Ahora que el Estado de derecho ha sido derrotado, me quedan pocas ganas de escribir sobre cuestiones jurídicas. Mucho menos, si cabe, de entresijos tributarios que se diluyen ante la líquida normativa amnistiante. Qué mejor momento, pues, para comenzar una labor que me prometí a mí mismo, y a terceros, hace ya unos cuantos años: escribir un bestiario de anécdotas, etopeyas y prosopografías de personajes que aparecieron en mi memoria durante la vida del modelo 720.
Empezaré por un necesario prólogo en primera persona: qué me llevó a centrar mi vida en ese burdo formulario tributario mal confeccionado, a que tenga amigos (siempre utilizaré acrónimos, en este caso, el de CRP) que me envían fotos de sus 720 calorías consumidas en una máquina de correr o de los 720 correos electrónicos pendientes de leer, que tenga puesto mi despertador cada día laborable a las 7:20 horas de la mañana, que un McLaren 720 se pose en una estantería de mi despacho, regalo de mi socio AGT, o que atisbe una leve sonrisa cuando la consumición en un bar me cuesta 7,20 euros. Esas malsanas manías se las he traspasado, de hecho, a mi querida esposa, que hoy me ha despertado con un mensaje en el móvil diciéndome que había salido a correr justo a esa endiablada hora.
Pues la curiosidad científica por la entonces recién creada obligación fiscal para bienes en el extranjero me llegó, como suele ocurrir con las grandes cosas -léase, el descubrimiento del Nuevo Mundo- por puñetera casualidad o, por mejor decir, por un cúmulo de circunstancias que me empujaron a estudiar esa normativa a fondo.
Al primero que debo agradecimiento es a ADSB quien, presidiendo mi más querida asociación fiscal, dejó vía libre a JRRD para configurar un grupo de trabajo específico para colaborar con la AEAT en la puesta en práctica, o en el pretendido éxito más bien, de la amnistía fiscal de 2012. Ya he hablado sobre ello, pero merece la pena recordarlo: esa fue la única ocasión, repito, la única ocasión, en la que la AEAT ha requerido la colaboración de los asesores fiscales sin amenazas subyacentes. Ya es triste que el diálogo sincero entre administración tributaria y colaboradores fiscales se produjera por una actuación legislativa tan ilegítima, y no por el buen funcionamiento de un sistema que hace aguas por todas partes.
En fin, formar parte de ese equipo DTE (de declaración tributaria especial, es decir, amnistía fiscal en neolengua) me llevó a estudiar a fondo -incluso a pactar “enmiendas” a los dos informes emitidos por Tributos sobre el engendro amnistiante- una normativa que sería la antesala de la declaración de bienes en el extranjero que, como todo el mundo sabe, fue el “palo” que sujetaba el ministro tras la “zanahoria” de regularizar la situación tributaria a un coste fiscal ínfimo, en una situación de asfixia presupuestaria insólita.
En ese contexto regulatorio y profesional apareció la figura de IGM, socio de un reputado despacho de abogados barcelonés, quien me pidió que redactara un informe sobre la enésima ley antifraude -ley 7/2012- en lo que se refería concretamente a las consecuencias sancionadoras de todo pelaje, incluido penales, que se podían derivar del incumplimiento de la declaración de activos en el extranjero.
Ya entonces se habían publicado diversos artículos científicos en la materia y se habían presentado varias denuncias ante la Comisión Europea frente a una normativa que parecía socavar las libertades comunitarias, cosa que acabó confirmando el TJUE en su sentencia de 27/2/2022.
El informe me salió, dada mi condición anancástica, un pelo prolijo y omnicomprensivo, hasta el punto de hacerme plantear si no valdría verter los conocimientos adquiridos en la que sería mi futura tesis doctoral, en la que me centré en los siguientes meses hasta el punto de reducir mi jornada laboral en el despacho en el que me encontraba y dejar temporalmente el grado que, por puro placer, estaba estudiando.
Los avatares del procedimiento de infracción bruselense, en los que tuve el honor de participar junto a GMB, así como la aparición de algún caso mediático -el de MMG, el famosamente falaz taxista de Granada, el más emblemático- hicieron el resto.
La infame normativa del período montoresco, desde la repetida amnistía fiscal hasta las reformas de pagos fraccionados, bases negativas y deterioros del IS, pasando por la citada ley antifraude, generaron un ambiente, que hoy continúa, de disparate tributario que fomentó mis creaciones literarias en forma de tribunas en prensa que llegaron -¡sorpresa!- a los altos mandos de un país pirenaico.
Fue entonces cuando, de la nada, aparecieron en mi despacho JMAMG y un directivo de un banco con la intención de solucionar la vida a sus clientes que, desesperados, recibían una información que nunca hubieran deseado escuchar: o regularizaban su situación tributaria con el fisco español o todo su dinero o incluso más, que podía llevar fuera de España décadas -¡incluso un siglo!-, podría llegar a ser confiscado.
Ni pagué ni cobré ninguna “barrabesada” -el que no entienda la ironía, que ponga la raíz sustantiva del término en Google-, ni me obligaron a firmar ningún contrato, ni hubo exclusiva alguna. De hecho, anduvieron libremente haciendo un tour por los más exitosos bufetes de la piel de toro hasta que se dieron cuenta de que, mi planteamiento procesal de la situación -y digo yo que mis conocimientos técnicos- era de lo más plausible y de que, a consecuencia de mis años de docente, sabía exponerlos con una claridad desacostumbrada en el mundo de los leguleyos. Las únicas sugerencias que nos cruzamos fueron, de su parte, que intentara no sangrar a los clientes en las primeras visitas y, de la mía, que no quería saber nada de clientes con “misales” ni que hubieran generado los ahorros en actividades delictivas. Ni políticos ni chorizos, valga la redundancia.
Sentadas esas bases, aparece en mi vida una persona con un corazón tan enorme como su envergadura, mi hermanote AdCZ.
Publicado en la revista jurídica Iuris & Lex, de elEconomista.