¿Uds. creen que las casualidades son verdaderamente casuales, o que ocultan mensajes que con las claves que tenemos no podemos descifrar?
15 de febrero. Escuchando el primer episodio de un podcast —Grandes Infelices, se llama— que me habían recomendado el día anterior, descubro que hay un autor cuya existencia desconocía por completo —Kurt Vonnegut, se llama— que pasó a la posteridad por una novela satírica —Matadero cinco, se llama— de la que tampoco sabía nada. Descubro también que esa obra es fruto tardío de las vivencias del autor como prisionero en el antiguo matadero de Dresde durante el bombardeo aliado sobre esa ciudad, la “Florencia del Elba”, a finales de la Segunda Guerra Mundial; justo —aquí la casualidad— en otro 15 de febrero. Al parecer, la novela relata una cantidad enorme de muertes —antes, durante y después de la guerra— y cada una de ellas se rubrica con un lapidario “Es lo que hay”.
¿Que qué tiene que ver esto con lo que les voy a contar? Nada. O eso creo. No estoy segura. Me apetecía contarlo. Es lo que hay.
Otras lecturas recientes de diversos autores que, desde perspectivas y bagajes diferentes, han coincidido en un mismo mensaje latente de fondo —o así lo he recibido yo— quizá sí tengan más que ver. O quizá no, que este cuento tributario del pasado para mis nietecillos del futuro ya tenía pensado compartirlo en primicia con Uds. desde hace tiempo.
Haya lo que hubiere, el cuento diría algo así como lo siguiente.
Parte primera. La reserva de ley tributaria como límite a la opresión fiscal
En tiempos inmemoriales, la gente común y corriente del mundo que habitamos se irritaba enormemente cuando los poderosos, acuciados para atender las necesidades de la vida en común, o para financiar sus batallitas políticas varias, exigían el pago de contribuciones y levas que esa gente común y corriente juzgaba excesivas, quizá porque le obligaban a desprenderse de sus más preciadas pertenencias, quizá porque entendía que las batallitas a las que iban destinadas no eran dignas de ser peleadas.
Abuelita, abuelita, me interrumpirá [sí, ya tan pronto] el más friki de mis nietecillos, ¿no fue esa también la razón por la que los habitantes del planeta Naboo se irritaron con la avariciosa Federación de Comercio? Y no tendré más remedio que darle la razón, pues fue la alta tributación de las rutas comerciales a los sistemas estelares de las galaxias el origen del conflicto que nos cuentan en La amenaza fantasma. Seguiré así contándoles que esa irritación de la gente común y corriente, sea del mundo que habitamos, sea de planetas muy muy lejanos, dio lugar en esos tiempos inmemoriales a altercados, disturbios, revoluciones y, ya en el extremo, hasta guerras entre las galaxias.
Es lo que hubo y me temo que es lo que habrá, aunque bien habría que procurar que no lo hubiere, cuando la imposición se percibe como opresión fiscal.
Pero algo se haría para apaciguar los ánimos de la gente común y corriente de forma que todos siguieran aviniéndose a allegar esos recursos que son imprescindibles para la vida en sociedad, ¿verdad que sí, abuelita Gloria? —me interrumpirán, muy alarmados, mis nietecillos—. Porque si no, ¿cómo se afrontarían las inversiones necesarias para el progreso de la sociedad?; ¿cómo se ayudaría a los más desfavorecidos en ella?; ¿cómo, abuelita, se pagarían esos gastos que surgen cuando dejamos de vivir en la selva? Y yo, enorgulleciéndome como buena abuela de la sensibilidad cívica de mis nietecillos y de su enorme riqueza léxica, seguiré contándoles que, en efecto, para poner fin a esos altercados y garantizar la concordia que asegurara el sostenimiento de los gastos comunes, se pensó que sería bueno, al menos en el mundo que habitamos [en las galaxias ya sabemos todos que la cosa fue más complicada], que los poderosos se avinieran a no exigir esas contribuciones y esas levas sin el consentimiento de los legítimos representantes de la gente común y corriente. Se entendió así que el consentimiento de los representantes elegidos por las personas llamadas a pagarlas era una garantía para evitar que esas levas y contribuciones fueran arbitrarias e injustas, esto es, para evitar la opresión fiscal.
