clientes, que deciden asumir riesgos del incumplimiento de la normativa vigente (bien sea de forma consciente o por mera dejación o negligencia, inclusive la «ignorancia deliberada»). Evidentemente que existen compañeros de profesión que merecen su reprobación o sanción, por una mala praxis o comportamientos ilícitos. Sin embargo, como podrás comprobar en todos y cada uno de los artículos aquí publicados, soy el primer comprometido en combatir el fraude fiscal, en cualquiera de sus modalidades, elusión o evasión fiscal, y no he colaborado ni he participado en actuaciones que, de forma consciente, fuesen notoriamente irregulares o artificiosas. Y creo que esta forma de actuar es la más habitual y extendida entre mis compañeros de profesión. Cuestión distinta es acudir a la optimización fiscal mediante la búsqueda de opciones o alternativas que, dentro de un margen interpretativo, permitiesen conseguir un ahorro de costes tributarios. Y defiendo que este es un derecho inalienable de los ciudadanos.
Por otro lado, la denuncia efectuada es que, la lucha contra el fraude fiscal (fin loable y compartido) no puede conseguirse a través de atajos o actuaciones irregulares (los medios).
Por último, cuando afirmas que los contribuyentes tenemos medios de revisión suficientes, ten en cuenta que el procedimiento es penoso, costoso, largo en el tiempo y, en muchas ocasiones, puede convertirse en prohibitivo. El mero hecho de tener que pagar o garantizar una deuda tributaria (e incluso, las sanciones) en vía de revisión puede ser un obstáculo insalvable en muchas ocasiones. Por más que se abonen intereses de demora o los costes de garantías, en la mayor parte de las ocasiones, no son suficientes para compensar los eventuales daños y perjuicios causados al contribuyente por un expediente declarado injusto.
Dicho esto, te reitero el agradecimiento por leernos y aportar tus comentarios.
Cordialmente,
En la práctica el principal problema que se nos plantea a los asesores en nuestras relaciones con la administración es el bajo precio que paga el funcionario por sus decisiones arbitrarias. Mientras que el administrado se ve obligado a aportar argumentos y pruebas solidas con la vana esperanza de que
en vía administrativa se revisen las actuaciones de la administración, el funcionario puede adoptar
por contra actos que gozan del privilegio de ejecutividad, sobre la base de meras presunciones o argumentos que, en el mejor de los casos, son banales y generalistas.
La falta de una verdadera restitución de costas (que sólo cubren la fase contenciosa, pero que no evalúan los costes de asesoramiento en vía administrativa, los costes internos de atender actuaciones inspectoras en muchos casos exhorbitantes, o los perjuicios morales) y la inexistencia de una responsabilidad real del funcionario que dió lugar a un irregular fiuncionamiento de la administración son la causa última de las conductas administrativas que sufrimos.
Manuel, no puedo estar más de acuerdo contigo.
Seguramente más de uno o de dos hemos escuchado de algun inspector, una vez firmada el acta en disconformidad, en un momento de confianza y “buen rollismo”, que entiende perfectamente que la recurramos y que, de hecho, cree que seguramente lo ganaremos.
Y sin TEAC o DGT que presumiblemente vincule legalmente su interpretación (cuando todos sabemos que esa vinculación en otras ocasiones se diluye en cuanto se considra que no son casos totalmente equiparables).
Pues sinceramente, si a un funcionario no le saliese “gratis” el firmar actas que claramente son injustas (que término tan bonito… y naif en nuestra profesion), estoy sguro que eso no lo viviríamos tan a menudo.
En cuanto a la declaración… creo que llega tarde. No se si algo así tendrá influencia o no, pero dudo que justo cuando la tendencia normativa y adminsitrativa es ir en la dirección contraria a máxima velocidad, algo así influya.
Quizás cuando se empezaba a detectar (y como bien apuntan el Sr. Perez Pombo, algunos lo denunciaron en ese momento) hubiera sevido de algo, pero ahora mucho me temo que no.