En Córdoba, cuando yo era chiquita, las discusiones infantiles se sentenciaban con una frase a la que conferíamos el poder taumatúrgico de silenciar al oponente. Algo así como “cartucho, cartucho, que no te escucho”. Supe después, andando el tiempo, que el sortilegio que entre los infantes madrileños se estilaba para conseguir el mismo efecto era otro, menos respetuoso —algo así como “habla chucho, habla chucho, que no te escucho”—, pero más contundente que el de mi niñez cordobesa, pues este último admitía una réplica, supongo que también de creación autóctona, realmente devastadora: algo así como “papel, papel, que no te quiero ver”.
Como en el futuro que les espera a mis nietecillos esos recursos dialécticos estarán probablemente colonizados por nuestros parlamentarios —no como en el hoy presente, en el que, pinganillo mediante, son todos ejemplo de escucha activa y respetuosa al adversario—, tendrán mis nietecillos y sus amigos que buscarse otros sortilegios con los que callar a sus menudos oponentes. Podrán emplear, por ejemplo, un “pues pleitos tengas y los ganes, chaval”… una vez, eso sí, que les haya explicado algo que Uds., como buenos conocedores que son de cualquiera de las versiones del Cuento tributario de nunca acabar, ya saben bien: que ese sortilegio no puede ser pronunciado así como así por cualquier bagatela y que debe quedar reservado a situaciones de excepcional y extrema gravedad.
Así, para que mis nietecillos del futuro puedan calibrar de forma adecuada la enorme inquina y el rencor atávico que esa sentencia conjura, creo que les vendrá bien el relato de alguna —una de tantas— de nuestras odiseas tributarias.
Por ejemplo, de la siguiente.
Ulises, Odiseo y la guerra de Troya. El pleito que se tuvo y se ganó
En este maravilloso país nuestro, habitó hace muchos años un profesional, reputado y de gran sentido común, que de todos era conocido como Odiseo, fecundo en sabios consejos. Para prestar sus servicios, Odiseo, mucho antes del tiempo en que comienza esta historia, había constituido una sociedad, a la que llamó y todos conocieron como Ulises, su alter ego, también de sabios consejos.
Pero por las fechas en las que da comienzo esta historia, eso de que los profesionales constituyeran sociedades para prestar sus servicios no siempre se consideraba bien hecho. Así, cuando no había más aportación a la sociedad que el buen quehacer de su socio profesional y este no era adecuadamente remunerado, los inspectores entendían que esa forma de actuar constituía un burdo intento de soslayar la progresividad del impuesto que recae sobre el socio y que esa elusión constituía una afrenta al deber de solidaridad en el sostenimiento de los gastos públicos muy muy grave. Casi equiparable en su gravedad, queridos niños, a la del rapto de Helena por Paris. Un ultraje inaceptable, en el parecer inspector, que no podía quedar sin su correspondiente declaración de guerra, bajo la forma —claro está— de regularización administrativa.
Esa regularización administrativa —seguiré contándoles an mis nietecillos— se materializaba en no menos de tres actos administrativos distintos. El primero, dirigido a la sociedad, para devolverle el impuesto que ella había pagado sobre la renta que, en el parecer inspector, correspondía verdaderamente al socio. Los dos restantes, dirigidos al socio, para exigirle el impuesto que dejó de pagar y para sancionarle, además, por haberse tratado de escaquear en ese deber de solidaridad que es la obligación de apoquinar el impuesto que a uno le toca pagar. Pero ocasiones había, queridos niños, en las que el número de actos administrativos en los que se materializaba la declaración de guerra llegaba hasta cinco. Así sucedía —les explicaré— cuando los inspectores aceptaban la realidad de los servicios prestados por el socio y lo único que discutían era su escasa remuneración, pues en estos casos la ley obligaba a aislar en actos administrativos separados el efecto del mayor impuesto que debía ser pagado (por el socio) o devuelto (a la sociedad) si al primero se le hubiera retribuido a valor de mercado. Y una declaración de guerra de este tipo (con sus cinco actos administrativos) fue la que se dirigió contra Odiseo y Ulises, Ulises y Odiseo, en los albores de esta historia que os cuento ahora… pese a que Ulises contaba con una fiel tripulación de aqueos para dar sus consejos, y no solo con la sabiduría de Odiseo.
