Con estas líneas pretendo, muy modestamente, tratar de arrojar algunas ideas deslavazadas (propias y ajenas) sobre los incendiarios efectos de la STC 182/2021, de 26 de octubre, partiendo de su cabal conocimiento, merced a la generosidad y mérito de otros que, mucho mejor pertrechados que un servidor, han escrito sobre ella con acierto en distintos y reputados foros, lo que me libera de su concreta cita por abundante y célebre.
Decía Alejandro Nieto, con razón, que hay que dejar de seguir alabando los inexistentes bordados imaginados de las leyes, como lo prueba el uso que hace el TC de las reglas a las que está sometido en el ámbito que lleva por título este despropósito que comparto con ustedes, respetables lectores. Ahora bien, por mera provocación me pregunto si tiene sentido y fundamento que así sea, considerando las peculiaridades de su actividad jurisprudencial cuando se desarrollan en el ámbito del control normativo, lo que hace difícil no reconocerle a su función un cierto contenido político, en el sentido menos peyorativo que al término le quepa, si es que algo así fuera posible.
Vaya por delante que no se aprecia inconveniente a que el TC altere su criterio; más bien al contrario. No se advierte preclusión alguna que le impida pronunciarse sobre una cuestión que ya haya sido abordada (cfr. SSTC 59/2017 y 126/2019, entre otras conocidas), como se desprende de la concurrencia y compatibilidad de dos vías impugnatorias, la del recurso y la cuestión de inconstitucionalidad, que en modo alguno se obturan entre sí, sino que se completan habilitando instrumentos para que su labor hermenéutica se acomode a la realidad social del tiempo en que ha de producirse, huyendo de una desaconsejable dimensión estática de la singular potestad jurisdiccional del TC, que no puede fundamentarse en una seguridad jurídica, más aparente que real, si esta se concibe como una suerte de petrificación obstativa al rechazo de ideas que hayan perdido utilidad y fundamento, en lugar de adaptarlas o concebir otras nuevas, considerando las circunstancias que en cada caso llamen a su labor depurativa. Así lo constata el artículo 13 de la LOTC.
Se trataría, en suma, de rendirse a la evidencia de que la CE es un texto vivo, fruto de un alto grado de consenso, esencialmente abierto, que posibilita el establecimiento real (no solo juridificado) de los valores y principios que patrocina, entre los que destacan, en lo que ahora concierne, la realización práctica y efectiva de los principios que informan el deber de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos a los que se subordina la racionalidad de la actividad financiera. Justicia tributaria, en fin, si es que puede hablarse con rigor de un valor tan elevado que apenas alumbra entre las sombras, parafraseando a Clemente Checa.
Sentado lo precedente, el revuelo se ha formado mayormente por la limitación de efectos que el TC atribuye a su sentencia, lo que añadido a su aparición polifásica ha causado justificado estupor, siendo por todos conocida la difusión de una parte dispositiva invertebrada el mismo 26 de octubre, hasta que el día 3 de noviembre viera la luz en la página web del TC, junto con un voto particular discrepante y otro concurrente. Cabe sospechar que lo ocurrido fluyera bajo amenaza de filtración propiciatoria de la extravagante publicación por estos conductos ajenos a las previsiones formales de la LOTC, salvo por lo dispuesto en su artículo 86.3, al que deben atribuírsele efectos meramente divulgativos. Cualquiera sabe.
Finalmente, el 25 de noviembre, se publicó en el BOE, inasequible a los rigores de una armoniosa formación ordinal, la sentencia de marras, recogida previamente en el rotativo oficial mediante el acuse de recibo perpetrado por el RD-ley 26/2021. Hay que reconocer que la filigrana es cuando menos cuestionable, y explica el pasmo de quienes lo han puesto de relieve, al que me adhiero humildemente.
