Un personaje de Tomás Nevison, la última novela de Javier Marías, decía que “uno olvida el daño que causa infinitamente más que el que se le inflige, uno olvida cuanto dice y hace y escribe, rara vez lo que oye y lee y padece”. Tras leer La zona de interés, de Martin Amis, y ver la desasosegante película inspirada en ella, un pensamiento incómodo no deja de rondarme por la conciencia: el de que uno olvida, también y sobre todo, el daño que no inflige, y del que no se siente responsable, pero que convierte igualmente la vida de los que lo padecen en una verdadera tragedia. Una tragedia que se escribe y se consuma detrás del muro que delimita esa “zona de interés” en la que “los que no causamos daño a nadie” vivimos así, olvidadizos, despreocupados, indiferentes a la desdicha ajena.
Me sumerjo en esta zona de interés mía, delimitada por mis reflexiones y experiencias tributarias —huyendo quizá de ese pensamiento— para confesar que en ella, en esa zona de interés mía que es mi mundo tributario, no es cierto que el olvido afecte solo raramente a lo que se oye y se lee. Dejando los padecimientos al margen, que esos sí es posible que rara vez se olviden, yo diría que, antes bien, mi desmemoria alcanza, y cada vez más, a todo lo que oigo y a casi todo de lo que leo. Queda en el recuerdo, si acaso, la cicatriz de algunas ideas que, al filtro que una es en el momento en que elige leer, deben parecerle especialmente luminosas, esclarecedoras, intrigantes o incómodas. Confieso también, desautorizando esa cita de Tomas Nevison, que mi memoria es mayor, en cambio, cuando se trata de las ideas que tenía cuando algo escribí, cuando algo puse negro sobre blanco.
En esa interacción entre lo que uno escribe y otros leen, o entre lo que otros escriben y uno lee, comparto con Uds. otra experiencia propia, más allá de la de mi egocéntrica y selectiva desmemoria: la frecuente ausencia de una comunión perfecta entre lo que quise decir y lo que se entendió… por más empeño que hubiera puesto al escoger las palabras, para que dijeran lo que quería decir y pudieran ser entendidas por mis eventuales y muy pacientes lectores como me habría gustado que me entendieran. Acaso sea por impericia propia, tal vez por los filtros que esos lectores son en el momento en que eligieron leerme, o quizá porque esa sea, damas y caballeros, la maravilla inevitable del lenguaje y de la comunicación a través de él; el caso es que me ha pasado, y más de una vez.
Pongo un par de ejemplos recientes.
El pasado 18 de junio, tuve el honor y la responsabilidad de formar parte del tribunal que enjuició, otorgándole la máxima calificación académica, la excelente y muy bien escrita tesis del ahora ya doctor don José Luis Salinero Cano. La razonabilidad como criterio de resolución de las antinomias jurídicas, se llama. Es una tesis de las que me gustan a mí: muy conceptual, de las que dan pie a que uno reflexione sobre las grandes preguntas del derecho —qué es, para qué sirve, qué papel están llamados a desempeñar en él los jueces y el legislador—, dejando de pensar un poco en las grandes preguntas de la vida en general, y de su vida, anodina e irrelevante, amén de olvidadiza, en particular.
Pues bien, al hilo de lo que en su tesis decía José Luis sobre el concurso entre los tres preceptos que en nuestro ordenamiento pretenden atajar la ilícita planificación fiscal (arts. 13, 15 y 16 de la LGT) y sobre su posible solución bajo el criterio de especialidad, me vi de repente citada… ¡y no del todo del todo reconocida en el sentido que se había dado a mi cita! La misma experiencia tuve al leer un reciente trabajo de mi admirado don Eduardo (Sanz Gadea, por supuesto) y lo que decía en él también a propósito de la distinción entre estas tres normas. “Gastos y deterioros financieros en el Impuesto sobre Sociedades. Últimas sentencias”, se llama el trabajo de don Eduardo, que está publicado en Actualidad Administrativa n.º 6/2024. Como entenderán, ante esta doble experiencia, no me quedó más remedio que concluir que la responsabilidad de no verme del todo del todo reconocida en el sentido de sus respectivas lecturas solo a mí debía ser atribuida y que debo esforzarme más en la elección de las palabras que digan lo quiero decir, si quiero que de verdad las entiendan como quiero que me entiendan, cuando vuelva a escribir sobre esa triada de preceptos y reflexionar sobre su insistente aplicación indistinta en nuestro ordenamiento. Que lo haré, o esa intención tengo, a la vuelta de verano.
Lo que quería compartir ahora con Uds. —y perdónenme el largo excurso— son algunas reflexiones, propiciadas por algunas lecturas de este curso escolar que se nos acaba, que se han precipitado en estas líneas tras leer a José Luis, y que han querido hacerlo —porque yo no tengo nada que ver con lo que hacen mis reflexiones a estas alturas del curso— en torno a, o a propósito de, los dos grandes temas que trata en su tesis: la razonabilidad y las antinomias jurídicas.
