Preparando el descanso estival

 

“Los abogados, supongo, también fueron niños alguna vez” es la cita de Charles Lamb que Harper Lee toma como epígrafe de su deliciosa Matar a un ruiseñor.

Algunos abogados hay por ahí —no lo supongan, créanme— que siguen siendo niños aún. O que a ratos se sienten como tales, aunque peinen ya canas y hayan asistido, en primera persona pero casi sin percatarse, al abandono de la niñez por sus propios hijos. A mí, por ejemplo, esta época del año me retrotrae a aquellos días de la infancia en los que el curso escolar daba sus últimos coletazos, y en los que una, boqueando también en el calor aplastante de las tardes de junio cordobesas, no veía el momento de desembarazarse de ese uniforme escolar de falda escocesa, y de la esclavitud del horario invernal.

Eran unos días, como estos del presente en el que escribo, que se prestaban al recuento de aprendizajes y a la anticipación del descanso estival. Y justo eso —recontar lo aprendido y preparar el disfrute veraniego— me propongo hacer ahora para Uds. Ahora bien, que el ejercicio sea para Uds. no quita para que sea muy personal: no descarten en absoluto que mis aprendizajes les puedan parecer propios de quien nada sabía antes y se enorgullece vanamente de lo poco aprendido, ni tampoco que, por momentos, mi descargo mental previo a las vacaciones les suene a filípica inmerecida o a una jeremiada más de la autora. Quedan advertidos.

Recuento de aprendizajes

Este año he aprendido que soy muy poco original. Me interesa exactamente lo mismo que al resto del mundo: la eficacia temporal de los cambios de criterio interpretativo; los procedimientos de derivación de responsabilidad tributaria; la relevancia de los principios generales del Derecho en la aplicación de un ordenamiento regido por el principio de legalidad. ¿Qué esto no interesa a todo el mundo, me dicen? Pues ya me explicarán entonces por qué fueron los tres objeto de sus correspondientes mesas redondas tanto en el II Encuentro Tributario CGPJ-AEAT que tuvo lugar los días 15, 16 y 17 de marzo en Sevilla, como en el Congreso Tributario de la AEDAF que tuvo lugar los días 24, 25 y 26 de mayo en Toledo.

Sobre la eficacia temporal de los cambios de criterio interpretativo, después de haber tenido el privilegio de formar parte del grupo de trabajo constituido en FIDE y dirigido por Ana Mª Juan Lozano sobre esta cuestión, de revisar los nuevos pronunciamientos del TEAC que le afectan (RRTEAC de 25.4.2023, rec. 03246/2022, y de 29.5.2023, recs. 02478/2022 y 08937/2022), de celebrar que el Tribunal Supremo haya empezado a admitir recursos de casación en la materia (AATS de 27.10.2022, recs. 2437/2022, 2525/2022, 2434/2022, 2554/2022, 2450/2022, 2564/2022, 2086/2022 y 2444/2022, y de 10.5.2023, rec. 7664/2022), y de barruntar sobre las sentencias que resuelven los dos primeros (ECLI:ES:TS:2023:2742 y ECLI:ES:TS:2023:2730), mis aprendizajes son los siguientes:

Primer aprendizaje. Que las sentencias que resuelven los primeros recursos de casación sobre la cuestión —en los que se planteaba si la jurisprudencia sobre entradas domiciliarias (STS de 1.10.2020, y las que le siguieron) podía invalidar las liquidaciones administrativas que se basaron en la prueba obtenida en  entradas autorizadas por resolución judicial firme anterior a esas sentencias— (i) toman como premisa de su razonamiento la indiscutible vulneración del derecho a la inviolabilidad del domicilio… que solo cabe apreciar a la luz del criterio sentado por esa jurisprudencia posterior, y (ii) rechazan —y esto a mí me parece relevante para eso de establecer límites a la eficacia retrospectiva de la jurisprudencia— que la Administración pueda invocar el artículo 24 de la Constitución, en relación con el principio de seguridad jurídica, para hacer valer sus privilegios y potestades. Con ese planteamiento, las sentencias sitúan el debate en la interpretación del artículo 11.1 de la LOPJ cuando señala que “en todo tipo de procedimiento se respetarán las reglas de la buena fe” y, sobre todo, “que no surtirán efecto las pruebas obtenidas, directa o indirectamente, violentando los derechos o libertades fundamentales”; recuerdan que la regla de exclusión de la prueba ilícita contenida en el inciso final de este precepto no puede ser aplicada, según la doctrina del Tribunal Constitucional, de forma absoluta e incondicionada, pues ello vaciaría de contenido la apelación al derecho a un proceso con todas las garantías que contiene el precepto; recuerdan también que, según esa doctrina del Tribunal Constitucional, la vulneración del derecho fundamental a un proceso con todas las garantías sólo determina la nulidad de las pruebas recabadas cuando “existe una conexión o ligamen entre el ato determinante de la injerencia en el derecho fundamental sustantivo y la obtención de fuentes de prueba” siempre que, además, “tal conexión [requiera], para el debido equilibrio y garantías de un proceso justo, que se excluya tal material probatorio”; y, con todo esto, concluyen en el caso que “la admisión y valoración de la prueba (…) no vulnera la integridad de las garantías del proceso contencioso-administrativo, ya que la única conexión jurídica entre el vicio determinante de la lesión del derecho a la inviolabilidad del domicilio y la obtención de la prueba es la valoración que se hace sobre la autorización judicial firme, a la luz de la evolución de la interpretación jurisprudencial acerca de uno de los requisitos para acceder a la solicitud de autorización de entrada” siendo así que esa evolución jurisprudencial “no afecta a ningún elemento nuclear del juicio de idoneidad, necesidad y proporcionalidad de la autorización”.

Segundo aprendizaje (o quizá percepción personal). Que, en general, nuestros tribunales de justicia siguen instalados en la inercia del mantra, extraído de algunos pronunciamientos del Tribunal Constitucional (v. gr., de las SSTC 95/1993, de 27 de abril; 16/2015, de 16 de marzo; 34/2015, de 9 de abril; 35/2015, de 9 de abril; 36/2015, de 9 de abril; o 53/2015, de 24 de abril), según el cual el cambio jurisprudencial “hace decir a la norma lo que la norma desde un principio decía”, y que pocos han reparado en los tirones de orejas que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha dado ya a España cuando la inercia de ese mantra, que debería ser solo una regla general, produce injerencias inadmisibles en algún derecho individual de los ciudadanos. [Resalto lo de los ciudadanos, porque me parece —a la vista del aprendizaje primero— que los límites a la eficacia retrospectiva de la jurisprudencia que injiere en el ejercicio de las potestades y privilegios de la Administración deberá argumentarse sobre una armazón conceptual diferente]. El caso es que ya recibimos un tirón de orejas con la sentencia de 26 de mayo de 2020, Gil Sanjuan c. España cuando la inercia de ese mantra llevó a vulnerar el derecho a un proceso equitativo (art. 6 de la Convención); y este año hemos recibido otros dos, con las sentencias de 19 de enero de 2023, Domenech Aradilla and Rodríguez González c. España, o de 26 de enero de 2023, Valverde Digon c. España, por vulneración en este caso del derecho de propiedad (art. 1 del Protocolo adicional a la Convención).

Tercer aprendizaje (o quizá también percepción personal mía).  Que, a día de hoy, la única excepción a esa regla general de plena eficacia retrospectiva del criterio jurisprudencial se viene buscando en la eventual vulneración del principio de confianza legítima y eso presenta, a mi juicio, dos graves inconvenientes: el primero, que ese principio exige (según nuestro Tribunal Supremo, en sentencia de 13 de junio de 2018, rec. 2800/2017) un acto o signo externo de la misma Administración suficientemente concluyente; el segundo, que el TEAC viene interpretando que ese acto o signo externo vendría dado —¿sola y exclusivamente?— por un pronunciamiento administrativo o jurisprudencial de carácter vinculante.

