El tributo imperial.

Se asomó a la ventana y comprobó que había niebla, una densa niebla. No era habitual por aquellos lares. Sintió que la bruma le arrebataba algo que le pertenecía. Aparte de la luz, hoy no podría contemplar los paseantes, el ajetreo local. Le agradaba asomarse al ventanal y alargaba la vista a lo largo de aquella pequeña vía que desembocaba en la Grosser Platz o Piazza Grande como la llamaban los lugareños.

Tras el fiasco de su último destino y gracias a la intercesión de su padre, colgó las armas. Recurriendo al favor imperial se le concedió el privilegio de formar parte de la burocracia que sostenía el Imperio y se desplazó a esta esquina del Mediterráneo. Ahora, en lugar de segar vidas y derramar su sangre, dedicaba sus días procurando que se cobrasen los tributos para financiar que otros mueran para garantizar su seguridad.

Apoyó la frente en el vidrio de la ventana y bajó la mirada. Notó el frío matinal y, tras un breve lapso, retiró su cabeza y se irguió.

Mientras mantenía la mirada perdida, una de las dos puertas de la estancia se abrió, de repente. Unos pasos presurosos se movieron con el roce de entretelas. Abierta la otra puerta, alguien vociferó al vacío. Desde la lejanía, le devolvieron respuestas breves y apresuradas. Unos segundos después, alguien más se unía al murmullo, susurrando de forma ininteligible. Los pasos y el suave roce volvieron por donde fueron. Las puertas se cerraron y el silencio retornó.

Carl Joseph seguía sólo, frente a la ventana. Pensó en colocar algunas de las guirnaldas que había dejado el servicio para decorar el árbol. Se agachó y, en aquel preciso momento, sintió una fuerte presión en sus senos frontales. ¡Maldita sea!

Horas antes, había compartido mesa con otros oficiales de la magistratura y de la oficina del distrito, como era habitual en los últimos meses. Compartían la necesidad de que el peso de la bebida les anclase a tierra. Sus vidas se habían tornado volátiles. El edificio que sostenían se estaba desmoronando sobre ellos. En esas, cayó preso de la grappa friuliana. Él no quería, pero fue incapaz de resistir la tentación de arrimar sus labios a la copa. Sus formas tan femeninas y los efluvios que de ella emanaban, lo convirtieron en su cautivo. Sorbos entre risas, lágrimas y silencios. Y llegaba la consistencia o pesadez. A medida que se sucedían los tragos, le viene a la memoria que su lenguaje se tornaba más pausado, o al menos, esa extraña sensación de pensar antes de hablar, aunque, no recuerda bien las conversaciones.

De nuevo, la puerta se abrió y una voz femenina le dijo:

– Señor, creemos que todo va bien.

Se giró. Una mujer joven, oronda y con unos sonrosados mofletes, estaba ante él. Aunque la veía, no la miraba, haciendo esfuerzo para aprehender el mensaje. Regresó a la consciencia y contestó:

– Muchas gracias, Claudia. Manténgame informado.

Inclinando levemente la cabeza, sobre sus pies, Carl Joseph le devolvió la espalda dando por concluida la conversación. De repente, la mujer dejó la estancia devolviéndole la soledad.

En esas, unos leves golpecitos manchaban la parte inferior del ventanal. Gotas y algún copo de nieve sin llegar a cuajar. Lo suficiente para hacer presente que diciembre estaba llegando a su fin.

Se quedó ensimismado en sus pensamientos. Hace más de medio siglo, una bala marcó el destino de su familia. La acción de su abuelo, el héroe de Solferino, los unió de forma definitiva al emperador, de tal manera que, la suerte o prosperidad de los Trotta quedaba ligada, más allá de la lealtad, a la ventura de la familia soberana. Si bien su abuelo había hecho méritos para la gracia recibida, en su caso, desde niño sintió que era el tributo pagado por su estirpe para seguir gozando del favor imperial. Desde su infancia, se le había trasladado que el sentido de su vida, su mera existencia, consistía en estar al servicio de unos desconocidos próximos, percibiendo de ellos ciertas concesiones. Las ilusiones, deseos, vicios y afanes de Carl Joseph, sencillamente, eran contingentes. Su servicio, su trabajo como recaudador de impuestos, no era un privilegio, era el deber que había heredado. Un compromiso innato.

Sin embargo, desde hace unos meses, sintió que otra bala lo liberaba.

Pero la muerte del archiduque Francisco Fernando no le había traído aquella paz que se supone sigue al cautiverio, todo lo contrario. Rotos los vínculos que lo unían, cobraba conciencia de navegar sin rumbo. Aparte, la agitación del momento aumentaba sus dudas. Era como una trucha de estanque suelta en las fuentes del Lusinç. Sentía que arrastraba su existencia, a la deriva. Si bien seguía siendo un favorecido a los ojos de sus vecinos, con su natural resquemor, a su vez, trataba de desprenderse de su losa de origen. Necesitaba encontrar un asidero al que aferrarse para empezar a caminar.

Súbitamente, oye ruido en las calles. Parece que el griterío proviene de los aledaños de la Basílica de San Silvestro. Algún helvético borracho, seguro. Fijando la mirada en la espesura, Carl Joseph trata de imaginar qué sucede, sin importarle demasiado. Mañana volverá a su oficina, a revisar aranceles y firmar contribuciones, con rigurosa puntualidad y eficiencia. Cierra los ojos para aliviar el dolor de cabeza.

Un repentino clamor, chillidos y un lloro estridente le hacen recobrar conciencia. Vuelve su rostro hacia la puerta y se encamina presuroso hacia ella. Antes de agarrar el pomo, se planta ante el marco y estira el gabán. Sin embargo, se detiene y da un paso atrás. Espera ansioso mientras escucha ruidos y murmullos contenidos tras la cancela.

Sus ojos recorren la estancia y se detienen ante el viejo icono. Lo trajo de Woloczyska(1), de la frontera imperial de Galitzia. Ve que está mal colocado al lado del árbol de Navidad. Sin embargo, el motivo de su fijación es porque percibe que una Virgen engalanada con colores vistosos lo está observando. Sus miradas se encuentran, como un disparo sordo.

Y, silenciosamente, la puerta cede.

– Adelante, señor. – Le dicen desde su interior.

Esta vez sí, avanza hasta el umbral. Se detiene. Y de forma instantánea, experimenta una calma y una serenidad que hasta entonces desconocía. Un halo de luz desde el ventanuco inunda el centro de la habitación. En el lecho, blanquecino y alisado, alzando sus brazos, su mujer le ofrece su bebé.

– Te presento a tu pequeño barón. Otro Trotta más para la dinastía.

Carl Joseph se acerca, coge tintineante al niño entre sus brazos y, de forma delicada y firme, lo acoge entre sus brazos. En esas, levanta la cabeza y mira a su bella esposa.

– No será así. – Suspira.- Es el momento de construir un mañana distinto para todos. Este niño lo ha cambiado. Nace libre. Él nos traerá la ilusión y la esperanza para afrontar lo que nos depare el futuro. Así sea.

Y las campanas de San Giusto tañeron agitadas.

(1) Actualmente, Volochysk, en Ucrania. 

* * * * *

Queridos lectores,

Os deseamos una Feliz Navidad y que el año 2023 os depare muchos momentos de satisfacción, de compartir con vuestros seres queridos y ocasiones especiales para gozar de vuestras vidas y proyectos personales. Con cariño,

Autores de FiscalBlog


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