En la cita que José Luis eligió como epígrafe de su tesis, Antonio Escohotado decía que “aprender significa disfrutar cambiando de idea”. Cambiar de idea, para esta servidora, también incluye enriquecer, precisar o matizar las propias con las ajenas. Así que tomen estas reflexiones como parte de los aprendizajes que una se lleva de este curso escolar.
A propósito de la razonabilidad: algunas reflexiones sobre el artículo 179.2 d) de la Ley General Tributaria
A cualquier fiscalista, la mera mención de esta palabra —razonabilidad— le trae a la mente de inmediato la causa de exoneración de la responsabilidad sancionadora prevista en el artículo 179.2 d) de la Ley General Tributaria: la de haber actuado bajo una interpretación razonable de la norma.
A. Ante su invocación, nuestro Tribunal Supremo (STS de 23.5.2023, rec. 5250/2021) exige de la Administración, como parte del juicio de culpabilidad, una motivación específica sobre la razonabilidad de esa interpretación discrepante que aduce el contribuyente, pero en qué debe consistir esa motivación específica no está muy claro.
Creo que no se cumple esa exigencia cuando la razonabilidad de la interpretación discrepante se rechaza aduciendo la mayor corrección de la interpretación que se confirma en el acuerdo de liquidación, ni tampoco con la apelación a una doctrina administrativa (o incluso jurisprudencia) que ya se haya pronunciado en sentido contrario, o a una supuesta claridad de la ley.
En mi opinión, la razonabilidad de la interpretación discrepante debería ser siempre valorada en sí misma, y no debería quedar automáticamente excluida por el hecho de que la prevalente hasta el momento sea otra, si hay razones para su reconsideración.
En la valoración en sí misma de la interpretación discrepante, José Luis ofrece elementos que pueden ser muy útiles en la práctica. No estaría mal, por ejemplo, que esa valoración se concretara en un análisis de si la interpretación discrepante reúne o no los caracteres que en su tesis se atribuyen al argumento razonable: objetividad, sencillez, vinculación al cumplimiento de fines, conformidad con los principios de la lógica y capacidad para ofrecer una solución integradora e universalizable.
En cuanto a la necesidad de reconsiderar una interpretación previa prevalente es un análisis que podría concretarse en la revisión de si la interpretación discrepante se alinea mejor, de forma más plena, con las directrices interpretativas comúnmente aceptadas en la práctica. Por ejemplo, y siguiendo en este punto a Wróblewski (Constitución y teoría general de la interpretación jurídica, Madrid: Civitas, 1985), las directrices «lingüísticas» —v. gr., “sin razones suficientes no se debería atribuir a los términos interpretados ningún significado especial distinto del significado que estos términos tienen en el lenguaje común”, “sin razones suficientes, a términos idénticos que se utilizan en las reglas legales, no se les debería atribuir significados diferentes”, o “sin razones suficientes, a términos distintos no se les debería atribuir el mismo significado”—, sistemáticas —“no atribuir a una regla un significado de tal manera que sea contradictorio o incoherente con otras reglas del sistema”, “atribuir a una regla un significado de forma que sea lo más coherente posible con otras reglas del sistema”, “no atribuir a una regla un significado de tal manera que sea contradictorio o incoherente con un principio válido del derecho”, “atribuir a una regla un significado de forma que sea lo más coherente posible con un principio válido del derecho”— o funcionales —“a una regla legal se le debería atribuir un significado de acuerdo con la finalidad que persigue la institución a la que pertenece la regla”—.
Bien. Cojan Uds. todo lo anterior y explíquenme, por favor, por qué la interpretación que defendía la deducibilidad de la pérdida correspondiente al deterioro del valor que se pone de manifiesto en una donación, y que fue defendida por el TEAR de Valencia (resolución de 30.9.2019, rec. 46/12193/2016) y por el Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad de Valencia (sentencias de 8.7.2021, rec. 68/2021; 28.9.2022, rec. 277/2022; 21.11.2023, rec. 113/2023; y 24.11.2023, rec. 205/2023) no presenta esos caracteres del argumento razonable; que es una interpretación que merece de verdad ser objeto de reproche sancionador. Ya les digo que, aunque para mi querido Fran Serantes —y para esta servidora— la razonabilidad de esa interpretación discrepante debería estar fuera de toda duda, esta opinión nuestra no es compartida por todo el mundo, pues se han impuesto sanciones a quienes se atrevieron a plantear la posibilidad de un cambio interpretativo en esta cuestión.
