Ahora, cuando escribo, es lunes 31 de enero de 2022. A mi feed de LinkedIn llega una lista de Spotify, bautizada como Blue Monday, que comparte un “amigo” reciente en esta red social. El nuevo amigo explica que, en su origen, Blue Monday aludía al sentimiento generado por la vuelta al trabajo tras el único día de descanso (el dominical) que por entonces se admitía. En inglés, ese sentimiento se identifica con el color azul. En español, responde más a la tristeza o melancolía propias de un día gris. Sea como fuere, me gusta ese hallazgo en mi feed y pulso el icono con el pulgar hacia arriba. En mi fuero interno, no obstante, no puedo evitar pensar que a este lunes que es hoy, cuando escribo, el azul inglés / gris español, no le va nada bien, que nada hay hoy que pueda causar en mi ánimo melancolía o tristeza alguna.., más allá —claro— de la certeza de saber que una semana como la pasada, con su cadencia de momentos estelares, difícilmente podrá repetirse.
21 es el número mágico que marcó el inicio de esa semana, pues 21 es el número del artículo de la vigente Ley del Impuesto sobre Sociedades a cuyo estudio mi querido Diego Arribas, bajo la dirección de mi también querido José Manuel Almudí, ha dedicado una determinación, un empeño, una fe y unas ganas que, juntas todas ellas, han dado lugar a una magnífica tesis doctoral justamente reconocida ese lunes bendito con la máxima calificación académica. Los amigos, compañeros y familiares que tuvimos el privilegio de acompañar a Diego en el trecho final de su largo camino vivimos un momento de emoción y alegría. Bravo, Diego, bravo.
720 es el número mágico que identificará para siempre ese jueves bendito —en medio justo, como todos los jueves, de esa bendita semana— en el que el TJUE eliminó para siempre los elementos que hacían de ese número —el 720— una verdadera maldición. Y justo es reconocer, y así ha sido reconocido, la determinación, el empeño, la fe y las enormes ganas que nuestros queridos Esaú Alarcón y Alejandro del Campo pusieron en su objetivo de acabar, en beneficio de todos, con esos aspectos malditos de la declaración asociada a ese número. Quienes desde la barrera hemos seguido sus lances y pases en el ruedo hasta la suerte suprema final, agitamos llenos de gratitud —¡y a dos manos!— nuestros pañuelos blancos, en una ovación cerrada que, a modo de cum laude vital, y en reconocimiento de su buen hacer en la lucha por el Derecho —esto es, en la lucha por todos y cada uno de nosotros—, les otorga por unanimidad la profesión en su conjunto. Bravo, bravísimos, bravo.
Y 21 es también el número mágico que marcó el fin de esa semana sublime, pues 21 es el número de Grand Slam que ese extraterrestre que tenemos de compatriota, nuestro queridísimo Rafa Nadal, atesora ya, tras conseguir en el que hoy, cuando escribo, era ayer domingo el trofeo que lo corona como mejor tenista de todos los tiempos… aunque ejemplo de determinación, empeño, fe y ganas, y orgullo de todos nosotros, ya lo era desde antes y eran títulos estos (ejemplo y orgullo de todos) que no estaban en juego el domingo. Una ovación cerrada se lleva también por las muchas alegrías que nos depara. Bravo, Rafa, bravo.
Así que ahora, cuando escribo, no puedo sino deleitarme en las bellas proporciones que han dejado los momentos estelares de la semana pasada. Y deleitarme, sobre todo, porque el momento estelar de mitad de semana, el que más nos toca a los que nos dedicamos a esto de los impuestos, es todo él un recordatorio a la necesidad de tener en cuenta esas proporciones en el ordenamiento jurídico, de tener presente el principio de proporcionalidad… que ya saben Uds. que era mi petición triple a los Reyes Magos Tributarios en mi carta del pasado año, y no tengo que decir en prueba de mi felicidad.
