Se llamaba Marc, y poco más sé de él. Se llamaba Marc, porque así se denominaba a sí mismo en la grabación enlatada que todavía hace poco se escuchaba en su teléfono móvil. No sé el motivo, pero soy plenamente consciente de que no olvidaré esa voz en el resto de mis días. Una voz alegre, aunque siempre algo agobiada. Puede que falsamente agobiada. Puede que fuera su personalidad. Quién lo sabe.
Tenía un restaurante, que no recuerdo quién me recomendó, en el pueblo de Les. Un restaurante pequeño, recoleto, con una gran terraza exterior. El público era, predominantemente, francés. Franceses que buscan la calidad a buen precio. Su menú, a un precio razonable, aunque no barato, era muy atrayente: la carne, de ternera, de cordero o de pato, a la brasa, le daban un toque especial, regado de sal del himalaya y con un alioli extraordinario.
Pero la comida era una parte ínfima del encanto del local. Puede decirse que él, desde la distancia y respetando el disfrute de los comensales, era el conductor que hacía que volvieras, viaje tras viaje, a parar allí. No había estancia vacacional en el valle que no fuera a saludarle. Con Cristina, con Yago. Daba igual. Él siempre estaba allí, dejándote en paz mientras te ofrecía la mejor de las sonrisas.
Su uno noventa de altura, su movilidad desgarbada y su cara, enrojecida, de niño malo, con un pelo algo rizado, tenía siempre un instante de atención hacia ti. No hacía falta nada más. Y él lo sabía. Sabía que Marc tenía pareja, a la que no llamaba mujer, y una niña de edad similar a mi hijo.
Qué egoístas somos sufriendo por las banalidades, pasadas o futuras, de nuestros hijos. Eso pienso ahora, mientras miro al Montcorbison pensando en Marc. ¿Tendrán tanta trascendencia las dificultades futuras que puedan tener nuestros retoños, si las comparamos con la de esa pequeña en la actualidad?
Se llamaba Marc. Eso es seguro, porque cuando este verano no me cogió el teléfono y dejaba un mensaje, oía antes su voz metálica, hablando en primera persona en un castellano con acento de Lérida. El mismo sonido que cuando estaba vivo.
Fue el segundo o tercer intento de conseguir una mesa lo que nos alertó. Lejos de ceder en nuestro empeño, decidimos ir en persona . Empezar el entrenamiento matutino allí y, una vez acabado y si había sitio, comer en su rinconcito de Les.
A punto estuvimos de volver con el rabo entre las piernas y pensando que Marc había cedido el testigo, como barero, a la chica que nos atendió, no muy amablemente. Diría que algo perturbada. Previamente y ante la ausencia de respuesta telefónica, había estado mirando las últimas críticas al restaurante que aparecían en internet y las respuestas de esa mujer desbordada confirmaron que el local de Marc había decaído en los últimos meses.
Todos prejuzgamos. Y, si no llega a ser por la cordialidad con la que pronuncié su nombre, hoy pensaría que Marc seguía en su casa, rascándose la barriga mientras otros gestionaban nefastamente su local, hasta el punto de no coger el teléfono a los clientes habituales.
Sin embargo, mi familiaridad hizo que la chica que nos atendió bajara la guardia y, tras una conversación oscura y titubeante, ya en la calle, viniera tras nosotros para transmitirnos el fatal mensaje: Marc había fallecido hacía muy poco, después de un fulminante cáncer que le habían detectado meses atrás. Ella era su pareja, y madre de su hija, y no sabía ni por dónde empezar a solucionar las diversas obligaciones que Marc había dejado. Todo había sido demasiado rápido y no le había dado tiempo -o, quién sabe, quizás no quiso- solucionar sus problemas. Marc tenía, como máximo, mi edad. Entre 40 y 45 años.
Llenos de zozobra, intentando consolarla, dejamos un papel con nuestros datos por si necesitaba asesoramiento de algún tipo. No tuvimos fuerzas de volver a comer el día que reservamos mesa y, ella, tampoco nos llamó para consultarnos nada. Su vida seguirá, como la de todos, esforzada en tirar hacia delante con las armas de que disponga. Sin él.