En este sentido, a raíz de la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Galicia de 28 de noviembre de 2023 (rec. n.º 15081/2023), y de la previa Propuesta 3/2022 del Consejo para la Defensa del Contribuyente, en en este curso escolar se ha hablado mucho del derecho al error. Este derecho al error nada tiene que ver —como apunta Manuel Lucas Durán en El “derecho al error” en el ámbito tributario— con la causa de exoneración de la responsabilidad que nos ocupa, aunque a veces —y esto puede haber pasado con lo de la deducibilidad en el IRPF del deterioro del valor del bien donado— el error en perjuicio del Fisco puede venir causado por la interpretación que un profano de la materia tributaria (un contribuyente cualquiera) juzga de sentido común para ciertas normas tributarias cuando se aplican a ciertas situaciones.
Dicho esto, a mí me gustaría que no se hablara tanto del derecho al error y se hablara más del derecho a la discrepancia razonable. Me gustaría, sobre todo, que se articulara una vía procedimental para su ejercicio que no hiciera incurrir al contribuyente que se atreve a plantearla en un riesgo de imposición de sanción. Antes la había. Tras la introducción de las autoliquidaciones rectificativas —quizá para reconocer ese derecho al error y facilitar su corrección cuando es en perjuicio del propio contribuyente— parecería que, para relevantes figuras tributarias que se exigen en régimen de autoliquidación, y salvo que la discrepancia tenga su origen en un problema de validez de la norma interpretada, ya no. No sorprende por ello que, ante la reforma que la Ley 13/2023 introdujo en esta cuestión, se alzaran voces preocupadas (v. gr., las de Esaú Alarcón y César García Novoa) por el efecto restrictivo de esta reforma en los derechos de los contribuyentes.
B. Una afirmación que hace José Luis en su tesis, y que comparto, es que toda interpretación se desarrolla dentro del significado que ha de atribuirse al enunciado lingüístico en que consisten las normas. Tomando como punto de partida este concepto de interpretación como actividad de atribución de significado a los enunciados lingüísticos en que consisten las normas, en la apelación a la supuesta claridad de la norma para excluir la causa de exoneración de la responsabilidad que nos ocupa se hace necesario —me parece a mí— distinguir la interpretación de la pura comprensión de la norma.
La necesidad de distinguir entre la simple comprensión y la verdadera interpretación trae causa de una constatación: que el significado de las palabras que forman parte de los enunciados lingüísticos en que consisten las normas viene determinado por el uso, socialmente aprendido y regido por reglas gramaticales, que se hace de ellas en una determinada comunidad. De esta forma, la comprensión supondría la mera captación de los ejemplos estándar o paradigmáticos de ese uso y la verdadera labor interpretativa quedaría reservada a los casos que, debido a la indeterminación del lenguaje, quedan extramuros de los ejemplos estándar.
La indeterminación del lenguaje puede venir dada por tres problemas diferentes: la vaguedad, la ambigüedad o la textura abierta de las palabras. Ya hablé de ellas hace dos cursos escolares. Puse entonces como ejemplo de un problema extremo de vaguedad, el de los conceptos jurídicos indeterminados; como ejemplo de posible ambigüedad, el de los conceptos que, utilizados por el ordenamiento tributario, beben de otras ramas del ordenamiento jurídico; y como ejemplo de textura abierta, el de los conceptos que integran cualquier norma antiabuso que se precie. La vaguedad se produce cuando una palabra tiene un único significado y es dudosa su aplicación a un caso concreto; la ambigüedad, cuando una palabra tiene más de un significado y no se sabe con certeza cuál es el que está en uso; la textura abierta o porosidad, cuando se utilizan las palabras con significados nuevos de los que no se tiene experiencia previa, como hacen todos los días los poetas.
Pues bien, apuntadas las causas de indeterminación del lenguaje y diferenciada la comprensión de la interpretación de la norma, me temo que solo podremos decir si estamos ante una o ante otra a la luz del caso concreto al que pretenda aplicarse aquella. Si llegas con tu coche a la entrada de un parque donde hay un cartel que dice “Prohibido entrar con vehículos a motor” pues la reacción inmediata —pisar el freno mientras buscas un sitio para aparcar— refleja que estamos en una situación de comprensión de la norma; de verdadera claritas. Si en lugar de llegar en coche llegas con un patinete de esos que proliferan ahora, o con una bici de esas que ahora tienen batería, pues quizá estemos en una situación de duda en la aplicación de la norma que requiera una previa labor interpretativa. La claridad de la norma “prohibido entrar con vehículos a motor” será entonces mayor o menor dependiendo del caso al que se proyecte y creo, por ello, que esa apelación a la claridad de la norma para excluir la causa de exoneración de responsabilidad solo podrá hacerse a la luz de las circunstancias concretas del caso.
C. Relacionado con lo anterior, con la indubitada inserción de la labor interpretativa en una más amplia de aplicación de la norma que se proyecta sobre una realidad concreta, a veces me he planteado la posible invocación de esta causa de exoneración de la responsabilidad para otras operaciones que también se incluyen en la aplicación del derecho, pero que exceden los límites de la labor interpretativa.