Cuarto aprendizaje (aun no del todo consolidado). Que —me parece a mí— los tirones de orejas que desde Estrasburgo nos han dado apuntan —quizá— a otro enfoque más amplio que el de confianza legítima: al análisis de la previsibilidad de la ley que autoriza la injerencia en el derecho individual concernido, sea este el derecho a un proceso equitativo cuando se trata de cuestiones formales, sea el derecho de propiedad cuando se trata de cuestiones de derecho tributario material. Bajo este otro prisma, el principio de confianza legítima (la existencia de un acto de la propia Administración que incitó al ciudadano a actuar en un determinado sentido que resulta ser contrario al de la nueva interpretación de la ley) sería un síntoma —muy relevante y probablemente concluyente por sí solo— de esa falta de previsibilidad. Pero podría haber otros; los hay, de hecho, en la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Por ejemplo, la circunstancia de que el nuevo criterio interpretativo exija cambios legislativos que posibiliten su aplicación en la práctica. O, por ejemplo, el hecho mismo de que haya habido vaivenes interpretativos, o diversidad de pareceres en los órganos jurisdiccionales, sobre la cuestión.

Sea como fuere, mi aprendizaje principal sobre esto es que el tema merece un pensadero tributario para ordenar ideas y reflexionar. Me lo dejo apuntado para el siguiente curso escolar.

Sobre la responsabilidad tributaria, lo principal que he aprendido es que hay mucho que pensar y aprender aún. Tengo dos amigos por ahí, de origen francés ellos, que andan entretenidísimos con las diversas y numerosas cuestiones que suscita el tema: que si la prescripción de la acción para declarar la responsabilidad, sea ésta  solidaria o subsidiaria; que si la competencia para declarar al administrador concursal responsable tributario ex artículo 42.2 a) de la LGT; que si cabe la sucesión en la responsabilidad sancionadora en general, y también frente al colaborador en la infracción del artículo 42.1 a) de la LGT en particular; que si las relaciones entre la responsabilidad tributaria, el fraude de acreedores en el orden civil, y la  prescripción… Me da a mí que en algún momento estos amigos míos también van a necesitar un pensadero para abordar la problemática de forma un poco más dogmática; esto es, con algo más de orden y concierto. Esto también me lo apunto, si les parece, para la vuelta de verano.

Sobre la transcendencia de los principios generales del derecho en la aplicación del ordenamiento tributario, lo que he aprendido —o tal vez solo haya intuido y esté aún en proceso de “aprehensión”— es que su revitalización está relacionada con la triste constatación de que mis antiguos aprendizajes sobre la relevancia de la ley en materia tributaria (la reserva de ley como encarnación de los principios de autoimposición y democrático; el principio de legalidad como mecanismo para garantizar la seguridad jurídica) han degenerado en verdaderos brindis al sol; en un cuento para niños; en dogmas de fe que, al desconectar con su razón de ser, pierden toda relevancia práctica… A mi juicio, la desconfianza en la capacidad de la ley —en la del poder legislativo— para desarrollar las elevadas funciones que esos dogmas le atribuyen cuando conectan con su esencia (con su razón de ser), son las que llevan a reclamar esa revitalización de los principios en materias como la tributaria, donde la ley emanada por el poder legislativo es, o debería ser, cauce y límite de la actuación del poder ejecutivo… y no al revés. Pero pensar en esto me deprime mucho, así que creo que por ahora no voy a reservarle ningún pensadero en el próximo curso escolar…

En el tema de las normas antiabuso, que siempre ha atraído mi atención (y también la del resto del mundo, aunque este año sólo fue tratado en el primero de los dos Congresos mencionados), he aprendido que no hay que ser envidiosillo y que, aunque en otros lares parecen tener muy interiorizada la función de cierre del sistema que representan las normas antiabuso generales, y muy asumido que esas normas existen como derecho positivo solo y exclusivamente para dar seguridad jurídica al obligado tributario delimitando el concepto de abuso que se trata de atajar, también nuestros tribunales avanzan en ocasiones hacia una aplicación de las normas antiabuso más ponderada, más alineada con la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea sobre la cuestión. Me refiero a la reciente sentencia del Tribunal Supremo de 8 de junio de 2023 (rec. n.º 6528/2021) que concluyó que la cláusula antiabuso del artículo 14.1.h) de la Ley del Impuesto sobre la Renta de No Residentes, en su redacción vigente antes del 1 de enero de 2015, aplicable a la distribución de dividendos por una filial española a su matriz europea controlada por accionistas no residentes en la Unión Europea o en el Espacio Económico Europeo es contraria al Derecho de la UE por establecer una presunción general de abuso o fraude y trasladar la carga de la prueba de la inexistencia de dicho abuso al contribuyente, y también a la del Tribunal Supremo del pasado 16 de noviembre de 2022 (rec. 89/2018), que vino a interpretar en parecido sentido la cláusula antiabuso del régimen especial de neutralidad fiscal para las reestructuraciones empresariales.  Ojalá a estos pronunciamientos se les una pronto otro que, en resolución del recurso de casación n.º 1876/2022, admitido por Auto de 18 de enero de 2023, rechace la posibilidad de calificar una operación como simulada por la sola y exclusiva razón de que se aprecie que su finalidad es puramente fiscal. El caso es que este recuento de aprendizajes me ha recordado la deuda que tengo pendiente conmigo misma de hacer tiempo en mi agenda para un nuevo pensadero sobre esta cuestión. Apuntada queda en mi pasivo para ser saldada el siguiente curso escolar.