Y como suele suceder, el contencioso a que dio origen esa declaración de guerra, esa regularización administrativa, superó en duración a la mismísima guerra entre aqueos y troyanos que Homero nos narra en la Ilíada pues, con todas y cada una de sus batallas, se prolongó, sin exagerar nada de nada, durante más de una década.
Abuelita, abuelita —me interrumpirán aquí mis nietecillos— ¿a que es por eso de la larga duración por lo que tener pleitos no es bueno y por lo que no debemos utilizar el conjuro maldito alegremente?, ¿a que sí? Y tendré que pedirles un poquito de paciencia porque, aunque la larga duración de los pleitos es ya una pena en sí misma considerada, no es eso, por sí solo, lo que convierte en grave maldición el no rendirse ante la declaración de guerra administrativa y el plantar batalla a los actos dictados por la inspección.
Pero, abuelita, abuelita, nuestros Odiseo y Ulises ¿ganaron o perdieron esa guerra?, me preguntarán entonces, haciendo caso omiso a mis peticiones de paciencia. Y les contaré que en el caso de nuestros héroes, la contienda emprendida por Ulises terminó cuando los dioses del Olimpo jurídico, que son los jueces y tribunales que deciden el sino de las batallas entabladas entre los aqueos-ciudadanos y los troyanos-inspectores, dictaron una sentencia que, aunque en algún punto dio la razón a estos últimos, estimó el grueso de lo que Ulises reclamaba y reconoció que sus sabios consejos prestados a terceros no eran personalísimos de Odiseo sino que verdaderamente habían requerido la colaboración de otros muchos aqueos, también fecundos en ofrecer sus pareceres a modo de asesoramiento. Con ello, Ulises se encontró con un pleito ganado en el que se anulaba la liquidación administrativa relativa a la remuneración pagada a Odiseo por sus sabios y buenos consejos. Poco tiempo después, sabedores del final de la guerra emprendida por Ulises, los dioses del Olimpo jurídico se mostraron asimismo favorables a Odiseo y dictaron otra sentencia en la que anulaban no solo la liquidación relativa a la remuneración recibida de Ulises, sino también el acuerdo sancionador en su totalidad, siendo así que la anulación de este último la consideraban una consecuencia ineludible de la de la primera.
Se encontraron pues, Ulises y Odiseo, Odiseo y Ulises, con sendas sentencias dictadas por los dioses del Olimpo jurídico que les daban la razón en lo que era crucial para ellos, y pensaron ambos, con gran regocijo interior, que sería el momento de emprender el camino hacia la Ítaca de la ejecución de sentencia y conseguir en ella la devolución de lo ingresado de más (el mayor impuesto y la sanción que le habían reclamado a Odiseo), previo pago por Ulises de lo que los inspectores, despechados por su supuesto burdo intento de ayudar a Odiseo a eludir la progresividad de su impuesto, le habían previamente devuelto. Porque habéis de saber, queridos niños, que en las batallas tributarias las indemnizaciones de guerra se exigen a los ciudadanos por adelantado, antes de saber si saldrán victoriosos o vencidos de ella.
El viaje a la Ítaca de la ejecución de sentencia de Ulises… sin Odiseo
Sucedió entonces que Eneas, consejero de los troyanos-inspectores [Uds. ya saben que me refiero al Abogado del Estado], consideró necesario solicitar aclaración a los dioses del Olimpo sobre lo que habían querido decir al anular el acuerdo sancionador como consecuencia ineludible de la anulación de la liquidación. Y aunque Odiseo, de sabios y buenos consejos, confiaba en que los jueces del Olimpo no tardarían mucho en aclarar lo que fuera pertinente a Eneas, consejero de los inspectores-troyanos, esa confianza se esfumó por completo cuando una huelga convocada en las dependencias del Olimpo [bueno, Uds. ya saben que en realidad fueron dos: la de los Letrados de la Administración de Justicia, y la de sus funcionarios] lo dejó prisionero de los tiempos contencioso-administrativos. Y así como la ninfa Calipso retuvo al Odiseo homérico (el de las muchas argucias) en la isla Ogigia durante largos años, la huelga Colapso retuvo a nuestro particular Odiseo (el de los sabios y buenos consejos) en la isla judicial del Olimpo durante algunos meses… que le supieron a años.
Así que Ulises, al que le habría encantado esperar a Odiseo para emprender juntos su viaje hacia la Ítaca de la ejecución de sentencia, vio cómo la sentencia con la que los dioses le favorecían adquiría firmeza y cómo se consideraba inexorable su llegada a Ítaca en solitario.