Por ejemplo, ¿cabría alegar la “calificación razonable” de los hechos acaecidos como causa de exoneración de la responsabilidad? Si, en la célebre expresión de Engish, calificar no es más que un ir y venir de la mirada del jurista entre la norma y la realidad, debería admitirse que en toda labor calificadora hay también una cierta labor interpretativa, ¿no? Ahí dejo la duda.
Otra duda: ¿cabría alegar la “analogía razonable” —obviamente para normas distintas a las reguladoras del hecho imponible y de las exenciones e incentivos fiscales, en las que el recurso a la analogía está prohibido en nuestro ordenamiento tributario (art. 14 LGT)— como causa de exoneración de la responsabilidad? Si la finalidad pretendida en la norma que es objeto de aplicación analógica —su razón de ser— es fácilmente identificable y se cumplen todos y cada uno de los requisitos para el empleo del razonamiento analógico, ¿por qué no? De hecho, ¿el razonamiento analógico no se traduce en algo que suele llamarse “interpretación extensiva”? Dejo de nuevo apuntada la duda.
A esta servidora, reservar la causa de exoneración de la responsabilidad al fruto de una labor puramente interpretativa, entendida como atribución de significado al enunciado lingüístico de conformidad con las reglas semánticas y gramaticales aplicables, para excluir la posibilidad de invocarla ante una “calificación razonable” o ante una “interpretación analógica o extensiva razonable” no le parece —y disculpen el juego de palabras— que sea resultado de una interpretación razonable del artículo 179.2 d) de la Ley General Tributaria. Podrán decirme Uds. que esta interpretación que a mí me gustaría hacer del artículo 179. 2 d) de la Ley General Tributaria desborda en sí misma los límites de mi propio concepto de lo que es una labor puramente interpretativa, entendida como actividad de atribución de significado a un enunciado lingüístico, pero aquí tengo una confesión que hacer y que me va a servir para enlazar con mi segundo grupo de reflexiones de fin de curso escolar: yo estoy convencida de que los juristas no se conforman con atribuir significado a los enunciados lingüísticos en que consisten las normas jurídicas sino que tratan siempre también de darles sentido. De hecho, ¿no es eso lo que trata de hacer también los seres humanos no juristas?, ¿buscar sentido a lo que nos rodea? ¿No somos todos acaso hombres en busca de sentido, que diría Viktor Frankl?
En esa otra búsqueda —que se enmarca en la aplicación del derecho pero que desborda, quizá, los límites de una labor estrictamente interpretativa— me parece que excluir la aplicación de esta causa de exoneración de la responsabilidad cuando el obligado tributario actuó amparándose no tanto en una interpretación razonable de la norma en la que basó su autoliquidación, sino en una calificación razonable de los hechos, actos o negocios jurídicos a los que aquella tenía que aplicarse, o en una aplicación analógica razonable de la norma, carece de sentido en una norma que, al fin y al cabo, se enmarca en el juicio de culpabilidad previo a la imposición de una sanción.
A propósito de algunos tipos de antinomias: algunas reflexiones sobre la posible inaplicación de la norma por el aplicador del derecho
A. Una cuestión diferente a la puramente interpretativa es la de si, cuando el significado de una regla es indubitado, o cuando, siendo dudoso, ha sido ya objeto de aclaración, el intérprete puede tener opciones para aplicarla o no. Por ejemplo, cuando una ambulancia que ha recibido un aviso de que hay alguien en medio de un parque que necesita urgente atención médica se encuentra en la entrada de aquel con un cártel que pone “prohibida la entrada de vehículos a motor”. Dentro de la clasificación de las antinomias jurídicas que hace José Luis, quizá ese ejemplo podría insertarse —pero no me hagan mucho caso, que no estoy del todo segura— en la categoría de las antinomias que presentan una contradicción de valoración.
Cierto es que el juicio de si le cabe al intérprete desatender el mandato de las normas aplicables no es puramente interpretativo si entendemos por interpretación —como hemos entendido— la labor estricta de “atribución de significado” al enunciado lingüístico en que consiste la norma. Se puede enmarcar ese juicio, en cambio, en esa otra labor de búsqueda o atribución de sentido a las normas a la que antes aludía, pues eso es lo que se pretende cuando se pone en relación una norma con otras, o con otros derechos y principios. El caso es que, en nuestro mundo tributario, y a raíz de la revitalización de ciertos principios (proporcionalidad, buena administración, íntegra regularización) por nuestro Tribunal Supremo, esta cuestión ha recibido en los últimos años, y también en este curso escolar, una atención tan intensa como apasionada, aunque las pasiones que en la teoría general de derecho suscita el tema vienen de lejos.
