La Administración ejerce un poder funcional al servicio de los intereses colectivos a los que se consagra, pues carece de aspiraciones propias, como puso de manifiesto Manuel Ballbé en su Enciclopedia mediante la noción de Civil service, porque en ella lo esencial, lo decisivo, es precisamente la función y el público a la que se le presta, en la que el instrumento –el cuerpo, como conjunto de funcionarios, por seguir sus términos– no predomina, sino que se muestra sólo como un medio.
Estas funciones exigen justificar su desempeño conforme a la ley y el Derecho, por mandato constitucional, adquiriendo singular relevancia el fundamento de su actuación, que, como es sabido, descansa en la motivación, tanto más intensa y rigurosa cuanto se trata de situaciones que en el tráfico administrativo pueden calificarse de insólitas al no referirse a actuaciones que se producen masivamente.
Así es como ya la Ley de Procedimiento Administrativo, de 17 de julio de 1958, en su artículo 24 disponía que “Los interesados con capacidad de obrar podrán actuar por medio de representante; se entenderán con éste las actuaciones administrativas cuando así lo so licite el interesado”. Por tanto, de aquellas, salvando escasos supuestos especiales, la fórmula general consistía en no exigir la concurrencia en el representante de los interesados condición alguna.
Merecen reproducción las palabras de López Nieto en su Procedimiento Administrativo –1960– por su alcance y perennidad: “En primer lugar, cuando nos habla la Ley de los representantes, no exige cualidad alguna a los mismos, por lo que estimamos que la representación puede recaer en cualquier persona con capacidad de obrar. Evidentemente que no sólo no existe obstáculo en que sea el representante un profesional del Derecho, sino que, de haberlo, será conveniente que lo sea, pues se dan en la práctica muchos tipos de expedientes de complejidad jurídica bastante como para demandar los conocimientos de una persona que asesore, dirija y hasta defienda a los interesados. No aludimos aquí, en cambio, a la simple labor de gestión en las oficinas públicas, que en una buena Administración ha de ser de todo punto innecesaria. El asesoramiento general y las gestiones sencillas que exige el trato normal de los particulares con los órganos administrativos han de quedar cubiertos, de un lado, con las Oficinas de Información, y de otro, con el perfecto funcionamiento de los servicios”.
En la actualidad, el artículo 5 de la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas, no difiere en lo sustancial de sus predecesoras, de suerte que permite a los interesados comparecer en los procedimientos personalmente o por medio de representante. Lo mismo sucede, con algunos matices que ahora no merecen consideración, en el ámbito del Derecho Tributario, por conducto del artículo 46 de la LGT, que regula la figura del representante voluntario con el que se entenderán las actuaciones, salvo que se haga manifestación expresa en contrario.
Paralelamente, en aras de la efectividad del deber de contribuir al sostenimiento del gasto público, se establecen deberes de colaboración con la Administración en el artículo 29 de la LGT, que, bajo la imprecisa rúbrica de obligaciones tributarias formales, impone, entre otras, la de facilitar la práctica de inspecciones y comprobaciones administrativas –letra g]– aportando la documentación con trascendencia tributaria requerida por imperativo legal –letra f]–.
Esta formulación exige su conjugación con el artículo 3.2 de la LGT, cuando al establecer los principios que ordenan el sistema tributario, señala que “la aplicación del sistema tributario se basará en los principios de proporcionalidad, eficacia y limitación de costes indirectos derivados del cumplimiento de obligaciones formales y asegurará el respeto de los derechos y garantías de los obligados tributarios”. Al decir del Tribunal Supremo en sentencia de 26 de junio de 2014 –Rec. núm. 1421/2012–: “estos principios manifiestan que la justicia del sistema tributario no depende solo de la configuración teórica de las normas, sino también de cómo se aplican en la práctica por la Administración tributaria a la que están dirigidos”.
El artículo 34.1.k) de la LGT, por su parte, reitera el mandato del artículo 3.2 del mismo texto legal, si bien presentándolo como un derecho del obligado a que las actuaciones de la Administración tributaria que requieran su intervención se lleven a cabo en la forma que le resulte menos gravosa, siempre que ello no perjudique el cumplimiento de sus deberes.
Sin embargo, el artículo 142.3 de la LGT, establece una singular prerrogativa: “Excepcionalmente, y de forma motivada, puede requerirse la comparecencia personal del obligado tributario en los procedimientos de inspección, cuando así lo exija la naturaleza de las actuaciones a realizar”. Ello nos acerca a la sentencia del Tribunal Supremo de 8 de abril de 2024 –Rec. núm. 9079/2022–, de la que puede extraerse que la indispensabilidad de la presencia del administrador único de la sociedad radicaba en su conocimiento del funcionamiento de la empresa dentro de su actividad.