Recordemos así que en la sentencia que se hizo pública el pasado jueves, el TJUE declara que España ha incumplido las obligaciones que le incumben en relación con la libre circulación de capitales (arts. 63.1 TFUE y 40 EEE), al asociar al incumplimiento o cumplimiento tardío o defectuoso de la obligación informativa sobre los bienes y derechos situados en el extranjero varias consecuencias desproporcionadas, a saber: (i) la tributación del valor de los activos que debieron ser objeto de declaración como «ganancias patrimoniales no justificadas» sin posibilidad de ampararse en la prescripción; (ii) la imposición de una multa proporcional del 150 % del impuesto calculado sobre las cantidades correspondientes al valor de dichos bienes o derechos; y, (iii) la imposición de multas de cuantía fija cuyo importe no guarda proporción alguna con las sanciones previstas para infracciones similares en un contexto puramente nacional y cuyo importe total no está limitado. Ha sido el principio de proporcionalidad, por tanto, el que se ha llevado por delante los aspectos malditos del 720. Y como es un principio al que le tengo especial cariño, y es el causante de mi estado de ánimo nada blue, ni gris, en este ahora en el que escribo, pues voy a dedicarle unas cuantas líneas, a modo de homenaje, para ver si se prende la mecha de su aplicación y es causa de nuevas alegrías en el futuro.
Empecemos por recordar lo básico. Que el principio de proporcionalidad surge para establecer un límite a la actuación administrativa cuando en el desarrollo de sus potestades la Administración injiere en la esfera de los administrados, imponiendo límites y restricciones a sus derechos y libertades. Que tiene su razón de ser, por tanto, en la necesidad de establecer una corrección al exceso del poder, a su ejercicio sin medida, pues ese exceso puede hacer que una actuación inicialmente legítima, por estar encaminada al cumplimiento de un fin necesario, bueno y loable, pase a ser arbitraria y por ende indebida, por su excesiva onerosidad respecto de otros bienes jurídicos protegidos. Que, en su formulación más extendida, el principio de proporcionalidad exige un análisis entre los objetivos de una determinada medida y los medios empleados para alcanzarla desde un triple juicio: (i) el de si los medios son objetivamente apropiados para alcanzar esos objetivos; esto es, si son útiles para alcanzar su fin (juicio de adecuación o idoneidad); (ii) el de si los medios son estrictamente indispensables, si no hay alternativas menos gravosas para satisfacer esos mismos objetivos (juicio de necesidad o de indispensabilidad); (iii) el de si existe un equilibrio entre las ventajas y perjuicios que se generan (juicio de proporcionalidad en sentido estricto). Y, finalmente, que en nuestro ordenamiento jurídico se recoge expresamente como uno de los principios que debe regir la materia sancionadora (arts. 178.2 LGT, 29 LRJSP) y, en general, toda la actuación administrativa (arts. 4.1 LRJSP; 3.2 LGT), si bien no tiene reconocimiento autónomo en la Constitución y no constituye, por tanto, un canon de constitucionalidad cuya vulneración pueda ser denunciada al margen de la de otros principios constitucionales. Por eso nuestro Tribunal Constitucional ha dejado dicho (STC 55/1996, FJ 3.º) que “si se aduce la existencia de desproporción, debe alegarse primero y enjuiciarse después en qué medida esta afecta al contenido de los preceptos constitucionales invocados y solo cuando la vulneración suponga vulneración de estos preceptos cabrá declarar la inconstitucionalidad”.
Sobre el contenido del principio de proporcionalidad resulta clarificador el artículo 4.1 de la LRJSP:
Las Administraciones Públicas que, en el ejercicio de sus respectivas competencias, establezcan medidas que limiten el ejercicio de derechos individuales o colectivos o exijan el cumplimiento de requisitos para el desarrollo de una actividad, deberán aplicar el principio de proporcionalidad y elegir la medida menos restrictiva, motivar su necesidad para la protección del interés público así como justificar su adecuación para lograr los fines que se persiguen, sin que en ningún caso se produzcan diferencias de trato discriminatorias. Asimismo deberán evaluar periódicamente los efectos y resultados obtenidos.