En este tema existen básicamente dos corrientes. Expuestas de forma muy simplificada —y les ruego disculpen esa simplificación— está, por un lado, la de los que sostienen que al intérprete no le es dable atemperar o inaplicar el sentido literal de las normas y que un conflicto entre ese sentido literal de la norma y los valores o principios del sistema debe ser dilucidado, en sistemas jurídicos de “control concentrado”, por los órganos (Tribunal Constitucional, Tribunal de Justicia de la Unión Europea) a los que se les ha atribuido competencia específica para ello. Por otro lado, está la de aquellos que sostienen que ese atemperamiento forma parte de la propia aplicación del derecho.
La atención que ha recibido el tema es apasionada porque el debate es apasionante. Tuvimos también ocasión de comentar algo de esto el pasado 18 de junio en la comida —el placer que siguió al honor y la responsabilidad del acto académico de defensa de la tesis— que compartimos los miembros del tribunal —los profesores Pedro Manuel Herrera Molina y Ricardo García Manrique, además de esta servidora— con el nuevo y flamante doctor, su justamente orgullosa y simpatiquísima esposa, Marichu, y su también orgulloso director de tesis, mi querido José Andres Rozas.
En mi lectura de la tesis de José Luis creo que no ando desencaminada si lo adscribo a él al primer grupo, cuyo más firme defensor en nuestro ordenamiento jurídico es —diría yo— el profesor Juan Antonio García Amado. Léase, por ejemplo, su reciente (y muy apasionado) artículo Killing me softly with his song. O de cómo el Estado constitucional de Derecho muere por sobredosis de principios – Almacén de Derecho (almacendederecho.org). Yo diría —con todas las cautelas que merece toda generalización— que entre los funcionarios de la Administración tributaria predomina un sentir general reticente (o preocupado, quizá) a que los principios generales del derecho o los derechos fundamentales de los contribuyentes puedan llevar a inaplicar —o a matizar su sentido literal, si se quiere— una norma vigente sin la previa mediación del Tribunal Constitucional o del Tribunal de Justicia de la Unión Europea. Son reflejo de esa preocupación, me parece a mí, estos artículos de Marcos Álvarez Souso —Sanciones tributarias, principios de legalidad y de proporcionalidad. Comentario a las SSTS de 25 y 26 de julio de 2023 | (ief.es)— y de Ana Belén Prósper Almagro —El principio de proporcionalidad como cauce para anular infracciones tributarias por parte de los órganos jurisdiccionales: Análisis de las SSTS de 25 de julio, rec. núm. 5234/2021, y 26 de julio de 2023, rec. núm. 8620/2021 | Revista de Contabilidad y Tributación. CEF (udima.es)—.
El segundo grupo es el de los que creen que sí puede haber casos en los que los principios generales del derecho y los derechos individuales deban llevar al juez (y previamente a la Administración) a inaplicar una norma a un caso concreto. Creo que no me equivoco mucho si identifico al profesor Manuel Atienza como el más firme defensor de la relevancia de los principios y de su necesaria ponderación en la aplicación del derecho en nuestro ordenamiento, aunque nada he leído de él en este curso escolar. [Debe de prodigarse menos por las bitácoras que una, en el tiempo que tiene, visita]. En nuestro mundo tributario, yo diría —de nuevo con esa prevención que se debe utilizar en las generalizaciones— que entre los profesionales del asesoramiento jurídico existe un sentir general hacia esa revitalización de los principios. Ejemplos de lo anterior son estos artículos de Esaú Alarcón —Principios generales del derecho tributario – FiscalBlog— y de Joaquín Huelín —La jurisprudencia tributaria del Tribunal Supremo y los principios generales del derecho (politicafiscal.es)—.
En la academia ya no me atrevo a generalizar ni siquiera de forma precavida. Pero César García Novoa se sintió obligado a escribir: Defender lo obvio. Los principios generales también son Derecho Tributario. (politicafiscal.es).
B. A esta servidora la reticencia (o preocupación, si se quiere) administrativa para reconocer, por ejemplo, la vertiente aplicativa del principio de proporcionalidad en materia sancionadora, le resulta algo curiosa cuando en no pocas ocasiones son los órganos de la propia Administración tributaria los que hacen prevalecer algún principio general de derecho —me refiero ahora al principio general de prohibición de prácticas abusivas— sobre la literalidad de las normas. Tenemos un ejemplo reciente en la resolución del TEAC de 20 de marzo de 2024 (RG 07921/2020). Y la pregunta —muy pertinente y muy legítima— que debería hacerme cualquier lector que crea saber de qué pie cojea una —hacia qué grupo se inclina su corazoncito— es la siguiente: ¿y no es llamativo que a ti, Marín, te parezca mal esa prevalencia del principio general de prohibición de las prácticas abusivas que hace el TEAC sobre la literalidad de las normas cuando sí te parece bien —que ya nos vamos conociendo todos— la prevalencia de otros principios o de otros derechos en situaciones en las que tal prevalencia resulta beneficiosa para el contribuyente?
Para responder a esa legítima y muy pertinente pregunta me parece que debo hacer antes una profesión de fe. Ahí va:
- Creo que el Derecho tributario es un derecho de injerencia que forma parte del Derecho administrativo.