Eso es lo del No taxation without representation por el que clamaban Mel Gibson y sus amigos en El Patriota, ¿verdad que sí, abuelita? —me interrumpirá aquí mi nietecillo el sabihondo—. Y yo le diré que sí, que sí, pero que en realidad eso debería llevar nombre castellano y conocerse mejor, por ejemplo, como el no impuesto si no es autoimpuesto pues aunque generalmente se dice que el germen de eso [que mis nietecillos, cuando sean universitarios, conocerán como el principio de autoimposición] se encuentra en la Carta Magna de 1215 del rey Juan sin Tierra —sí, sí, queridos niños, el de Robin Hood—, algunos sabios españoles [Uds. ya saben, los maestros Valdeavellano y Sainz de Bujanda] consideraron que en realidad la idea se encontraba ya recogida en un documento de Alfonso VI que data de 1091. Y es que, como iréis aprendiendo con el tiempo, queridos niños, España también es diferente cuando de poner en valor nuestra historia se trata.
Es lo que hay.
Sea como fuere, o haya lo que hubiere, el caso es que desde esos tiempos inmemoriales (más inmemoriales en España que en otros sitios) se entendió que las leyes en materia tributaria, que dicen qué, quién y cuánto se debe pagar para financiar los gastos comunes, y que deben decirlo negro sobre blanco para que uno sepa a qué atenerse y pueda organizarse la vida, tenían que ser escritas necesariamente por el legislador puesto que, frente al poder absoluto de los reyes, tiranos o gobernantes omnímodos de cualquier lugar, es el legislador el órgano en el que siempre han estado los representantes de todos, que ha tenido siempre lo que se llama, queridos niños, “legitimidad democrática”. Quedó por tanto reservada al legislador, a las Cortes, la regulación de la materia tributaria y eso es lo que se entiende por la reserva de ley tributaria: que la regulación de lo que identifica a un impuesto y de su cuantía [lo que cuando sean universitarios mis nietecillos conocerán como el an y el quantum del tributo] deben ser establecidos por una ley aprobada en Cortes.
Es lo que siempre debió haber habido.
Pero, abuelita —me interrumpirá ahora la más avispada y aguda de mis nietecillos—, la señora esa que sale por la tele y que papá dice que es la Presidenta del Gobierno, dice que ella representa a todos y que tiene también la legitación democrática, esa que dices. ¿Por qué teniendo eso de la legitooo… —la cosa esa democrática, como se llame— no se deja también a la Presidenta que regule la materia tributaria?
Y tendré que explicarles que aunque es cierto e indiscutible que en los Estados de Derecho el gobierno que surge de unas elecciones libres también tiene legitimidad democrática, solo en las Cortes se encuentran los representantes de todos los ciudadanos y solo en ellas, por tanto, pueden oírse las voces de los que no forman mayoría. Y como no hay nada más democrático que evitar el abuso de la mayoría sobre la minoría, se entendió que, para evitar futuros altercados y rebeliones, sería bueno y necesario que las normas tributarias se aprobaran por órganos que, además de legitimidad democrática, contaran con representantes de todos los ciudadanos. Es más, se entendió que la reserva de ley favorecería la bondad material de la propia norma, ya que los trámites establecidos para la aprobación de una ley en Cortes incluían recabar el informe de varios consejos de sabios, hacerlas públicas con antelación, debatirla con contradicción entre todos los representantes de todos los ciudadanos (también los de las minorías) y, en fin, que fueran sometidas a un proceso de reflexión colectiva previa a su aplicación. [Mis nietecillos, cuando sean universitarios, sabrán que todo esto se regula en los artículos 88 de la Constitución, 26 de la Ley 50/1997, de 27 de noviembre, del Gobierno, y en los Reglamentos de las dos Cámaras]. De esta forma, estos trámites procedimentales se erigían a modo de garantías de que un gobierno no podría sacarse un impuesto de la manga como un mago se saca un conejo de su chistera.