Pues bien, aunque un análisis sistemático del principio de proporcionalidad puede abordarse desde perspectivas o ángulos muy diferentes, en estas líneas quiero apuntar tan solo su posible incidencia en figuras tributarias con las que nos encontramos todos los días.
- Las sanciones tributarias
El principio de proporcionalidad se proyecta, sin duda alguna, sobre el derecho sancionador. De hecho, el principio surge históricamente para limitar el ius puniendi de los poderes públicos. Como en esta materia la injerencia del poder público se produce (normalmente) en las esferas de libertad y de propiedad de los administrados, a través del principio de proporcionalidad debería enjuiciarse si los fines disuasorios o represivos que se buscan con la pena/sanción suponen una intromisión ilegítima, por desproporcionada, en estos derechos individuales. Cuando el ius puniendi lo ejercita la Administración, ese derecho será normalmente el de propiedad y habrá de traerse a colación, para su interpretación, la jurisprudencia del TEDH sobre el artículo 1 del Protocolo n.º 1 al CEDH en la que se subraya, también a efectos sancionadores (SSTEDH de 9.7.2009, Moon c. Francia, de 26.2.2009, Grifhorst c. Francia, de 11.1.2007, Mamidakis c. Grecia, de 9.10.2018, Gyrlyan c. Rusia y de 31.1.2017, Boljevic c. Croacia), la necesidad de ponderar, para alcanzar un justo equilibrio, la gravedad de la falta, las exigencias del interés general y de la protección de los derechos fundamentales. Luego examinaremos con un poco de más detalle esa jurisprudencia.
El principio de proporcionalidad en este ámbito del derecho sancionador tiene una vertiente normativa, dirigida al legislador, y una vertiente aplicativa, dirigida a la Administración. Ambas están reconocidas en el artículo 29 de la LRJSP cuando exige, en su apartado tercero, que las administraciones públicas observen tanto la “debida idoneidad y necesidad de la sanción a imponer” como su “adecuación a la gravedad del hecho constitutivo de la infracción” no solo en la determinación normativa del régimen sancionador (vertiente legislativa del principio) sino también en la imposición de sanciones (vertiente aplicativa).
En cuanto a la vertiente aplicativa del principio, con la entrada en vigor de la LGT, se afirmó (STS de 11.12.2014, rec. n.º 2742/2013, FD quinto D a) que el margen de maniobra que el principio de proporcionalidad reconocía a los Tribunales como mecanismo de control del ejercicio de la potestad sancionadora de la Administración había quedado anulado por el legislador pues “en la medida en que la LGT de 2003 (ha establecido para cada conducta ilícita una sanción específica, concreta, determinada» no ha dejado «a la hora de imponer la sanción, como hacía la anterior LGT de 1963, margen alguno para la apreciación del órgano competente para sancionar»”.
Personalmente, me cuesta mucho cohonestar esa afirmación con las conclusiones que se desprenden de las reglas establecidas en el artículo 29 de la LRSP, que deberían, por la remisión que el artículo 178.1 de la LGT realiza a los principios que rigen la materia sancionadora en el derecho administrativo general, estar siempre presentes en cualquier acuerdo administrativo de imposición de sanción. Y esas reglas exigen a la Administración (no solo al legislador) valorar la idoneidad y necesidad de la sanción a imponer, y su adecuación a la gravedad del hecho constitutivo de la sanción en atención a una serie de criterios: el grado de culpabilidad o la existencia de intencionalidad; la continuidad o persistencia en la conducta infractora; la naturaleza de los perjuicios causados; o la reincidencia, por comisión en el término de un año de más de una infracción de la misma naturaleza. Estos criterios deberían ponderarse en la motivación de los actos administrativos de imposición de sanción, sea para confirmar si, a la luz de esas circunstancias, procede (o no) la imposición de sanción, sea para excluir (o no) la aplicación de algunas de las otras reglas que, para dar cumplimiento a este principio de proporcionalidad, también se hallan en el artículo 29 de la LRSP: la posibilidad de imponer la sanción en el grado inferior (apartado cuarto) o la imposición de la sanción correspondiente a la infracción más grave, que absorbe a la menos, cuando de la comisión de una infracción derive necesariamente la comisión de otras (apartado quinto).