Por lo demás, ya no se trata de la equiparación entre las situaciones consolidadas de resultas de una sentencia con fuerza de cosa juzgada (artículo 40.1 LOTC) y aquellas otras establecidas mediante las actuaciones administrativas firmes, respaldadas en que lo contrario entrañaría «un inaceptable trato de disfavor para quien recurrió, sin éxito, ante los Tribunales en contraste con el trato recibido por quien no instó en tiempo la revisión del acto de aplicación de las disposiciones hoy declaradas inconstitucionales» (STC 45/1989), sino de la incidencia sobre figuras que no son ni mucho menos definitivas, como una autoliquidación abierta a rectificación o una liquidación en plazo de recurso, despreciando su régimen jurídico y colocando de un papirotazo a los pies de los caballos a la tutela efectiva, tanto administrativa como judicial, dinamitando el derecho subjetivo a reclamar la devolución de ingresos indebidos en aquellos casos que admitían reacción.
Semejante escenario, sin perjuicio de eventuales cortocircuitos entre legislación ordinaria y jurisdicción constitucional, permite no descartar que en un futuro el TC haga uso de su libertad para retomar sus pronunciamientos.
Tampoco se nos escapa que en la STC 140/2016 sobre las tasas judiciales ya se sacudió el polvo del camino al desenvolverse de esta guisa: «Más allá de ese mínimo impuesto por el art. 40.1 LOTC debemos declarar que el principio constitucional de seguridad jurídica (art. 9.3 CE) también reclama que -en el asunto que nos ocupa- esta declaración de inconstitucionalidad solo sea eficaz pro futuro, esto es, en relación con nuevos supuestos o con los procedimientos administrativos y procesos judiciales donde aún no haya recaído una resolución firme [SSTC 365/2006, de 21 de diciembre, FJ 8 -con cita de la anterior 54/2002, de 27 de febrero, FJ 9-; 161/2012, de 20 de septiembre, FJ 7; 104/2013, de 25 de abril, FJ 4].
En particular, no procede ordenar la devolución de las cantidades pagadas por los justiciables en relación con las tasas declaradas nulas, tanto en los procedimientos administrativos y judiciales finalizados por resolución ya firme; como en aquellos procesos aún no finalizados en los que la persona obligada al pago de la tasa la satisfizo sin impugnarla por impedirle el acceso a la jurisdicción o al recurso en su caso (art. 24.1 CE), deviniendo con ello firme la liquidación del tributo…«.
Reparen en el colofón: «hemos apreciado que dichas tasas son contrarias al art. 24.1 CE porque lo elevado de esa cuantía acarrea, en concreto, un impedimento injustificado para el acceso a la Justicia en sus distintos niveles. Tal situación no puede predicarse de quienes han pagado la tasa logrando impetrar la potestad jurisdiccional que solicitaban, es decir, no se ha producido una lesión del derecho fundamental mencionado, que deba repararse mediante la devolución del importe pagado«. Ahí es nada. Se declara la firmeza de autoliquidaciones que no lo son y, adicionalmente, se bendice el pago realizado por ese conducto asumiendo la «certeza» de que sólo los que estaban por llegar verían obstaculizado el acceso a la jurisdicción, lo que motivó que no pudiera solicitarse su rectificación con amparo en dicha STC. No recuerdo tanto gatuperio de aquellas, pero también es verdad que me pasa como a Unamuno: tengo tan buena memoria como buen olvido.
En todo caso, el estrapalucio formado por la STC 182/2021, huérfana de fundamento y argumentación en lo concerniente a la limitación de sus efectos (ahorro tan grueso como delirante), da pie a profundizar en su eventual relativización, sin aspavientos ni renuncias a una ortodoxia que no debe confundirse con un dogmatismo exacerbado, tratando de ir más allá del pataleo y la alusión a luchas que aguantan la papelería comercial, pero, si bien se piensa, redundan en posiciones absolutistas que pueden no favorecer la comprensión de lo que podría estar sucediendo. De aquellos seis honrados servidores de Kipling nos quedaremos con uno, tratando de perpetrar la provocación: por qué.
Admitamos que los efectos de una declaración de inconstitucionalidad son complejos, tanto más, cuanto la amenaza de su filtración (fenómeno tan sintomático de los tiempos corrientes) puede propiciar situaciones indeseadas de ventaja o disfavor, según se mire, considerando, además, que corremos entre todos con los gastos de los desafueros declarados.