Rápidamente me di cuenta de que Marc me había ocultado su enfermedad. En Semana Santa había ido a su esquinita a comer con Yago, un fin de semana cualquiera, y tuve tiempo de hablar más rato de lo habitual con él. No había puente, ni vacaciones, ni apenas franceses esos días. Yago se comió un menú entero para él, como una persona mayor. El mismo menú que yo. Lo recuerdo perfectamente. Y Marc me habló de qué había supuesto la pandemia para el restaurante. No se le veía afectado, ni lloraba a lágrima viva, ni por sus tumores ni por la situación económica que debió lastrarle el negocio a consecuencia del coronavirus. Era, ahora lo recuerdo, una imagen demasiado estoica para un restaurador catalán, con lo que han sufrido los pobres las restricciones decretadas por el gobierno autonómico. Pensé que debía ser un vitalista nato. O un nihilista, quién sabe. Nada más lejos de la realidad: jugaba ya en una liga en la que no hay espacio para el mundanal ruido que invade al mediocre y vulgar ser humano. Acostumbrándose a pasar los últimos días entre nosotros sin dejar de trabajar. Qué duro.
Pasamos días pensando en él, pero el verano continuó tanto en el valle como lejos de él y, por ese afán de superación -¿o será de miseria?- que habita en el hombre, pronto acabamos olvidándolo. Como de esos niños famélicos que, periódicamente, invaden la televisión para que aportemos algo de dinero a causas sociales. Esos chantajes que nos hacemos para reconciliarnos con nosotros mismos.
Sin embargo, al volver a mi casa del valle de Arán, es imposible olvidarme de Marc. Suelo otear por el ventanal del salón, con la mirada puesta en la cumbre del Montcorbison. Y, ahora, siempre aparece él en mi mente. Siempre lo hago para reflexionar y ver la maravilla de mil colores que tengo delante, recordándome que no soy más que un vil ser pluricelular con problemas vulgares y resolubles. Esa visión, con el camino hacia el puerto de Viella a su izquierda, me inspira, me relaja. Y sigue haciéndolo a día de hoy, con el añadido de que ahora mi mente activa en ese instante la imagen de Marc en mi memoria. No es una aparición, no. Es un recuerdo, parece que imborrable, de esa persona que apenas conocía y que puede que hoy, día de Todos los Santos, reciba la visita de los que más le han querido.
Desde entonces, pienso en escribir estas líneas. Desde septiembre a esta parte, no hay día en el valle que no piense en ello. No para olvidarlo, pues sé que perdurará su recuerdo. Como desahogo personal. Como muestra de lo paradójica que es la vida. Personas que han llenado tanto tiempo de nuestras vidas y que, cuando se alejan, ya no significan nada. Y otras, en cambio, que apenas conocíamos y que, en cambio, parece que vayas a conservar en tu memoria in aeternum.
Se llamaba Marc. Y vive oculto entre los pinos que aparecen en mi imagen de esa montaña que tengo delante ahora mismo. Dispuesto a recordarme que solo tenemos una vida y que, por mucho que nos encumbremos, o por mucho que suframos nuestras desgracias, solo somos un organismo más, de los miles de millones que nos rodean.
Agradecido al resto de autores de este espacio por permitirme este desahogo, esta vez, no tributario.
Bonito homenaje.
Mil gracias, Daniel
Me alegra saber que también eres miembro de este «club». Permanente pensamiento que se incrementa en frecuencia e intensidad a medida que cumplimos, incluso sin tener a la vista hermosos paisajes, los dibujamos en nuestra mente casi siempre en la soledad de un pensamiento. Y lo dejo para no ponerme más cursi.
Gracias Esaú!!!!
Mil gracias, Ramón. El club de los vitalistas apesadumbrados. Un abrazo
Genial. Graciasssss por compartirlo
Gracias a vosotros por leerlo
Que delicadeza de palabras para demostrar que la vida hay que disfrutarla y tomársela como se debe. Práctico, sutil, enérgico y revitalizante como su autor. Grande Esaú
Muchas gracias, Arnald. Palabras las tuyas de buen amigo. Un abrazo
Sensibilidad a flor de piel. A veces es muy duro pararte a pensar. Muchas Gracias
Muchísimas gracias, Antonio