Es lo que siempre se pretendió que hubiera.
¿Y seguir ese procedimiento garantizaba de verdad la bondad de la norma?, me preguntará entonces el más descreído de mis nietecillos. Y tendré que contestarle, con gran dolor de mi corazón de abuela, que no siempre, sobre todo cuando los trámites empezaron a considerarse meras cargas formales y quedaron despojados de su sentido material, de su razón de ser, lo cual sucedió quizá más a menudo de lo que a su abuela, y al resto de la gente común y corriente, les hubiera gustado, pero que en todo caso seguir el procedimiento daba una mayor oportunidad a la ley de ser buena para sus destinatarios…
Es lo que había, que quizá no fuera mucho, ni suficiente, pero que, sin duda, era mejor que nada.
¿Y qué pasó entonces, abuelita Gloria? —me preguntarán curiosos, pues sabrán que los cuentos tributarios no se acaban tan fácilmente—. Y aquí entraremos en la segunda parte del cuento.
Segunda parte. Los tres Abusos que hicieron un cuento de la reserva de ley
Sucedió entonces —seguiré contándoles— que a lo largo del tiempo se fueron adueñándose del proceso de elaboración de las normas tributarias tres grandes Abusos que azotaron y dejaron temblando esas garantías procedimentales que son hoy día la razón de ser de la propia reserva de ley.
El Abuso que primero hizo aparición en el tiempo fue el de la Generalización de lo Excepcional. Sucedió así, que determinados instrumentos normativos que tienen rango de ley, como todas las aprobadas en Cortes, pero que en realidad no se aprueban en Cortes, o cuya tramitación en ellas queda muy aligerada en atención a determinadas circunstancias, fueron extendiendo su uso a situaciones distintas a aquellas para las que se crearon.
Esto fue lo que pasó, por ejemplo, con el Real Decreto-Ley. Según la Norma Suprema, este instrumento normativo permitía al gobierno sacar una norma con rango de ley de la noche a la mañana, como los magos un conejo de su chistera, pero solo en caso de “extraordinaria y urgente necesidad”, y siempre que no afectaran de forma esencial al deber de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos. Pero luego se interpretó [ya saben Uds.: STC 6/1983 y las que le siguieron] que en realidad la necesidad no tenía por qué ser tan extraordinaria ni tan urgente y que el uso de este instrumento normativo excepcional estaba admitido si se explicaba por qué era necesaria una acción normativa más rápida que lo que la tramitación ordinaria o urgente de la ley permitía y cómo las medidas introducidas con esa inmediatez permitirían dar respuesta y solución a la necesidad. Se dejó al gobierno que lo utilizara incluso en casos en los que había sido su propia desidia en tomar la iniciativa legislativa para acometer las reformas que se sabían inevitables la que había desembocado en esa necesidad de inmediatez. Y aunque luego la omisión de todas las garantías podía subsanarse si el Real Decreto-Ley se tramitaba por las Cortes como si fuera una ley ordinaria cualquiera, a veces podían convalidarse sin más, sin dar oportunidad a corregir o debatir los defectos que la inmediatez normativa hubiera podido causar.
También fue el caso de las Leyes de Presupuestos. Estos instrumentos normativos, que aprueban la previsión de gastos e ingresos de cada ejercicio, se tramitan con preferencia sobre otros textos legislativos y para evitar que la premura que exige su aprobación se imponga sobre la serenidad del debate que requieren las reformas tributarias, la Norma Suprema prohibía que por este tipo de leyes se pudieran crear tributos y solo admitía que pudieran introducir modificaciones en las normas tributarias si una ley tributaria sustantiva lo preveía. Pero luego se permitió [ya saben Uds.: STC 27/1981 y las que le siguieron] que, sin previsión alguna de ley sustantiva, la Ley de Presupuestos pudiera introducir meras adaptaciones del tributo a la realidad y, tratándose de Leyes de Presupuestos no del Estado sino de las diferentes Comunidades Autónomas [recuérdenme que les cuente antes a mis nietecillos cómo se organiza nuestra España querida], se llegó a admitir incluso que pudieran crear tributos si su Norma Regional Superior no había sido tan precavida como la Norma Suprema, pese a que la serenidad del debate tributario a causa de la premura de la aprobación presupuestaria podía verse igualmente perjudicada.