Pero abuelita, abuelita —me interrumpirán alarmados mis nietecillos— ¿quiere eso decir que los troyanos-inspectores pidieron a Ulises que devolviera lo que ellos le habían previamente devuelto sin devolver ellos, al mismo tiempo, nada de lo que habían reclamado a Odiseo? Y tendré que explicarles que, a diferencia de lo que sucede en ese presente que será el futuro en el que les estaré contando este cuento, eso de las regularizaciones que afectan a diversos obligados tributarios, y que admiten que cada uno libre la guerra por su parte, no estaba bien resuelto en la ley y en la práctica forense de ese pasado que es hoy el presente que nos entretiene a todos. [Uds. perdonen si peco de optimismo sobre el futuro que, al menos en eso, les espera a mis nietecillos, pero es que la resolución del TEAC de 29 de mayo de 2023 (RG 3013/2021) me ha hecho abrigar la esperanza de que los viajes a la Ítaca de la ejecución de sentencia de futuros Odiseos y Ulises tributarios nunca más se harán en solitario. Les recuerdo, por si necesitan Uds. también un rayito que ilumine las sombras del futuro que les espera a nuestros nietecillos, que esa resolución considera que la “evidente” voluntad de la ley es que “los ajustes por operaciones vinculadas se realicen obligatoriamente de forma bilateral” y que concluye, tanto para «lo regularizado por la Inspección» como para «lo revisado a posteriori», que “el respeto al principio de bilateralidad (…) exige que, una vez anulada la regularización que recogía la fijación administrativa del valor de mercado en uno de los sujetos que intervienen en la operación, es necesario, para evitar situaciones asimétricas contrarias al ordenamiento jurídico, anular los ajustes practicados por el mismo concepto en la contraparte interviniente en la operación”].
El caso es que —retomaré el cuento para mis nietecillos—, sea por la demora causada por Colapso, sea por otras razones, que en este punto las crónicas nada dicen con certeza, los troyanos-inspectores que poblaban la Ítaca de la ejecución de sentencia no quisieron esperar más y acudieron con sus correspondientes acuerdos a recibir a Ulises.
Exhausto pues Ulises al llegar a la Ítaca de la ejecución de sentencia, se encontró con un cortejo de bienvenida que comprendía dos acuerdos. El primero, que aislaba el efecto del valor de los servicios pagados a Odiseo, y que era la batalla en la que Ulises había recibido el favor de los dioses del Olimpo jurídico, le pareció impecable y fue tan de su agrado que ningún inconveniente tuvo en pagarlo. Pero así como el Ulises homérico no tuvo más remedio que oponerse a los pretendientes de Penélope, nuestro Ulises tributario no tuvo más remedio que objetar que lo pretendido en el otro acuerdo, el de ejecución global, no era en algunos puntos —errores aritméticos, o ausente compensación de bases imponibles negativas que surgían ex novo en la ejecución— conforme a derecho.
Sentía Ulises, por tanto, que la llegada a Ítaca no había sido todo lo apacible que a él le hubiera gustado y que debía volver a entablar una nueva discusión para alcanzar el sosiego anhelado.
Los cantos de sirena del pie de recurso
Pues bien —seguiré narrando a mis nietecillos, que me escucharán muy calladitos, pues sus pequeñas almas sensibles ya habrían empezado a calibrar el enorme peligro de la maldición jurídica— para identificar el campo en que debía librarse esa nueva batalla, los acuerdos de ejecución recibidos por Ulises indicaban, en un párrafo conocido, queridos niños, como «pie de recurso», que se debía acudir a los mismos dioses del Olimpo jurídico que se mostraron favorables en la sentencia luego en Ítaca ejecutada. Afirmaban así que, en caso de disconformidad, se podría plantear “incidente de ejecución ante el tribunal sentenciador, de acuerdo con lo dispuesto en el artículo 109 de la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa”. Y, aunque esta es, ciertamente, la regla general para determinar el campo en el que se han de librar las batallas contra un acuerdo de ejecución, nuestro Ulises era consciente de que el Zeus de nuestro Olimpo jurídico, que disfruta del rayo de la función nomofiláctica y que reúne los criterios interpretativos, así como el griego amontonaba las nubes, había dicho [ya saben Uds. que me refiero a las SSTS de 22.12.2020 (rec. 2931/2018) y de 3.5.2022 (rec. 4824/2020)] que dictada “una sentencia estimatoria que anula la liquidación impugnada, la ejecución de lo resuelto corresponde al juzgador conforme al fallo y al contenido de la propia sentencia, atendiendo a lo dispuesto en los arts. 103 y ss. de la LJCA y en seno de la propia tramitación de la ejecución de sentencia, debiéndose acudir [enfatizaré en mi narración] a un cauce procedimental diferente sólo cuando el nuevo acto aborde cuestiones inéditas y distintas”. También era consciente nuestro Ulises que igual relevancia atribuía Zeus al carácter novedoso e inédito de las cuestiones planteadas en el acuerdo de ejecución para determinar el cauce idóneo de impugnación de actos dictados en cumplimiento de una previa actuación administrativa confirmada por sentencia desestimatoria [ya saben Uds.: STS de 22.12.2022 (rec. 8511/2021)].