- Creo que, como derecho de injerencia que es, los destinatarios de las normas deben conocer con certeza y antelación las obligaciones que se les imponen para que puedan darle adecuado cumplimiento; creo también que esta exigencia introduce límites a la posibilidad de que esas obligaciones que se imponen a los obligados tributarios (el mandato de las normas cuando su sentido deóntico es de obligación) se basen en meros principios, y no en el significado que se deduce del enunciado lingüístico de una norma escrita. [En esto, fíjense, creo que podría autoadscribirme al grupo de García Amado; de hecho, he de decir que sus ideas me inspiraron mucho en algunas partes de mi propia tesis.]
- Creo que, como parcela del Derecho administrativo que es, una de las principales razones de ser del Derecho tributario es la de establecer límites al ejercicio por la Administración de las exorbitantes prerrogativas que se le han concedido para el eficaz (y eficiente) cumplimiento de los altos intereses generales que se le encomiendan.
- Creo que el primer y elemental límite al ejercicio por la Administración de esas prerrogativas es la ley, y que sin ley la Administración carece de cauce para desarrollar su actuación. Me gustaría creer que ese límite contenido en la ley es expresión de una voluntad verdaderamente democrática, que es expresión verdadera de la voluntad conjunta de nuestros representantes democráticamente elegidos, como creo que parecen creer, con fe y pasión genuinas, todos los que sienten reticencias a que una ley aprobada en Cortes pueda quedar derrotada ante un principio de prevalencia declarada por el poder judicial, sin intervención de los órganos que tienen expresamente atribuida esa competencia. Me temo que en este punto —lo de que la ley sea expresión de la verdadera voluntad de nuestros representantes democráticamente elegidos— perdí mi fe hace ya un tiempo, quizá porque mi concepto de lo que es una voluntad verdaderamente democrática, para que pueda tener alguna mínima eficacia en el desempeño de su función limitadora del actuar administrativo, es demasiado exigente para los tiempos que corren, quizá porque me dedico a lo tributario y sé que el origen de algunas normas que nos imponen obligaciones a los particulares (me refiero ahora a las que tienen origen en la OCDE/G-20 y su Marco Inclusivo) nada tienen que ver con nuestros representantes democráticamente elegidos. Creo que mi fe no es la única que se ha visto afectada por este último factor; Daniel Gómez-Olano en este trabajo —La tributación global mínima y la crisis del parlamentarismo democrático (elnotario.es)— también da señales de su agnosticismo en esta cuestión.
- Creo en todo caso que la ley, el principio mayoritario que subyace en ella, es insuficiente para limitar el ejercicio del poder y que por ello hay límites externos y previos a la propia ley, aunque vengan también en ella consagrados y reconocidos: los principios en los que debe inspirarse y los derechos individuales de las personas que se ven afectadas por ella.
- Creo que en esos límites externos y previos a la propia ley, pero reconocidos y consagrados por ella, se encuentra la verdadera fortaleza de la democracia entendida al modo churchilliano como aquel sistema político en que si alguien llama a tu puerta de madrugada, puedes tener la tranquilidad de que será el lechero. A mí —la verdad— no me deja nada tranquila una democracia donde la voluntad mayoritaria de los ciudadanos, sea del signo que sea, haya de prevalecer sobre esos derechos por el mero hecho de ser mayoritaria; no me deja nada tranquila una democracia en la que se sientan las bases para el abuso de la mayoría sobre la minoría.
Fin de mi profesión de fe jurídico-tributaria. Todo lo naïf que Uds. quieran. Mía es.
Tras ella, entenderán Uds. que me resulte llamativa la apelación a un principio general de prohibición de prácticas abusivas, en un ordenamiento que ya tiene establecidas normas y procedimientos para reaccionar contra las prácticas de ese tipo, para configurar un requisito que no viene en la ley (el del beneficiario efectivo), no en un indicio a ponderar (entre otros muchos) en el juicio sobre si esa práctica abusiva ha existido —que eso me parecería muy bien—, sino en el hecho determinante por sí solo del abuso. Dicho esto, y para que puedan entender mis palabras como quiero que me entiendan: a mí no me parece mal el principio general de prohibición de prácticas abusivas para la corrección del abuso si se aplica con el rigor y la metodología que impone la jurisprudencia del TJUE. De hecho, dada la porosidad (la textura abierta) que se viene atribuyendo a los conceptos que integran el presupuesto de las normas generales antiabuso que existen en nuestro ordenamiento, cada vez estoy más convencida de que el análisis del elemento objetivo del abuso al que se refiere esa jurisprudencia —y que exige identificar y analizar la norma de la que supuestamente se abusa— proporcionaría la clave para posibilitar una corrección del abuso compatible con la seguridad jurídica. Pero había dicho que sobre esto hablaba a la vuelta de verano, así que vuelvo ahora a lo de la inaplicación de la ley.