El caso es que el empleo del Real Decreto-Ley y de la Ley de Presupuestos para modificar la ley tributaria se hizo general, pese a las voces preocupadas de muchos sabios que advirtieron de su contradicción con los postulados que laten detrás y dan sentido a la reserva de ley.
Fue lo que hubo y no debió haber habido.
Pasó el tiempo, y sin que la epidemia de la Generalización de lo Excepcional diera signos de remisión definitiva, un nuevo Abuso —la Dejación por Elevación— vino a invadir las esencias de la reserva de ley.
Este segundo Abuso empezó su azote en la segunda década del siglo XXI, cuando los gobiernos, legítimamente preocupados por los efectos que en la contribución de todos al sostenimiento de los gastos públicos podría tener la falta de coordinación entre los legisladores de diversos países, enviaron sus emisarios a un cónclave internacional, que primero estaba integrado por la OCDE y el G-20 [recuérdenme que también les explique a mis nietecillos cómo se organiza el mundo], pero luego fue creciendo de tamaño hasta generar lo que se llamó el Marco Inclusivo en el que llegaron a estar representados los gobiernos de 140 países. Y en ese Marco, cual si de unas Cortes se tratara, pero sin representation de ningún tipo (pese a la alta capacidad técnica y el buen hacer de los emisarios de los distintos países) y, sobre todo, sin esas garantías procedimentales que se atribuye a la elaboración de las leyes, se fueron emitiendo documentos, y más documentos, y más documentos, que luego se acogían por los países, en solitario o unidos en Europa, pero sin que en ese acogimiento se pusieran en duda, ni se cuestionaran, ni se debatieran, los aspectos concretos de los mandatos que, incluidos en esos documentos, luego se imponían como obligaciones a los ciudadanos y sin que a nadie pareciera preocuparle en exceso si esa falta de publicidad y transparencia y debate contradictorio en el establecimiento de esas obligaciones (y no ya en el reparto de soberanía entre los estados) se hacía con las exigencias que laten detrás y dan sentido a la reserva de ley.
Fue lo que hubo y nadie se preguntó si debió haberlo habido.
Por último, hizo su aparición el tercer Abuso, bajo la forma de Elusión Artificiosa, en los años convulsos que siguieron al Gran Confinamiento. Este Abuso hizo uso de algunos trámites legislativos de forma contraria a su finalidad. El procedimiento previsto, por ejemplo, para reconocer a las minorías no representadas en el gobierno capacidad de iniciativa legislativa, fue utilizado por el gobierno en lugar del procedimiento expresamente previsto para cuando la iniciativa es suya, hurtando con ello a la tramitación de las normas que establecían nuevos gravámenes los informes de los consejos de sabios. También se utilizó el trámite de enmiendas, destinado a mejorar la regulación de una materia que ya está en proceso de elaboración, para introducir materias completamente diferentes, hurtando no solo los informes de los sabios sino también la publicidad anticipada y la posibilidad de debate contradictorio… o sea, hurtando todas las garantías procedimentales que laten detrás y dan sentido a la reserva de ley.
Fue lo que hubo a sabiendas de que no debió haberlo habido.
¡Pues, vaya! —protestarán enfurruñados mis nietecillos— eso de la reserva de ley sí que es un cuento. ¡Un cuento chino! —apostillará el más revoltoso de ellos—. Y esa abuela de mis futuros nietecillos que, D.m., seré yo, callará y no dirá nada porque, la verdad, dudo de que llegue a esas fechas con muchas fuerzas para explicarles que no, que no, que eso de la reserva de ley no es ningún cuento sino una cosa muy trascendente e importante en un Estado que se define como democrático y de Derecho.