¿Qué más he aprendido?

Mmmm¡Ah, sí!

Aprendí también muchísimo de tauromaquia. Tanto que hasta gané por derecho propio dos orejas y un rabo… como el mismísimo Morante de la Puebla en La Maestranza, no digo más. Todo ello a propósito de un torito tributario que me dejaron en suerte —el tratamiento tributario del socio trabajador y administrador— y en cuya lidia tributaria, tras las recientes sentencias del Tribunal Supremo de 6 y 8 de junio de 2023 (ECLI:ES:TS:2023:2432 y ECLI:ES:TS:2023:2637), unida a la previa de 15 de octubre de 2018 (ECLI:ES:TS:2018:3632), voy a tener que introducir un nuevo puyazo de creación propia: resulta que la regularización íntegra socio-sociedad, siempre equivalente en términos de cuota tributaria se lleve a cabo mediante el puyazo de frente (la aplicación de las normas de valoración entre partes vinculadas), se haga con el puyazo de costado (apreciando simulación), puede llevar al socio a una triple situación en materia sancionadora: (i) si se aprecia simulación, infracción grave del artículo 191.3 de la LGT, con una sanción mínima del 50 % de la cuota dejada de ingresar por el socio menos la cuota pagada de más por la sociedad; (ii) si se aplican las normas entre partes vinculadas y hay infracción de las obligaciones de documentación, infracción del artículo 18 de la LIS, con una sanción del 15 % del ajuste al socio; (iii) si se aplican normas entre partes vinculadas y no hay infracción de las obligaciones de documentación, infracción leve del artículo 191.2 con una sanción del 50 % sobre la totalidad de la cuota dejada de ingresar por el socio, sin deducción de ningún tipo… Llamativo me parece que en esta trilogía sancionadora para una regularización íntegra socio-sociedad equivalente en términos de cuota se entienda que no hay infracción del principio de proporcionalidad, ni razones para elevar cuestión de inconstitucionalidad… Esto me lo apunto, si les parece bien, para mi carta a los reyes magos tributarios de las navidades del año que viene.

El caso es que ese morlaco tributario que es el tratamiento fiscal de la remuneración al socio-sociedad enlaza, aunque presente aristas propias, con otro tema con el que llevo años sin parar de aprender, y que podemos calificar como el rayo tributario que por fin —¡por fin!— ha empezado a cesar: la deducibilidad fiscal de la retribución de los administradores fiscales. Así, el pasado 27 de junio se dictó la sentencia que resuelve el primero de los recursos de casación (el n.º 6442/2021) admitidos a trámite sobre esta cuestión y que concluye —¡albricias!— que la deducibilidad fiscal de la retribución de dos consejeros ejecutivos de una sociedad unipersonal no puede ser calificada como liberalidad por la única razón de no estar aprobada esa remuneración por la junta general. También alcanza otras muy interesantes conclusiones con lo que —digo yo— habrá que dedicarle, a esta sentencia y a las que están por venir, un nuevo episodio de esta apasionante saga/fuga… con el que ponerle —ojalá, ojalá— punto final. Otro apunte para el siguiente curso escolar.  

