Se ha escrito tanto sobre este asunto que empieza a resultar agotador abordarlo. Mi opinión al respecto, expuesta en otros foros con mayor desarrollo, gravita alrededor de los fines a los que están dirigidas las normativas en aparente conflicto y, si se quiere, los bienes jurídicos y los destinatarios de su protección, no siendo los mismos en el ámbito mercantil que en el tributario, lo que se explica fácilmente sin necesidad de mayor expansión, tanto más considerando la irrelevancia de la invalidez de los actos en esta última disciplina.
Por no mencionar el flaco servicio que, bajo el punto de vista de un servidor, se le hace al principio de capacidad económica, fundamento, presupuesto y medida de la imposición, ya sea acogiendo la teoría de la liberalidad, con el consiguiente cortocircuito en la calificación de su contrapartida en sede del perceptor y su sospechosa integración en los rendimientos del trabajo del IRPF, o anudando la proscripción de la deducibilidad a actuaciones contrarias al ordenamiento jurídico que, como es sabido, responden a hechos cuya realización está castigada, como es el caso de los soborno -STS de 8 de febrero de 2021-. Id. est., el propio gasto es ilícito y, como tal, conlleva una pena que además impide su deducción para determinar la base imponible del IS. Dicha ilicitud, sin embargo, no puede atribuirse a la existencia de meros defectos formales cuya subsanación resulte posible sin consecuencias gravosas -vid. respuesta a consultas de la DGT núm. V1439-18, de 29 de mayo y V1788-17, de 10 de julio-, en consonancia con lo expuesto sobre la insignificancia fiscal de la invalidez de los actos, en tanto en cuanto no sean objeto de pretensiones restitutorias mediante las acciones que correspondan -vid. SAN de 16 de febrero de 2022-.
Ahora bien, la cuestión, al menos en mi humilde sentir y dicho sea con todo respeto, no depende de si estamos ante una cuestión dispositiva o frente a un mandato imperativo, distinguiendo entre el ordenamiento mercantil o el tributario sobre esa base argumentativa -como he entendido que se expresa en una tribuna publicada el diario Expansión, que puede leerse mediante este enlace-. Es más sencillo, creo; se trata de estar a lo que establece la ley tributaria; es decir, de si el gasto se anuda o no a actuaciones contrarias al ordenamiento jurídico o puede incardinarse en la categoría de una liberalidad. De hecho, la propia Agencia Tributaria, en consulta -no vinculante- publicada en el informa el 22 de diciembre de 2022, núm. 146171, a la que -de momento- se puede acceder pulsando en este enlace, admite la deducibilidad de un gasto vinculado a prácticas contrarias al artículo 12 ter de la Ley 12/2013, de la cadena alimentaria -cuyo cumplimiento, ocioso es decirlo, no depende de la autonomía de la voluntad, sino que constituye un mandato imperativo-, por no advertirse una actuación contraria al ordenamiento jurídico, en el sentido expresado por el Tribunal Supremo, citando la sentencia antes aludida.
En suma, no parece que quepa fundamentar la deducción de un gasto en la naturaleza de la norma que regule su régimen, sea dispositiva o imperativa, sino en que su realización se corresponda o no con cualquier concepto de los que estén expresamente establecidos como no deducibles por la Ley del Impuesto sobre Sociedades -artículo 15 de la LIS-.
Siguiendo con el argumento que se trata de sostener, como ha quedado dicho, la finalidad de la norma tributaria es gravar la capacidad económica susceptible de imposición, para cuyo fin los criterios mercantiles pueden no servir o ser insuficientes, lo que explica que el legislador del ramo establezca reglas específicas sobre determinadas partidas que inciden sobre la calificación, la valoración o la imputación temporal que regula la normativa contable.
Por tanto, si lo que se quiere que tribute la renta neta -que en eso consiste el mandato imperativo-, será preciso permitir la deducción de todos aquellos gastos correlacionados con los ingresos, con el fin de delimitar con exactitud la medida de la capacidad económica de cuyo gravamen que se trata, de forma que la base imponible quede despojada de aquellas asignaciones que hayan contribuido a su determinación -artículo 10.3 de la LIS-. Y en mi modesto entender, sometido a la consideración de cualquier otro criterio mejor fundado, no parece descabellado integrar en esa noción una retribución percibida por quienes están llamados a dirigir los destinos de una sociedad mercantil, aunque su satisfacción incurra en eventuales defectos que puedan afectar a su validez -artículo 13 de la LGT, in fine-.
El asunto queda en manos del Tribunal Supremo, cabeza de la magistratura española y legítimo titular de la última palabra. Sea.