La pionera STC 45/1989, tampoco especialmente rumbosa en lo que a la justificación de la limitación de sus efectos se refiere, discurrió en tiempos en los que la eventual proyección fugitiva de su común conocimiento nada tenía que ver con la actual, de tal guisa que a la que sorprendió en mejor posición, por paradójico que se antoje, fue a Lola Flores, cuya condena por delito fiscal (STS de 27 de diciembre de 1990) hubo de tomar como base la cuantía económica mínima para alcanzar el umbral del elemento objetivo del tipo (o la condición objetiva de punibilidad, según gustos), «por imposibilidad de determinar el exacto montante«, aplicando las penas en su grado mínimo «atendidas las circunstancias, en sentido no técnico, concurrentes«. Un ejercicio de funambulismo incompatible con un cabal entendimiento de las costuras del delito fiscal en esa dimensión objetiva, más digna de los carteles que alumbraban al mismísimo Francisco Alegre cuando tendía su capa sobre la arena del redondel que de los anales de la corporación que está a la cabeza de la Magistratura española, y que es por la ley intérprete y guardián de la doctrina jurídica, haciendo mía la excelentísima prosa de Manuel Alonso Martínez al referirse al Tribunal Supremo.
Me voy por las ramas. Disculpen. Decía que la fundamentación de asuntos abstractos y sus efectos prácticos suelen propiciar un brete entre la seguridad jurídica y la justicia. Y al TC le toca lidiar (otra vez al ruedo) con procesos de control normativo característicos de su función de custodio supremo de la CE en cuanto titular exclusivo de su jurisdicción (la denominada fiscalización negativa, o el legislador negativo en su formulación kelseniana; titular de un auténtico monopolio de rechazo de las disposiciones legales contrarias a la CE). Ello propicia que debamos preguntarnos hacia dónde va el TC, en lo que parece una encrucijada entre una interpretación rígida de los presupuestos reglados de su función y la (auto) concesión de un margen de valoración de las consecuencias de sus actos, lo que podría conducir a admitir la matización de los efectos de las sentencias de inconstitucionalidad, considerando los perfiles propios que presentan, al tener por objeto la libertad de configuración normativa del legislador (es decir, su voluntad).
No se pierda de vista en este contexto, que la eficacia de sus decisiones declarativas de inconstitucionalidad suponen una modificación del ordenamiento jurídico, de suerte que se haya afirmado que el TC no actúa como mero complemento de aquel, sino como un componente, lo que refuerza la idea del contenido político de su actividad jurisprudencial (se ha llegado a hablar de poder en el proceso de formación de la voluntad estatal). Con otras palabras, lo que se discute en estos procesos es la validez de la ley; y ello no sólo justifica la ausencia de regímenes supletorios en la aplicación de sus rituales, sino, tal vez, esa tradición consistente en arrogarse una cierta autonomía y margen de tolerancia para interpretar las prescripciones, hasta el punto de que Rubio Llorente haya llegado a afirmar, a la luz de lo previsto en el artículo 164.1 de la CE, que atribuye a las sentencias del TC «el valor de cosa juzgada a partir del día siguiente de su publicación» (eficacia que reitera el artículo 38.1 de la LOTC respecto de «las sentencias recaídas en procedimientos de inconstitucionalidad«) que semejante autoridad es puramente formal (entendida en el sentido de firmeza o inimpugnabilidad), lo que, de compartirse, permitiría concebir una interpretación elástica que daría al instituto de «cosa juzgada» un alcance adecuado a la tendencia seguida por la jurisdicción constitucional.
Es esa función singular, como garante supremo de la CE, la que reviste caracteres peculiares, por afectar a un poder legislativo que goza de una amplísima libertad de configuración normativa, expresiva de la voluntad soberana y titular del ejercicio de las opciones políticas que legitiman su razón de ser, ocioso es mencionarlo, en un marco respetuoso con las exigencias constitucionales. En otros términos, no parece cuestionable que las sentencias del TC inciden sobre el orden jurídico, llegando a operar, en términos prácticos, como fuentes, lo que no debe confundirse en modo alguno con la función legislativa, claro está, pero tampoco puede ignorarse abiertamente, como si al pronunciarse no alterara el Derecho, llegando a crear situaciones alternativas a la voluntad expresada por los legítimos titulares de ese poder, lo que estando amparado en la naturaleza de su función, no da pie, empero, a propiciar una transfiguración del juez constitucional en legislador, dando lugar, tal vez por este motivo, a que tenga muy presentes a la hora de delimitar los efectos de sus sentencias sus consecuencias políticas, económicas y sociales, sobre todo en lo que concierne al ámbito del derecho financiero, ante el evidente riesgo de que sus pronunciamientos acaben rascando las faltriqueras populares.