Abuelita Gloria —dirá de nuevo mi nietecilla la observadora—, y si la reserva de ley como forma para evitar injerencias injustas y arbitrarias en la esfera de la propiedad de la gente común y corriente se convirtió en un cuento, ¿qué se hizo para evitar la opresión fiscal?, ¿o es que la gente común y corriente quedó sometida al capricho tributario de los gobernantes?, ¿se llegó a aceptar que el hecho de que las normas tuvieran el marchamo formal del rango de ley impedía toda consideración sobre su bondad pues debían considerarse fruto de una soberanía nacional aunque en el fondo fueran más bien fruto del gobierno soberano?
Y ante tal retahíla de preguntas, pasaré a la tercera parte del cuento.
Tercera parte. Los otros límites del poder tributario
Sucedió, queridos niños, que al mismo tiempo que se generalizaban los tres Abusos también ocurrieron, para fortuna de la gente común y corriente, otras cosas. Y es que, tras las terribles enseñanzas que trajo consigo la II Guerra Mundial, se concluyó que la mera legitimidad democrática de las normas no bastaba, no era suficiente, para garantizar la ausencia de opresión fiscal… o de otro tipo. Surgieron así otros límites al poder en general, y al poder tributario en particular: Derechos que los distintos países reconocieron a la gente común y corriente y Principios que se entendía que debían inspirar la regulación de las distintas materias.
En la parte de la materia tributaria que ahora nos ocupa (el establecimiento de contribuciones y levas para atender al sostenimiento de los gastos comunes) el Derecho reconocido a la gente común y corriente y que esta podía oponer como límite al poder estatal era el de propiedad. Se reconoció así, en un acuerdo internacional firmado en 1952 [saben Uds. que me refiero al Protocolo adicional n.º 1 al Convenio para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales], que “toda persona física o jurídica tiene derecho al respeto de sus bienes” y que “nadie podrá ser privado de su propiedad sino por causa de utilidad pública y en las condiciones previstas por la ley y los principios generales del Derecho internacional”.
Abuelita, me interrumpirá aquí el mellizo de la observadora, ¿pero si los impuestos ya tienen siempre utilidad pública (contribuir al sostenimiento de los gastos públicos) y se han de establecer necesariamente por ley (aunque sea una ley aprobada de la misma forma que un mago se saca un conejo de la chistera), ¿no se entendía que los impuestos ya cumplían per se las condiciones en las que la privación de la propiedad está permitida según ese acuerdo internacional?
Y tendré que explicarles que aunque los tributos, efectivamente, siempre persiguen una causa de utilidad pública, la jurisprudencia de la Corte de Estrasburgo, que son los jueces encargados de interpretar ese acuerdo internacional de 1952, entendió que las normas que aprobaban los tributos no quedaban excluidas del doble análisis que era necesario realizar para verificar si la injerencia en la propiedad era admisible o no. [A aquellos de Uds. que sigan creyendo que la materia tributaria constituye una excepción al margen de las reglas generales establecidas en el artículo 1 del Protocolo n.º 1 del Convenio, les invito a revisar la amplia jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que analiza el cumplimiento de estos dos requisitos (establecimiento por ley y utilidad pública) en materia tributaria y que rechaza que la conocida como “excepción tributaria” del párrafo segundo del artículo 1 del Protocolo n.º 1 del Convenio excluya su análisis. Con eso de la “excepción tributaria” ya saben Uds. que me refiero al inciso del artículo que dice que “las disposiciones precedentes se entienden sin perjuicio del derecho que tienen los Estados de dictar las leyes que estimen necesarias para (…) garantizar el pago de los impuestos, de otras contribuciones o de las multas”].