Siendo, pues, Ulises conocedor de que el Zeus jurídico entendía que debía acudirse a un cauce procedimental diferente al del incidente de ejecución cuando las cuestiones planteadas eran inéditas y distintas, y considerando que la corrección de un error aritmético o material que se comete por vez primera en el acuerdo de ejecución, o la compensación de un crédito fiscal que se reconoce por vez primera en esa ejecución, son ejemplos paradigmáticos de lo que los mortales que no habitan ningún tipo de Olimpo vienen entendiendo por novedoso o inédito, pensó que el pie de recurso no había sido del todo correcto y se planteó entonces si debía escuchar o desoír sus cantos de sirena.
Era nuestro héroe también conocedor de que los ciudadanos que se prestaban a escuchar los cantos de sirena de un pie de recurso erróneo se encontraban protegidos por la jurisprudencia (cual el Ulises homérico por las ataduras de sus marineros) sin que acudir a la vía procedimental errónea le pudiera perjudicar [vean si no, por todas, la STC 43/1995]. Pero tampoco podía verse perjudicado, entendía nuestro héroe, aquel ciudadano que, ante los cantos de sirena de un pie de recurso erróneo, se aprestaba a ponerse cera en los oídos (como los marineros del propio Ulises homérico) para seguir el curso procedimental que considera correcto. Sobre todo, si se tiene en cuenta que la preferencia general del incidente de ejecución la razona nuestro Zeus jurídico en el interés del propio recurrente: en la demora desproporcionada y, por ello, insoportable, que se causaría al aqueo-ciudadano al que se obligara a transitar de nuevo la vía económico-administrativa, con sus dos posibles instancias, y la impugnación jurisdiccional, también con sus diversas instancias, para dar respuesta a un debate en el que ya ha habido un pronunciamiento jurisdiccional, que sólo resta ejecutar en sus propios términos. Considerando nuestro Ulises, por tanto, que recurrir en reposición no causaba daño a tercero y que los debates que ahora se suscitaban (el de los errores aritméticos incurridos o el del derecho a compensar los créditos fiscales que se reconocían en ella) no habían sido objeto de pronunciamiento jurisdiccional alguno, decidió ignorar los cantos de sirena del pie de recurso y plantear batalla ante el mismo órgano autor del acuerdo de ejecución global.
Pero abuelita, abuelita —querrán ahora saber mis nietecillos, todo intrigados— ¿no es mejor alejar la batalla, aunque se trate de cuestiones novedosas o inéditas, de quien es el autor del acto que se entiende mal ejecutado? Y tendré que recordarles que así como un héroe tan irascible como Aquiles fue capaz de apreciar la justicia en el ruego de un padre, y mostrarle compasión, cuando Príamo le pidió recuperar el cadáver de Héctor, nuestro Ulises pensó que unos inspectores-troyanos, regidos por los principios de buena fe, eficacia administrativa y buena administración, actuarían con mayor celeridad que un ocupado dios del Olimpo jurídico, y corregirían el acuerdo de ejecución global tan pronto como se pusiera en su conocimiento que incurría en errores aritméticos palmarios (pues esto pueden hacerlo incluso de oficio), o que, en contra de lo exigido por la jurisprudencia, en él no se le habían reconocido todos los derechos inherentes a la nueva situación tributaria resultante de la liquidación que debió ser dictada tras la comprobación administrativa y, en concreto, el derecho a compensar las bases imponibles negativas que se determinaban por vez primera en ella [ya saben: SSTS de 20.11.2021, rec. 4464/2020 y de 26.1.2012, rec. 5631/2008]. Así que Ulises interpuso recurso de reposición contra el acuerdo de ejecución global y solicitó su suspensión automática. Y cruzó los dedos en la esperanza, ésta sí gratuita e infundada, de que, antes de su resolución, la huelga Colapso hubiera liberado de sus garras a Odiseo, facilitando el reencuentro con su alter ego en la Ítaca de la ejecución de sentencia.