También he aprendido mucho, si bien me siento como si no supiera nada, de ese enigma infinito que es el Pilar Dos. Su extrema complejidad, la falta de principios reconocibles que articulen su regulación, y el déficit democrático en su aprobación me ha generado sentimientos de rebelión y desesperanza por partes iguales. Quizá por aquello que dijo Camus de que cuando la rebelión “sacude al hombre y le hace decir: «Eso no es posible», está ya la certeza desesperada de que «eso» es posible”. Dicho esto, no he perdido del todo la confianza de que, en mi batalla interior entre rebelión y desesperanza, se alce victoriosa la primera, para así seguir el ejemplo del inolvidable Atticus Finch cuando decía que “la valentía es cuando sabes que estás vencido antes de comenzar, pero de todos modos comienzas y sigues adelante después de todo”, o el del Caballero de las Triste Figura, en la lectura que de él nos dejó Nuccio Ordine, cuando afirmaba que lo inútil y gratuito de sus aventuras “revela la necesidad de afrontar con valentía también las empresas destinadas al fracaso”.

Aunque también he aprendido que, a veces, una batalla que se libraba sin mucha esperanza se ve coronada con la victoria; que no hay que hacer actos de fe en la validez de una norma solo porque sea transposición literal de una Directiva; que, a veces, las Directivas también presentan vicios de invalidez y que esos vicios pueden derivar de injerencias inadmisibles, por infracción del principio de proporcionalidad, en los derechos que a los ciudadanos nos reconocen los Estados de Derecho. En derechos como el de la intimidad, que no puede ser restringido con la sola invocación de la transparencia,  pero al que renunciamos gratuita y tontamente todos los días, sin valorar la importancia que tiene en la propia libertad personal hasta que viene el Tribunal de Justicia de la Unión Europea a recordádnoslo. Así que he aprendido también a mantener viva la llama endeble de la esperanza de que, al menos en Europa, los excesos en la elaboración de las normas que rigen nuestra conducta pueden encontrar cortapisas en principios y derechos de orden superior. Estos aprendizajes me han tenido dedicada más de lo que me hubiera gustado a un tema que —Uds. ya lo saben— no me gusta mucho: la DAC6. Sobre esta Directiva no me voy a dejar apuntada ninguna tarea pendiente, y ya volveremos a pensar en ella cuando se vuelva a pronunciar el Tribunal de Justicia de la Unión Europea sobre los defectos de validez —adicionales al ya declarado— que se le siguen imputando.

Y ya para terminar, este año he aprendido que hay una cosa horrible pero al parecer utilísima que se llama ChatGPT y que me tiene preocupadísima. Tan preocupada, que hasta casi me hace perder la fe en el futuro de nuestra profesión. Suerte que (¡explosión!) encontré en una cita de una vieja sentencia de nuestro Tribunal Supremo de 1930 según la cual los abogados somos “los apóstoles de la Humanidad” y eso me llevó a reflexionar sobre eso tan importante para desarrollar las altas funciones que la Humanidad nos encomienda que es nuestro secreto profesional. Sobre esto, también aprendí algo…, o eso creo.

Anticipación de las vacaciones

El caso es que dicen por ahí que esa ChatGPT puede llegar a escribir textos equivalentes a los que escribiría un ser humano.

Eso suscita una problemática ya conocida: la de la autenticidad, el plagio y el engaño, que se unen a la de la responsabilidad cuando se asumen como veraces las falsedades o errores del invento. Pero siendo esa problemática preocupante, a mí no es eso —la capacidad de generación de textos de la ChatGPT— lo que más me preocupa. Quizá porque creo que todo texto escrito es una forma de comunicación de pensamientos, sentimientos o emociones entre el autor y sus lectores, y una inteligencia artificial, que nada siente ni padece, que carece de eso que nos hace humanos —la consciencia de nuestra propia finitud—,  podrá quizá llegar a ser, como decía Poe del cuervo de su famoso poema, “un ser irracional capaz de repetir mecánicamente algo que ha aprendido”, pero jamás llegará a experimentar el gozo, o el miedo, o la soledad, que las palabras evocan. Una máquina jamás podrá experimentar la “consternación” de quien sí entiende el “terrible significado” del Nevermore, del “Nunca más”, que repite el cuervo a lo largo del poema: “la barrera a la que se enfrenta quien pretende volver al pasado sin percatarse de que todo paraíso estará siempre destinado a ser un paraíso perdido”. No podrá entender la hondura de la desolación de ese Señor, ya me quitaste lo que yo más quería de Antonio Machado tras la muerte de su Leonor, ni que a veces el dolor se agrupa tanto en el costado que hasta el aliento llega a doler, como le pasa a Miguel Hernández cuando llora a Ramón Sijé. 