Continuaré explicándoles así que en ese doble análisis, la Corte de Estrasburgo entendía, en primer lugar, que la ley que establecía las condiciones en las que se podía producir la privación de la propiedad —o, en lo que ahora nos interesa, en las que se podía exigir el tributo— no podía, con independencia de su origen (la Corte de Estrasburgo admitía a tal efecto su origen tanto legislativo como jurisprudencial), ser una ley cualquiera, sino que debía reunir ciertas condiciones de calidad: debía ser clara, accesible y previsible. En cuanto a que la privación se efectúe por causa de utilidad pública, la Corte de Estrasburgo consideraba necesario, en segundo lugar, valorar si en la persecución de esa causa de indubitada utilidad pública que es garantizar el pago de los impuestos, se efectuaba una “justa ponderación” entre las demandas de los intereses generales de la comunidad y las exigencias que conlleva la protección de los derechos fundamentales del individuo pues, según esos jueces, también en esta materia debe existir una razonable relación de proporcionalidad entre los medios empleados y los fines perseguidos, y no cabe aceptar que, en las circunstancias concretas de un particular, la aplicación de la legislación fiscal resulte en una carga irrazonable que socave esencialmente su situación financiera [les remito a la lectura de la STEDH de 14.05.2013, asunto N.K.M c. Hungría, apdo. 42, donde se dice exactamente eso que les contaré a mis nietecillos del futuro].
El derecho de propiedad, como límite al poder tributario del Estado, quedó así emparentado con una serie de Principios reconocidos en nuestra Norma Suprema o, en ese acuerdo internacional, o en otras normas del ordenamiento jurídico. Entre los más importantes se encontraban, queridos niños, los de Capacidad Económica, Legalidad, Seguridad Jurídica, Proporcionalidad, o No Confiscatoriedad. Fueron estos Principios los que permitieron que en la interpretación y aplicación de las leyes tributarias, los jueces pudieran alcanzar resultados sensatos y razonables dentro del marco jurídico que les había sido dado, más amplio que la propia ley.
Abuelita, abuelita —me interrumpirá ahora el más pillín de mis nietecillos, con el ánimo de poner en aprietos, sabiendo de qué pie cojea, a su pobre abuela— eso de la interpretación con arreglo a los Principios, y no solo con arreglo a lo que dice la ley, ¿no podía resultar contraria a ese “saber a qué atenerse” que, a la postre, o eso nos contaste en otro cuento y nos has dicho tú misma, abuelita, tropecientas veces, es la razón por la que la mayor parte de las normas, y desde luego las tributarias, han de estar por escrito?
Y si para entonces no he cambiado de opinión, les explicaré que para su abuela, en efecto, la aplicación de la norma debe siempre empezar por lo que esta dice. Y partiendo de lo que esta dice, pueden darse circunstancias en las que la utilización de los Principios para iluminar su mandato es legítima, sin poner en riesgo la seguridad jurídica de los destinatarios de las normas. Por ejemplo, cuando lo que dicen las leyes admite distintas interpretaciones y hay que optar por una de ellas. O, por ejemplo, cuando el sentido literal de la norma abarca más casos de los que se deducen de sus justificaciones subyacentes o al revés, que el sentido literal abarque menos de lo que se deduce de ella. [Lo que mis nietecillos, cuando sean universitarios, llamarán interpretación restrictiva, en el primer caso, o interpretación extensiva o analogía (que ya sabemos que las diferencias entre una y otra son bastante nebulosas) en el segundo]. O cuando el sentido literal de la norma, aplicado a un caso concreto, produce una vulneración de un Derecho reconocido al individuo. Y les explicaré que, al juicio de su abuela, si es que para entonces no ha cambiado de opinión, no es lo mismo que los Derechos, o los Principios, se utilicen para limitar el poder soberano cuando impone obligaciones a la gente común y corriente, que al revés. Y es que esa abuela de mis futuros nietecillos que, D.m., seré yo, considerará sin duda alguna, porque sí dudo mucho que en eso cambie de opinión, que esto último (utilizar los Principios para imponer a la gente común y corriente obligaciones tributarias que no se desprenden de lo que la ley dice) debería estar radicalmente prohibido.