Las sacudidas de Poseidón y el encuentro con Polifemo
Pasó el tiempo y seguía Ulises sin noticia del recurso interpuesto ante los inspectores-troyanos sobre las cuestiones inéditas que planteaba el acuerdo de ejecución global, ni de los avatares del pobre Odiseo, afectado aún por los estragos de la huelga Colapso, cuando despertó de su letargo el Poseidón tributario, que toma posesión de las cuentas y bienes de los obligados tributarios, sacudiendo sus haciendas y sembrando la inquietud en sus almas, así como el Poseidón homérico sacudía la tierra de los hombres llenándolos también de angustia y desasosiego. Y como siempre que despierta, ese Poseidón tributario [ya saben Uds. que me refiero a los órganos de recaudación] anunció su próxima sacudida a Ulises mediante un heraldo que se llama, queridos niños, “providencia de apremio”.
Recibió Ulises esa providencia de apremio y pensó que debía tratarse de un error, pues los errores aritméticos denunciados en su recurso implicaban la suspensión automática —y expresamente solicitada, además— de la deuda apremiada. Sabía también Ulises que el Zeus tributario tenía prohibido al Poseidón tributario dictar providencias de apremio de deudas impugnadas mediante recurso de reposición en tanto este no hubiera sido resuelto. [Me refiero, como pueden imaginarse, a la sentencia del Tribunal Supremo de 28 de mayo de 2020 (rec. cas. n.º 5751/2017).] Así que, incólume al desaliento, recurrió nuestro héroe la providencia de apremio por entender que la deuda apremiada se encontraba suspendida [al amparo, ya saben, del artículo 167.3. b) de la LGT] y solicitó, por la misma razón, su suspensión [al amparo, ya saben también, del artículo 165.2 de la LGT].
Cuál no sería su sorpresa cuando, poco tiempo después, y todavía sin noticias de su recurso de reposición ni de la suspensión solicitada contra el acuerdo de ejecución global, se encontró con una nueva sacudida del Poseidón tributario en la que se le comunicaba que su última solicitud de suspensión (la presentada frente a la providencia de apremio) había sido archivada por no haber acompañado a ella el documento en que se formaliza algunas de las garantías previstas en el artículo 224.2 de la LGT (motivación que, por su lejanía con las circunstancias del caso, llenó de asombro a nuestro héroe) y no haber acreditado tampoco la existencia del error material, aritmético o de hecho en el que se fundamentaba la solicitud (lo que elevó su asombro a estupor pues su solicitud hacía referencia y acompañaba como anexo el recurso de reposición contra el acuerdo de ejecución, en el que esos errores se explicaban de forma muy pormenorizada). Para contribuir a su estupefacción, nada se decía, en cambio, sobre el precepto [artículo 165.2 de la LGT] en el que Ulises se había amparado para solicitar la suspensión de la providencia de apremio, en el entendimiento de que la deuda apremiada estaba a su vez suspendida al haber sido recurrida por presentar evidentes errores materiales y aritméticos. Y aunque en ese momento la paciencia de nuestro héroe, al que bien podríamos haber llamado mejor Santo Job, empezó a mostrar señas inequívocas de agotamiento, se sobrepuso nuestro Ulises y lo recurrió, que es lo hacen los aqueos-ciudadanos que reciben un acto administrativo incomprensible cuando, negándoseles la posibilidad que sí tuvo Príamo con Aquiles, no se les permite aclarar el entuerto mediante una conversación cara a cara con su autor…
[Mis nietecillos, sobrecogidos y expectantes, y con sus ojillos (ojazos para su abuela, ya saben) abiertos de par en par, seguirán la narración, llenos de espanto y con el alma en vilo, en un silencio absoluto].