En cuanto a su vertiente normativa, su vulneración puede ser enjuiciada a la luz de otros derechos, libertades o principios proclamados por la Constitución o por el TFUE. En el caso del régimen sancionador asociado al incumplimiento o cumplimiento tardío o defectuoso del modelo 720, ese principio era la libertad de circulación de capitales y su control ha correspondido al TJUE. Pero en otras sanciones tributarias donde no hay restricción alguna a las libertades fundamentales del TFUE, el control corresponde al Tribunal Constitucional. En este sentido se ha señalado (STC 53/1985, FJ 9º) que el legislador “ha de tener siempre presente la razonable exigibilidad de una conducta y la proporcionalidad de la pena en caso de incumplimiento” y que esta exigencia al legislador no está exenta de control constitucional, si bien se le reconoce un amplio margen de actuación (SSTC 62/1982, 11/1981, 332/1994). Por ese amplio margen reconocido al legislador, sobre todo respecto de los juicios de necesidad y de proporcionalidad en sentido estricto, el control de la vertiente normativa del principio de proporcionalidad que el Tribunal Constitucional se reserva parece estar limitado a constatar la “no concurrencia de un desequilibrio patente y excesivo o irrazonable entre la sanción y la finalidad de la norma” (STC 55/1996, FJ 8.º). Este desequilibrio podría producirse si el análisis comparativo con otras opciones del legislador refleja cierta arbitrariedad por establecerse sanciones mucho más graves para comportamientos que guardan un grado relevante de semejanza con otros tratados de forma menos severa.
Este es uno de los elementos que el reciente Auto de la Sala Tercera del Tribunal Supremo de 25 de febrero de 2021(rec.1481/2019) —en el que se plantea cuestión de inconstitucionalidad sobre el artículo 203.6.b) 1º de LGT por su eventual oposición a los artículos 25.1, en relación con los artículos 1.1 y 9.3, de la Constitución— identifica certeramente como elemento para apreciar la vulneración del principio de proporcionalidad. Afirma así que:
“La proporcionalidad también puede sopesarse, desde otra perspectiva que también reclama nuestro interés, teniendo en cuenta la sistemática o estructura interna de la propia ley en que la norma o concreto precepto se inserta, campo en que es más fácil, o más objetivo, encontrar casos de posible incongruencia, disparidad inexplicable o eventual exceso punitivo, lo que se podrá dar cuando a conductas semejantes o con muy ligeras variaciones entre ellas se le atribuyen sanciones significativamente dispares, que no obedezcan a una concreta y justificada razón (en tal sentido, la anterior cita de la STC 55/1996)”.
En efecto, el Tribunal Constitucional (STC 55/1996, FJ 8) considera que el control constitucional del principio de proporcionalidad debe atender en su caso a la concreción efectuada por el legislador en supuestos análogos, al objeto de comprobar si la pena prevista para un determinado tipo se aparta arbitraria o irrazonablemente de la establecida para ellos. Si así fuera cabría afirmar que se ha producido un patente derroche inútil de coacción que convierte la norma en arbitraria y que socava los principios elementales de justicia inherentes a la dignidad de la persona y al Estado de Derecho. Confiemos en que en esta ocasión, y a diferencia de otras (AATC 20/2015 y 111/2015), la cuestión planteada en ese auto —de muy recomendable lectura, por cierto— pase el filtro de admisión.
- Las normas antiabuso
Las normas antiabuso —esas normas que tanto gustan al legislador tributario y que tanto desasosiego causan a quienes tratan de predecir su aplicación— también son figuras sobre las que se proyecta el principio de proporcionalidad.