Al parecer, su aparición en escena era imprescindible para formularle preguntas sobre cómo se realizaban los diversos procesos administrativos y profesionales, tanto con los clientes como con los proveedores de servicios, así como la forma de gestionar los diversos centros de trabajo en los que actuaba dicho administrador y socio único, que podía contestar como tuviese por conveniente, precisamente por ser quien mejor conocía las respuestas, como lo acreditaría el hecho de que el representante compareciente no supo responder a varias consultas que realizó la inspección sobre el funcionamiento de la empresa –lo que se habría resuelto mediando una contestación posterior, tras el oportuno contraste, como tantas veces ocurre–.
No se mencionan, porque no toca, los conocimientos técnicos sobre las cuestiones llamadas a ser atendidas, ligados, v. gr., a la resbaladiza e inabarcable trascendencia tributaria, por no aludir a la fragilidad de la autoincriminación en el seno de una indagación inquisitiva que a todos nos corresponde soportar –de ahí la clarividencia de López Nieto en el párrafo reproducido supra–, permaneciendo inexplorados los efectos del tránsito del terreno de la mera sospecha de una eventual defraudación a la cota del indicio racional, cuando parece que se cruza la delgada línea que separa al inspeccionado del investigado material donde, en mi sentir –llámenme ingenuo–, deberían aparecer las vigorosas garantías procesales inherentes a la situación advertida –ex artículo 24.2 de la CE–. Tampoco se impide la presencia de asesores, faltaría más, pero cabe suponer que una sugerencia de reserva dicharachera al interfecto habría culminado en un episodio parejo al sucedido, lo que no deja de ser inquietante.
El caso es que, en lo que nos ocupa, la renuencia del administrador interpelado es correspondida con una sanción de 15.000 euros a la sociedad, apoyada en el artículo 203.1.c) de la LGT por la comisión de infracción tributaria consistente en ofrecer resistencia, obstrucción, excusa o negativa a las actuaciones de la Administración tributaria, que se entiende producida cuando el sujeto infractor, debidamente notificado al efecto, haya realizado actuaciones tendentes a dilatar, entorpecer o impedir las actuaciones de la Administración tributaria en relación con el cumplimiento de sus obligaciones; entre otras: “La incomparecencia, salvo causa justificada, en el lugar y tiempo que se hubiera señalado”.
Nada que objetar a la aplicación del régimen de infracciones y sanciones tributarias a personas jurídicas, considerando el contenido patrimonial del reproche, que puede ser asumido por aquellas –societas delinquere non potest, sed puniri potest–, pero afloran dudas sobre la conexión entre el título de imputación y el presupuesto normativo, atendiendo a la incomparecencia exigida en el tipo, pues una cosa es asumir que la ausencia del elemento volitivo en la ficción societaria no impide un correctivo directo –anudado a una protección eficaz del bien jurídico tutelado–, y otra discernir a quién atribuir una conducta que integra objetivamente la infracción omisiva de referencia.
Es cierto, como afirma Alfaro Águila-Real, que la personalidad jurídica supone el derecho de las personas físicas a actuar en el tráfico como un centro unificado de imputación –un patrimonio separado– independiente de quienes forman la organización, lo que explica la capacidad de la sociedad para operar en su propio nombre, ostentando capacidad de obrar, de modo que la actuación de sus órganos supone una declaración de voluntad jurídicamente atribuible a la persona jurídica, como también es verdad que la infracción se refiere a un comportamiento refractario respecto de las obligaciones tributarias propias –no extensible a las ajenas–, lo que induce a confusión –al menos a quien habita en la duda, como el que suscribe–.
Tampoco parece cuestionable el apriorismo: quién gestiona o dirige un negocio conoce bien su funcionamiento, pero –de nuevo la mala leche de la conjunción adversativa– no queda tan claro si, disponiendo la Administración de 18 meses para realizar sus funciones inspectoras, con carácter general –artículo 150.1 de la LGT–, y de medios omnipotentes, la actuación perpetrada supera cabalmente un juicio de proporcionalidad: idoneidad, necesidad y equilibrio entre los intereses en conflicto; lo que engarza con la suficiencia de la motivación, que en el raquítico entendimiento de este servidor, no termina de advertirse idónea para soportar el grado de excepcionalidad que caracteriza a la medida adoptada, pudiendo incurrir, caso de malinterpretarse expansivamente, en una proscrita manifestación de poder –sit pro ratione voluntas–, rayana en lo arbitrario.
*Versión ampliada del artículo publicado en la revista Iuris&Lex de El Economista.