Pues bien —seguiré contándoles— el misterio quedó desvelado cuando, poco tiempo después, nuestro Ulises, de buenos y sabios consejos, recibió una tercera sacudida del Poseidón tributario: la desestimación de los recursos de reposición contra la providencia de apremio y contra el archivo de su solicitud de suspensión. Al parecer, según pudo inferir de lo que se decía en estos nuevos acuerdos, el Poseidón tributario había preguntado a los inspectores-troyanos que habían dictado el acuerdo de ejecución si alguien lo había recurrido y estos le contestaron: “Nadie. Nadie ha recurrido el acuerdo de ejecución, pues el único recurso posible es el incidente de ejecución y no consta que se haya interpuesto”. Y por más que el pobre Ulises se desgañitara diciendo: “Que no, que no, que yo, Ulises, que de verdad soy Alguien, yo sí he recurrido el acuerdo, en recurso de reposición”, los inspectores-troyanos, cual Polifemo que no necesitara ser cegado para no ver, seguían contestando: “Nadie ha recurrido el acuerdo de ejecución, pues nuestro gran ojo se cierra y no ve recurso alguno a menos que se trate del incidente de ejecución, ya que los recursos que pueda presentar un contribuyente que no sigan el trámite procesal que la Administración considera procedente no abren ninguna vía administrativa y ni siquiera nos tenemos que molestar en inadmitirlos para que el aqueo-ciudadano pueda discutir si esa inadmisión es o no conforme a derecho pues ¿acaso no es sabido por todos que la Administración goza del don de la infalibilidad?”. Y el Poseidón tributario dio por buena esta sorprendente respuesta de los troyanos-inspectores y entendió que no había daño alguno al derecho de defensa del aqueo-ciudadano en las sacudidas que le propinó.
Así que el pobre Ulises, que confiaba en la buena fe de los inspectores-troyanos para corregir prontamente los errores palmarios del acuerdo de ejecución, se vio en la necesidad de recurrir todos estos nuevos actos administrativos dictados por el Poseidón tributario ante los dioses menores del Olimpo jurídico [Uds. ya saben que me refiero a la vía económico-administrativa] al tiempo que, visto que su inicial recurso de reposición no iba a recibir respuesta administrativa de ningún tipo (ni sobre el fondo, ni sobre su admisión), elevaba ad cautelam las cuestiones inéditas y novedosas del acuerdo de ejecución al dios del Olimpo que dictó la sentencia primera.
Vaya, abuelita —dirán mis nietecillos recuperando el habla—, pues ya entendemos ahora el horror horroroso que late en el conjuro maldito. Te prometemos utilizarlo con la mayor de las cautelas y solo en situaciones muy extremas… Por ejemplo, para oponernos a los bravucones expulsados de Hogwarts que nos lancen una maldición imperdonable; un conjuro Avada Kedavra, o un Cruciatus, por ejemplo. Seremos buenos, de verdad, pero… porfi, porfi, abuelita, ¿puedes contarnos ahora cómo acaba el cuento?
Y entonces les explicaré que las otras muchas aventuras a las que dio lugar el pleito que se ganó se cuentan en otras historias tributarias: la conocida como Troyaida relata las aventuras de Ulises ante los dioses (menores y mayores) del Olimpo jurídico para batallar contra estos actos administrativos que se generaron en la Ítaca de la ejecución de sentencia; la popular Eneida, las de Eneas, consejero de los troyanos, para discutir la anulación total del acuerdo sancionador ante el Zeus de nuestro Olimpo jurídico; y el viaje de Odiseo hacia la Ítaca de la ejecución de su propia sentencia, en la famosa Ulisea.
Pero como el relato de esta concreta odisea tributaria ya se habrá alargado mucho, y mis nietecillos tendrán que irse a dormir, con un colorín colorado les dejaré, como ahora a todos Uds., con todos esos otros cuentos tributarios pendientes de ser empezados.
Así que sí: Fin.
Muchas gracias Gloria por tu ameno post. Es posible tener la referencia de la sentencia que le dio la razón a Ulises (la inicial)?
Hola, Ignacio. La sentencia no tiene mayor interés general, pues se basó en cuestiones probatorias en las que el valor añadido no está en lo que dice la sentencia.
Llámame si quieres y te comento.
Un abrazo.
Gracias, Gloria, por hacer divertida la narración de un episodio por desgracia no tan infrecuente en nuestro país.
Gracias a ti, José Luis.
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