A un análisis de proporcionalidad somete el TJUE todas las normas antiabuso que interfieren en las libertades fundamentales reconocidas por el TFUE, ya sea la de establecimiento (v. gr., las normas de transparencia fiscal internacional), o las de circulación de capitales (v. gr., las normas antisubcapitalización) o de personas (imposición de salida). Y así, aunque la lucha contra el fraude y la evasión fiscal pueden constituir una necesidad imperiosa de interés general que, en principio, justifique la restricción a las libertades fundamentales que generan estas normas antiabuso, la jurisprudencia del TJUE exige también que no vayan más allá de lo que es necesario para dicho fin. Para que una norma antiabuso que afecta a las libertades fundamentales esté justificada “debe respetar el principio de proporcionalidad, en el sentido de que debe ser idónea para garantizar la realización del objetivo que persigue y no debe ir más allá de lo necesario para alcanzarlo” (SSTJUE de 18.12.1997, ap. 47; 11.5.2006, ap. 30; 27.9.2007, ap. 53; 11.6.2009, ap. 60; 7.12.2010, ap. 45 o 26.3.2015, ap. 48; 4.3.2004, ap. 28). En normas antiabuso encaminadas a atajar supuestos de subcapitalización o endeudamiento intragrupo abusivo, por ejemplo, el TJUE ha considerado (SSTJUE Test Claimants in the Thin Cap Group, C-524/04, apdo. 83; Itelcar, C-282/12, apdo. 38; o Lexel AB, C484-19, apdo. 53) que supone una restricción injustificada a la libre circulación de capitales una norma antiabuso que deniegue la deducción de los intereses en su totalidad, y no solo en lo que excedan del principio de plena competencia.
Cabría plantear si ese principio de proporcionalidad debería tenerse presente también en contextos general puramente internos, por ejemplo, limitando los efectos de la aplicación de la norma antiabuso general a las ventajas buscadas de forma artificiosa y no a cualquier efecto ventajoso que pueda producirse en la operación.
A mi juicio, ese es el alcance que, por ejemplo, debería haber tenido la aplicación de la norma de fraude de ley tributaria contenida en el artículo 24 de la antigua LGT. Los efectos de la aplicación de esta norma venían establecidos en su apartado 2: “los hechos, actos o negocios jurídicos ejecutados en fraude de ley tributaria no impedirán la aplicación de la norma tributaria eludida ni darán lugar al nacimiento de las ventajas fiscales que se pretendía obtener mediante ellos”. Una adecuada aplicación de este precepto habría exigido, por tanto, identificar con precisión cuáles son las ventajas fiscales que se pretende obtener con las operaciones realizadas en fraude de ley, pues solo aquellos efectos fiscales que son expresamente buscados o pretendidos por el obligado tributario de forma abusiva habrían de ser objeto de corrección. Esta limitación al alcance de los efectos de la aplicación de la norma antiabuso entronca —me parece a mí— con la dogmática jurídica sobre el fraude de ley (DE CASTRO, El negocio jurídico § 454), que es reconocida por la STC n.º 120/2005, de 10 de mayo, cuando recuerda que “la consecuencia que el art. 6.º 4 del Código civil contempla para el supuesto de actos realizados en fraude de Ley es, simplemente, la aplicación a los mismos de la norma indebidamente relegada por medio de la creación artificiosa de una situación que encaja en la llamada «norma de cobertura»; o, dicho de otra manera, la vuelta a la normalidad jurídica, sin las ulteriores consecuencias sancionadoras que generalmente habría de derivarse de una actuación ilegal”. Esta vuelta a la normalidad jurídica no excluye, por tanto, que el acto o negocio jurídico realizado en fraude de ley pueda desplegar efectos jurídicos y económicos (o fiscales); exige, simplemente, la aplicación de la norma que se hubiera tratado de eludir (cuando lo que pretende el obligado tributario es eludir una norma de gravamen o sujeción) o la inaplicación de la norma cuya utilización se hubiera forzado artificiosamente (cuando lo que pretende el obligado tributario es captar artificiosamente una norma de incentivo o ventaja fiscal).
Y este razonamiento puede anclarse asimismo —me parece a mí otra vez— en el principio de proporcionalidad que estamos comentando y extenderse, consecuentemente, a la aplicación de otras normas antiabuso de carácter general.