C. Vuelvo ahora, concretamente, a algunas situaciones en las que es el propio ordenamiento jurídico el que permite, o incluso impone, a los propios órganos de aplicación del derecho (también al poder judicial) la inaplicación de la ley por su oposición a un principio o derecho sin necesidad de plantear una cuestión de constitucionalidad al Tribunal Constitucional o a elevar al Tribunal de Justicia una prejudicial.
a) La primera situación se plantea cuando el juicio ponderativo del principio, o su valoración en una aplicación de la norma que pueda ir más allá de su sentido literal, viene impuesto por la propia ley. Voy a poner el ejemplo en el que estoy pensando para que Uds. puedan entender mis palabras como quiero que me entiendan.
El artículo 29.3 de la Ley 40/2015 dispone que “en la determinación normativa del régimen sancionador, así como en la imposición de sanciones por las Administraciones Públicas se deberá observar la debida idoneidad y necesidad de la sanción a imponer y su adecuación a la gravedad del hecho constitutivo de la infracción”. En virtud de lo que dice el artículo 178 de la LGT, ese precepto debería ser de aplicación directa al ámbito sancionador, pues ninguna especialidad establece la LGT sobre el principio de proporcionalidad. Mis dudas existenciales: ¿Por qué en la atribución de significado a este enunciado lingüístico del artículo 29.3 de la Ley 40/2015 se hace como si el inciso resaltado en cursiva no existiera?; esto es: ¿por qué se rechaza la vertiente aplicativa del principio de proporcionalidad en materia sancionadora? ¿No se considera acaso que esta norma —artículo 29.3 de la Ley 40/2015— sea también fruto de una voluntad democrática?
b) La segunda situación se plantea como consecuencia de la primacía del derecho de la Unión Europea cuando la aplicación de una ley nacional a un caso concreto resulta contraria a la jurisprudencia reiterada del Tribunal de Justicia sobre un principio general del derecho de la Unión. Pongo el ejemplo en el que estoy pensando para que se entiendan mis palabras como quiero que se me entienda.
En materia sancionadora y en el ámbito del IVA, es afirmación reiterada del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (Ainārs Rēdlihs, apdo. 46; Tibor Farkas, apdo. 60, o Grupa Warzywna, apdo. 27) que “las sanciones no deben ir más allá de lo necesario para alcanzar dichos objetivos” siendo dichos objetivos el de garantizar la correcta recaudación del IVA y prevenir el abuso y el fraude. Expresada esta conclusión de otro modo podríamos decir que existe ya una jurisprudencia reiterada del Tribunal de Justicia en virtud de la cual una sanción en materia del IVA va más allá de lo necesario, infringiendo el principio de proporcionalidad, cuando el incumplimiento que se sanciona (i) no ha dado lugar a un menor ingreso en la Administración tributaria y (ii) no se enmarca en situaciones abusivas o fraudulentas sino de mera discrepancia o error interpretativo.
Sobre la base de esa declaración de principios, el Tribunal de Justicia concluyó (Tibor Farkas, apdo. 67) que el principio de proporcionalidad es contrario a que “las autoridades tributarias nacionales impongan a un sujeto pasivo que ha adquirido un bien a cuya entrega le es aplicable el régimen de inversión del sujeto pasivo una sanción del 50 % del importe del impuesto sobre el valor añadido que está obligado a pagar a la Administración tributaria, aun cuando esta última no ha sufrido una pérdida de ingresos fiscales y no existen indicios de fraude fiscal, extremo que corresponde verificar al órgano jurisdiccional remitente”. También concluyó (Grupa Warzywna, apdo. 27) que “una normativa nacional que impone a un sujeto pasivo que ha calificado erróneamente una operación exenta de IVA de operación sujeta a ese impuesto una sanción correspondiente al 20 % del importe de la sobrevaloración del importe de la devolución de IVA indebidamente reclamada, en la medida en que dicha sanción se aplica indistintamente a una situación en que la irregularidad resulta de un error de apreciación cometido por las partes de la operación respecto a la sujeción al impuesto de esta, que se caracteriza por la inexistencia de indicios de fraude y de pérdida de ingresos para la Hacienda Pública, y a una situación en la que no concurren tales circunstancias”.