Pero, abuelita —me interrumpirán esta vez todos a coro, pues todos tendrán un muy equilibrado sentido de la justicia— ¿no es acaso eso hacer trampas?, ¿no deberían las reglas del juego ser iguales para todos?, ¿cómo puedes defender tú, abuelita Gloria, que las armas no sean las mismas para todos los concernidos en la materia tributaria? Y entonces tendré que explicarles, con todos los matices que de ahora hasta entonces haya podido introducir en mi posición, que cuando se trata de las relaciones entre el poder y los ciudadanos esa igualdad de armas nunca fue tal. Que al poder, precisamente por la importancia de la misión que se le encomienda (lo de allegar recursos para el sostenimiento de los gastos públicos, cuando se trata del poder tributario) siempre se le reconoció unos privilegios envidiables: podía decidir por sí mismo (sin necesidad de acudir al juez) los derechos que le correspondían o le dejaban de corresponder con arreglo a su lectura de ley, declarando a los ciudadanos deudores suyos; podía dar satisfacción por sí mismo (sin necesidad de contar con el juez) a esos derechos, cobrándose sus créditos sobre el patrimonio de los previamente declarados deudores; y podía hacer todo esto, además, presumiendo de que sus actos eran válidos y estaban bien adoptados, mientras no viniera un juez a enmendarle la plana. Frente a esos privilegios, en cambio, los administrados solo contaban con sus Derechos y con los Principios…, y sí, con lo que decía la ley.
Creo que a la abuela de mis futuros nietecillos que, D.m., seré yo, le seguirá pareciendo que esos Derechos y Principios resultan imprescindibles para reequilibrar lo que nunca estuvo equilibrado. Que fueron, son y serán lo menos que puede haber…
Y con estas ideas tan poco ortodoxas y tan desordenadas a modo de colorín colorado, aquí les dejo otro cuento tributario no sé yo si bien acabado.
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Coda.
Las lecturas a las que me refería al principio, muy recomendables todas ellas, son las siguientes: el trabajo “Principios, antinomias, derrotabilidad… misterios y aporías del neoconstitucionalismo y sus parientes cercanos”, de Juan Antonio García Amado, publicado en la Revista Internacional de Pensamiento Político, I época, vol. 17, 2022; las dos siguientes entradas de Rodrigo Tena Arregui en el blog Hay Derecho: la primera (“¿Pero de verdad que el Tribunal Constitucional tiene que decidir sobre el aborto?”) del pasado 7 de febrero de 2023, la segunda (“Los jueces filósofos y legisladores”), más antigua, del 30 de julio de 2015; y la entrada “En materia tributaria, ¿debe prevalecer la legalidad sobre la justicia, o la justicia sobre la legalidad?”, de Marcos Álvarez Suso en el Blog Fiscal del pasado 15 de febrero de 2023.
Aunque la temática concreta que abordan es muy variada, supongo que todas ellas han calado en mí, me han “incomodado” —si me permiten la expresión—, porque tocan un tema, el de la función judicial, que siempre llamó mi atención —de hecho con él comencé mis elucubraciones sobre la lícita planificación fiscal en mi tesis doctoral— y porque, supongo también, hay algo en mí, quizá por sesgos, y por opiniones no del todo formadas, no digo que no, que cada vez recibe con más escepticismo la afirmación o idea latente que me ha parecido encontrar en todas ellas de que las leyes que se publican en el BOE son expresión verdadera de una supuesta soberanía del pueblo. Así debería ser y así sería, sin duda, si la tramitación de las esas leyes respetara, en la letra y en el espíritu, en el fondo y no solo en la forma, el procedimiento que para ellas se ha establecido. Pero para creerme que, en efecto, así es, de verdad de la buena, supongo que tendrían Uds. que convencerme, y créanme que estoy dispuesta a que lo hagan, de que eso de la reserva de ley no es en el fondo un cuento del pasado, más o menos bonito, para mis nietecillos del futuro…
Ya lo siento, pero es lo que hay.
Estupendo artículo. Deberia leerse por los que ahora afirman que en España la seguridad juridica es equiparable a la de otros lugares. Añádase que tenemos unos procedimientos de resolucion de conflictos (EA y judicial) que se cuentan entre los mas lentos del planeta.
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