- Las obligaciones tributarias formales
Las obligaciones tributarias formales pueden quedar sometidas también a la criba exigida por el principio de proporcionalidad en función de los derechos y libertades que puedan verse afectados por ese deber formal. Por ejemplo, las libertades fundamentales del TFUE, como sucede con el modelo 720. O, por ejemplo, el derecho a la defensa o el derecho a la intimidad, cuando se trata de deberes que se imponen a colectivos que tienen un deber de secreto profesional.
En este sentido, si el TJUE ha entendido que el derecho a un proceso judicial equitativo no se veía vulnerado cuando las restricciones al secreto profesional por obligaciones de declaración afectan a abogados que prestan servicios que no guardan relación alguna con la defensa en un proceso judicial (STJUE de 26 de junio de 2007, Ordre des Barreaux Francophones et Germanophone y otros c. Conseil des Ministres, asunto C-305/05, apdos. 34 y 36), el TEDH sí entiende procedente un juicio de proporcionalidad para evaluar si los deberes de información que se imponen al abogado pueden suponer una vulneración del derecho a la confidencialidad de las comunicaciones entre abogado y cliente (art. 8 CEDH). Se ha entendido que el secreto profesional tiene algunos límites que han de ser enjuiciados poniéndolos en relación con los intereses que en cada caso se pretende conseguir para evaluar si “considerando el interés legítimo perseguido, la obligación de comunicación que se impone a los abogados, a la luz de ese interés, constituye una interferencia desproporcionada en el secreto profesional” (STEDH de 6 de junio de 2012, Michaud c. Francia, 12323/11, apdo. 120 de la sentencia).
Si hacemos ese juicio de proporcionalidad respecto de, por ejemplo, las obligaciones que impone la DAC-6 —no sé por qué, pero me viene enseguida el ejemplo a la cabeza—, pues puede cuestionarse que los medios empleados sean idóneos, necesarios y proporcionados para alcanzar el fin que persigue esta normativa, sobre todo en lo relativo a la extensión subjetiva de esta información a los simples asesores que no promueven el invento. La imposición de la obligación a estos obligados ni es necesaria para alcanzar el fin de obtener información —pues ya se puede obtener del obligado tributario o del promotor del invento—, ni es adecuada —pues muchos asesores tienen información parcial, no conocen el tratamiento en jurisdicciones diferentes a las que prestan servicios, o incluso no prestan asistencia o asesoramiento de carácter fiscal—, ni es proporcionada en sentido estricto — pues exige una inversión de recursos de adaptación y aplicación de la normativa que dudo mucho supere los beneficios que de ella se puedan derivar—.
Y es que la imposición de deberes formales también injiere en el principio de capacidad económica porque estos deberes de información puramente formales generan a menudo costes indirectos excesivos, que poco se miden —sáquenme, por favor, de mi error si estoy equivocada— y que, sobre todo, nadie suma cuando se mide la contribución al sostenimiento de los gastos públicos de los contribuyentes… Pero —bueno— dejemos este tema para otra ocasión que no quiero que nada me enturbie el buen humor que tengo hoy, cuando escribo.
- Las obligaciones tributarias materiales, por ejemplo, derivaciones de responsabilidad
En las obligaciones tributarias materiales, el derecho en el que injiere la actuación administrativa es el derecho de propiedad. Y esa injerencia está, en principio, más que justificada por tratarse de un derecho que está afecto a una función social que tiene —si se quiere ver así— una vertiente tributaria en el deber de solidaridad en el sostenimiento de los gastos públicos establecido en el artículo 31.1 de la Constitución.
Ahora bien, como el derecho de propiedad debe ser interpretado con arreglo a los tratados internacionales firmados por España, no puede desconocerse la jurisprudencia del TEDH sobre el artículo 1 del Protocolo n.º 1 al CEDH, que en su primer párrafo señala que “toda persona física o moral tiene derecho al respeto de sus bienes” y que “nadie podrá ser privado de su propiedad más que por causa de utilidad pública y en las condiciones previstas por la Ley y los principios generales del derecho internacional”. ¿Y qué dice esa jurisprudencia en relación este precepto? Pues dice que para que la injerencia del tributo en el derecho de propiedad cumpla las condiciones de utilidad pública establecidas en el primera párrafo del precepto es necesario valorar si se llevó a cabo una justa ponderación entre los intereses públicos en su caso concurrentes y el interés privado del particular y, sobre todo, si existió una razonable relación de proporcionalidad entre los medios empleados y el fin perseguido.