El caso es que no es su extraordinaria capacidad de imitación lo que me preocupa de la ChatGPT. Ni siquiera me preocupa en exceso que, con el tiempo, pueda empezar a generar ideas originales por sí sola. Lo que de verdad me aterra es la renuncia que propicia, que allana y facilita hasta hacerla irresistible, a buscar dentro de nosotros las palabras que expresen lo que sentimos, lo que pensamos, lo que somos, por una imitación, todo lo perfeccionada que se quiera, de nuestro ser. Me preocupa que pueda llegar a asumirse que la Inteligencia Artificial más avanzada, la ChatGPT 220.0, será capaz de proporcionar la respuesta correcta a toda y cualquier pregunta y que, en esa búsqueda de la respuesta correcta en el exterior, renunciemos a buscar en nuestro interior la nuestra, sea correcta o no. Me preocupa, en suma, que renunciemos a ese diálogo mudo del yo conmigo con el que Platón definía el pensamiento y que es imprescindible para la formación de eso que es esencial para la convivencia cívica y que se llama la propia conciencia.

A la propia conciencia apelaba Sócrates cuando decía que “es mejor sufrir una injusticia que cometerla, pues es mejor para mí estar en desacuerdo con el mundo entero que, siendo yo uno, estarlo conmigo mismo”. Y también Atticus cuando explicaba a sus hijos (Jem y Scout) por qué seguía haciendo lo que atraía la ira y el reproche de sus vecinos: porque antes de convivir con los demás, uno tiene que convivir consigo mismo. La propia conciencia es lo que nos hace libres porque es lo único que no rigen las mayorías, Atticus también dixit, pero, como nos recuerda Hannah Arendt, esta necesaria apelación a la conciencia como sustrato de la libertad y de la convivencia cívica solo es verdaderamente evidente “para el hombre en la medida en que este sea un ser pensante: para aquellos que no piensan, que no se relacionan consigo mismos, no son verdades evidentes ni pueden ser demostradas”.

Pues bien, aunque no son pocas las actividades que propician ese diálogo mudo del yo conmigo [pasear por el campo —por el Valle de Arán, o por la Garganta del Río Moros, sin ir más lejos—, o montar en piragua, o jugar al golf, o preparar la comida de Navidad para toda la familia, por poner algún ejemplo], tengo para mí que hay una imbatible: leer. Tiene la ventaja, frente a todas las demás, que en ella el diálogo mudo del yo conmigo viene precedido de un diálogo igualmente mudo del yo con otros porque, como dijo Zweig, con la lectura podemos tener al alcance de nuestro mano el presente y el pasado, el pensar y el sentir de toda la humanidad y porque, según Ruskin, “la lectura de todos los buenos libros es como una conversación con las personas más interesantes de los siglos pasados que fueron sus autores”.

Esta ha sido mi gran obsesión del año: la lectura. Quizá porque el anterior, por un problemilla de la vista, me vi durante un tiempo —que no fue largo pero que se me hizo eterno— impedida para leer nada que no tuviera un tamaño de Times Roman 48. El caso es que, desde entonces, me siento muy identificada con Scout, la pequeña narradora de Matar un ruiseñor. Hasta que temí poder perderlo, a mí tampoco me encantaba leer, porque a uno no le encanta respirar: uno no se da cuenta de que la lectura es la respiración del espíritu hasta que teme no poder volver a llenar sus neuronas de aire.