La cuestión es, pues, ponerle el cascabel al gato, tratando de salvaguardar esa libertad de configuración normativa con la función depurativa que le ha sido dada al TC. Semejante feria podría resolverse siguiendo los postulados alemanes, ciertamente proclives a preservar en manos del poder legislativo las posibles alternativas para la expulsión de la inconstitucionalidad, o también mediante mecanismos de compensación o sustitución, haciendo uso, por ejemplo, de soluciones transitorias que habiliten un margen para una regulación definitiva en armonía con el texto constitucional, lo que en el caso de la plusvalía municipal habría ocurrido de aquella manera mediante la singular técnica de los avisos precedentes, dicho sea de paso.
Puede pensarse que nos referimos al uso de fórmulas creativas de técnicas decisorias por principio rechazables, pero también es cierto que el TC no debería desconocer las consecuencias que para la comunidad tienen sus decisiones, porque si carece de sentido apelar a una iniciativa arbitraria contraria al régimen jurídico aplicable, tampoco lo tiene acogerse a dogmatismos que produzcan efectos jurídicos más graves de los que se pretenden evitar. En suma, consciente de que no existe un remate ideal teórico, podría no resultar descabellado plantearse los efectos de la nulidad, tal y como tradicionalmente se han concebido en este ámbito, si con ello se consigue restablecer una situación conforme a la CE, conjurando el brete de que una interpretación de la jurisdicción constitucional tenga a su alcance condenar al Estado a la ruina en nombre del Derecho. Ya, ya sé: fiat iustitia, et pereat mundus, pero entre tanto sobresalto no debería despreciarse una interpretación más flemática, como hiciera Ludwig von Mises en su Human Action. Que hablamos siempre del parné de todos, no se nos olvide el detalle.
A esta idea responde, muy probablemente, la quiebra de la conexión entre inconstitucionalidad y nulidad que ya se expresó en la aludida STC 45/1989: «ni esa vinculación entre inconstitucionalidad y nulidad es (…) siempre necesaria, ni los efectos de la nulidad en lo que toca al pasado vienen definidos por la Ley (afirmación, dicho sea al margen, por entero inexacta, bastando para constatarlo con atender al art. 40.1 LOTC), que deja a este Tribunal la tarea de precisar su alcance, dado que la categoría de la nulidad no tiene el mismo contenido en los distintos sectores del ordenamiento«. Esa tendencia explicaría que el legislador tratase de regular el panorama en el Proyecto de ley Orgánica de reforma de la LOTC, que quedaría finalmente apartado de la LO 6/2007. Tal vez convenga volver sobre ello facilitando legalmente la posibilidad de graduar los efectos de sus sentencias de inconstitucionalidad para acomodar sus consecuencias a los diferentes principios, bienes y valores constitucionales en conflicto, o mantener la deriva de la limitación de efectos que el propio TC se arroga, haciendo buena la expresión atribuida a Rafael de Mendizábal: no es el último porque sea el mejor, sino que es el mejor porque es el último.
Con estas líneas, que ya concluyen, no pretendo argumentar, como han hecho autores ciertamente solventes, que no haya precepto alguno en la Constitución ni en la LOTC que impida al TC ponderar en toda su extensión temporal la eficacia de una declaración de nulidad (Alonso García), porque las limitaciones de un servidor no admiten semejante alcance; tan sólo se trata de llamar a la reflexión sobre la conveniencia (o no) de asumir una cierta ponderación al respecto (que, en su caso, debiera estar expresamente regulada) cuando exigencias cualificadas de interés general lo demanden, habilitando para esas ocasiones la superación de las reglas generales en aras de evitar perjuicios que, paradójicamente, podrían causar más daño a la colectividad que alivio. O eso, o lo que hay. O lo que se venga. Uno ya no sabe qué es peor.