En su sentencia de 14 de mayo de 2013, N.K.M c. Hungría, apdo. 42, el TEDH afirma así lo siguiente:
“Una injerencia resultante de una medida para garantizar el pago de los impuestos debe efectuar una “justa ponderación” entre las demandas de los intereses generales de la comunidad y las exigencias que conlleva la protección de los derechos fundamentales del individuo. La preocupación por lograr este equilibrio se refleja en la estructura del Artículo 1 como un todo, incluyendo el segundo párrafo: debe existir una razonable relación de proporcionalidad entre los medios empleados y los fines perseguidos. La cuestión a responder es si, en las circunstancias concretas de la demandante, la aplicación de la legislación fiscal le impuso una carga irrazonable o, socavó esencialmente su situación financiera —y no efectuó, por tanto, una justa ponderación de los diversos intereses implicados (véase M.A. y otros 34 c. Finlandia (dec.), núm. 27793/95, 10 de junio de 2003; Imbert de Trémiolles c. Francia (dec.), 25834/05 y 27815/05 (acumuladas), 4 de enero de 2008; Spampinato c. Italia (dec.), núm. 69872/01, 29 de marzo de 2007; y Wasa Liv Ömsesidigt, Försäkringsbolaget Valands Pensionsstiftelse c. Suecia, núm. 13013/87, decisión de la Comisión de 14 de diciembre de 1988, decisiones e informes 58, pág. 186)”
Por tanto, en la jurisprudencia del TEDH, la injerencia tributaria se considera desproporcionada, con vulneración del derecho a la propiedad y de la prohibición de no confiscatoriadad, cuando impone al obligado tributario una carga irrazonable o cuando el tributo socava esencialmente su situación financiera. Este criterio ha sido empleado por el TEDH, no solo en la sentencia citada, sino también en las de 17 de abril de 2012, Steininger c. Austria, ap. 68 y de 3 de julio de 2003, Buffalo Srl c. Italia, apdo. 32. Y después de esa sentencia N.K.M, el criterio fue de nuevo confirmado en la sentencia de 3 de diciembre de 2019, S. C. Totalgaz c. Rumanía (ap. 24):
“El Tribunal debe, por tanto, examinar si se ha logrado un equilibro justo entre las exigencias del interés general de la comunidad y los imperativos de la protección de los derechos fundamentales del individuo (véase, mutatis mutandis, Phillips c. Reino Unido (TEDH 2001, 435) , núm. 41087/1998, ap. 51, TEDH 2001, VII). En efecto, la obligación financiera nacida del pago de los impuestos puede perjudicar la garantía consagrada por esta disposición si impone una carga excesiva a la persona o a la entidad de que se trate o si afecta fundamentalmente a su situación financiera”.
Pues bien, ¿no es un socavón de tamaño sideral lo que, en la situación financiera de los obligados tributarios generan en ocasiones los actos de derivación de responsabilidad? ¿Dónde están en esos casos la ponderación entre el interés general y “los imperativos de la protección del derecho de propiedad”? A mí, personalmente, estas afirmaciones del TEDH me resultan difícilmente conciliables con el resultado práctico que tienen los actos de derivación de responsabilidad en la situación patrimonial de muchos obligados tributarios, que se ven obligados a pagar una deuda generada por alguien con una capacidad económica muy superior a la suya propia, lo que —sin duda alguna— puede llegar a socavar o afectar más que fundamentalmente a su situación financiera.
Y antes de que me entre la depresión propia de un mal Blue Monday ante la constatación de esta cruda realidad, me voy a escuchar la lista de Spotify de mi nuevo amigo linkediano, a ver si me animo un poco.
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