En este sentido, aunque es verdad que el que disfruta leyendo no lee para saber sino para olvidar (que dijo Cioran), entre las otras muchas virtudes que tiene la lectura no solo se encuentra la de posibilitar un diálogo mudo del yo-lector con el otro-autor sino la de estimular el propio pensar. Por eso, cuando los libros, o sus autores, “nos han dicho todo lo que podían decirnos” es para Proust el momento en que “hacen nacer en nosotros el sentimiento de que no nos han dicho nada aún”, y por eso también Zweig afirmaba que “gran parte de nuestro empuje, ese deseo de ir más allá de nosotros mismos, esa bendita sed, que es lo mejor de nuestra persona, se lo debemos a la sal de los libros, que nos animan a vivir la vida sin saciarnos nunca de ella”. El valor más estimable de la lectura [más útil, y que Nuccio Ordine desde donde quiera que esté me perdone la herejía] está en que sirve de acicate e instigador, a partir de lo pensado por otros, de ese diálogo mudo del yo conmigo que es la base del pensamiento, y por tanto de la propia conciencia, y por tanto de la verdadera libertad y de la convivencia cívica. No hay más que ver lo que hacen los tiranos y autócratas de todos los tiempos con los libros cuando llegan al poder: quemarlos. Lo entendió perfectamente bien Ray Bradbury en su Fahrenheit 451.

En cualquier caso, he de reconocer que el peligro que yo [como vejestorio que empiezo a ser ya] veo en la ChatGPT —ese allanamiento del camino al no pensar y al dar por bueno acríticamente lo que ha pensado otro—, Proust intuía que podía encontrarse en la propia lectura cuando “en lugar de despertarnos a la vida personal del espíritu, (…) tiende a reemplazarlo”; cuando “la verdad no se nos aparece como un ideal que no podemos realizar más que por el íntimo progreso de nuestro pensar y por el esfuerzo de nuestro corazón, sino como una cosa material, desplegada entre las hojas de los libros como miel preparada por otros y que no tenemos más que molestarnos en tomar de los estantes de la biblioteca para degustar al instante, pasivamente, en un perfecto reposo de cuerpo y alma”.

Pero convendrán conmigo en que eso del “progreso de nuestro pensar” y del “esfuerzo de nuestro corazón” se ejercita algo más cuando esa “miel preparada por otros” la descubres entre las páginas de un volumen, o de varios, de unos cuantos centenares de páginas, que cuando la buscas en la respuesta que, sobre los trillones de datos que pululan en la nube o en la red, ofrece en un par de segundos la dichosa ChatGPT. 

Y sí, como madre de hijas jóvenes, como tutora de jóvenes profesionales, como profesora de jóvenes estudiantes, y como hermana y prima y compañera y amiga de gente no tan joven, me preocupa que se haya perdido, que se esté perdiendo por momentos, la capacidad de saborear los textos que de verdad merecen la pena ser leídos. En primer lugar, por la pérdida de ese placer, que ya es por sí sola digna de un sentido y desconsolado lamento. Pero, en segundo lugar —también y sobre todo—, por todas las pérdidas adicionales e irreparables que la de ese placer trae consigo.

Luego gritaremos todos, como aquella víctima de las travesuras del diablo en El Maestro y Margarita, “¡Devolvedme la cabeza!¡Devolvédmela! ¡Que se queden mi piso, que se lleven mis cuadros, solo quiero que me devuelvan la cabeza!”. Y quizá ya sea tarde.

Lo que es esta servidora, piensa cuidar muchísimo de su cabeza este verano con unas buenas lecturas. Saboreen Uds. también —cuidando de su cabeza del modo que más felices les haga— de sus vacaciones.

D(EH).m., faltaría más.

2 pensamientos en “Preparando el descanso estival

  1. Viñas

    El artículo es maravilloso.

    Hay un problema derivado del uso de ChatGPT que creo que todos percibimos en sus consecuencias derivadas.

    Para bien o para mal, a fundamentar se aprende leyendo y escribiendo. Y si no se lee ni escribe, quien defienda una posición jurídica no va a ser capaz de razonar adecuadamente en situaciones complejas. Claro que si ya lo hace todo el asistente…

    P.S.: espero que la recuperación de los problemas de vista haya sido plena.

    Responder
    1. Gloria Marín Benítez Autor

      ¡Muchas gracias!
      Completamente de acuerdo con tus comentarios. Efectivamente, se aprende a razonar, razonando, y a escribir, escribiendo. Si otros razonan o escriben, o piensan, por ti, mal vamos.

      Responder

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