En aplicación de esta jurisprudencia, el Tribunal Supremo (SSTS de 25.7.2023 y 26.7.2023) consideró que debían inaplicarse los artículos 170.Dos.4º y 171.Dos.4º de la Ley del IVA, en cuanto establecen una sanción del 10 % de la cuota correspondiente a las operaciones no consignadas en la autoliquidación de las que sea sujeto pasivo el destinatario de las operaciones. En mi opinión, la misma jurisprudencia del Tribunal de Justicia obligaría a inaplicar también los artículos 191, 193, 194 o 195 de la LGT no, obviamente, siempre y en todo lugar, pero sí cuando se emplean para sancionar regularizaciones en materia de IVA en las que no hubo pérdida de ingresos para la Administración tributaria (v. gr. porque la infracción impuesta trae causa de unas cuotas indebidamente repercutidas que fueron ingresadas por el proveedor del bien servicio en Hacienda) y en las que se reconoció la inexistencia de fraude o abuso de los obligados tributarios regularizados. No se trata aquí de invalidar estos preceptos, sino de dotar de virtualidad a la interpretación que ya ha hecho la jurisprudencia europea sobre el principio de proporcionalidad en materia sancionadora cuando su aplicación “iría más allá de lo necesario” para garantizar la correcta recaudación del IVA y prevenir situaciones abusivas o fraudulentas.
c) La tercera situación se produce cuando la aplicación de una norma a un caso concreto vulnera derechos internacional o constitucionalmente protegidos y esa vulneración no puede atribuirse a un problema de invalidez o inconstitucionalidad de la norma aplicada, sino a las circunstancias concretas en las que se produce esa aplicación.
Sucede a veces que la vulneración de un derecho individual no es fruto de la incorrecta o insuficiente formulación legislativa para el caso genérico, sino de las circunstancias de tiempo y lugar que delimitan la aplicación de esa norma al caso individual. El acto de aplicación del derecho en esas circunstancias, si vulnera un derecho individual, sigue incurriendo en una causa de nulidad de pleno derecho (art. 47.1 a) Ley 39/2015; art. 217.1 a) LGT) o de anulabilidad (art. 48.1 Ley 39/2015), aunque no pueda achacarse a la norma aplicada ningún vicio de invalidez. Pongo el ejemplo en el que estoy pensando para que puedan entender mis palabras como quiero que me entiendan.
El Tribunal Europeo de Derechos Humanos declaró en el caso Gil Sanjuan que había habido una vulneración del derecho a un proceso equitativo por la inadmisión de un recurso por aplicación de un criterio interpretativo de origen jurisprudencial que exigió para la interposición de un recurso un requisito que no estaba previsto en el momento en que se había recurrido. En Domenech Arandilla y Rodríguez González y Valverde Digo declaró que había habido una vulneración del derecho de propiedad por aplicar, con efectos retroactivos ilimitados, requisitos establecidos vía interpretativa por el Tribunal Constitucional en el acceso a la pensión por viudedad. La vulneración que en un derecho individual puede ocasionar —no digo que siempre lo haga— la aplicación retrospectiva (si calificarla de retroactiva resulta que no es procedente) de una determinada interpretación de la norma es una vulneración que hace que el acto aplicativo de esa norma pueda incurrir en vicios de nulidad o anulabilidad, sin que incurra en vicio de inconstitucionalidad la norma aplicada. Para que haya Derecho —así, con mayúsculas— en este tipo de situaciones, es imprescindible dejar a los jueces y tribunales margen para inaplicar la ley al caso individual, sobre todo cuando el derecho individual potencialmente vulnerado, aun reconocido constitucionalmente, no es susceptible de amparo constitucional; esto es, cuando no es el derecho a la igualdad del artículo 14 de la Constitución ni ninguno de los proclamados en la Sección Primera del Capítulo Segundo de su Título I, pues en esos otros casos (como sucede, por ejemplo, con el derecho de propiedad) la inaplicación de la ley al caso concreto es el único cauce que tienen los administrados para evitar que la vulneración de ese derecho pueda consumarse en nuestro ordenamiento jurídico, dando con ello origen (también) a un incumplimiento de las obligaciones internacionales contraídas por España.
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Con esto, termino ya el curso escolar. Aquellos de Uds. que hayan tenido la paciencia de acompañarme hasta aquí en la lectura de estas líneas, ya pueden respirar tranquilos.
Creo que, después del rollo que les he soltado, convendrán conmigo en que necesito urgentemente unas vacaciones, preferiblemente para confinarme en una “zona de interés” distinta a la de mi mundo tributario, en la que, no habiendo escrito ni dicho nada, pueda una concentrarse, para no olvidar, para dejar cicatrices en su memoria, en lo que otros dijeron y escribieron.
Espero que Uds. también puedan disfrutar de un tiempo que les permita reponer fuerzas y dejarles en la memoria las cicatrices de muchos buenos recuerdos.
Les deseo un muy feliz y reparador verano a todos.
¡Me encantan tus artículos! Son una maravillosa mezcla de lenguaje literario y jurídico; amen de su gran rigor técnico.
¡Felices vacaciones!
Francisco Paredes.
Muchas gracias, Francisco.
Me alegro de que le guste leerlos; yo me lo paso pipa escribiéndolos, esa es la (algo patética, lo reconozco) verdad… 😉
Muy felices vacaciones también para ti.
Excelente artículo, Gloria. Suscribo plenamente su contenido y te felicito por tu claridad y calidad literaria. Muchas gracias por compartirlo.
¡Muchas gracias, Pedro!