¿Es admisible defraudar a Hacienda?

Ya sabemos todos que ni es legal ni legítimo eludir las debidas responsabilidades tributarias que, como ciudadano, nos corresponden y que derivan del consenso constitucional; que debemos respetar el Estado de Derecho encauzando nuestras pretensiones y formas de pensar a través de los mecanismos establecidos y las instituciones políticas y que la discrepancia no debería servir de pretexto para violentar las reglas de juego comunes; que, en un Estado democrático liberal, el sometimiento a la Ley del conjunto de la nación es una garantía para todos y el fundamento para el respeto de nuestros derechos individuales y libertades civiles. Bla, bla, bla.

Pero…

En primer lugar, no me desaparece la tentación, sencillamente, porque a diferencia de la creencia mayoritaria, mi percepción del Estado, entendido como ese conjunto de poderes e instituciones políticas de gobierno de la comunidad, es completamente negativa.

Los seres humanos, desde el origen, hemos buscado el refugio del grupo para darnos seguridad y ofrecernos colaboración mutua frente a un ecosistema brutal y hostil. Y sin bien cooperamos y tenemos una vocación altruista, a su vez, nuestra naturaleza competitiva y egoísta, nos convierte en una amenaza para otros grupos y colectivos humanos. Homo homini lupus.

Pues bien, con la evolución de las comunidades y sociedades, la civilización, ha traído consigo la creación de superestructuras de poder para el gobierno de amplias, variadas y complejas comunidades humanas, hasta llegar a los modernos estados nacionales.

Ahora bien, sea como fuere, el Estado, esa organización política para el gobierno de los hombres, tiene un origen faústico, un pacto con el diablo, por el que, los hombres y mujeres entregamos parte de nuestras libertades a cambio del refugio colectivo cooperativo. Aunque nos cueste reconocerlo, el Estado es el mal menor que aceptamos ante nuestra incapacidad para conseguir y perpetuar una existencia social pacífica de forma totalmente autónoma y fragmentaria. En términos bíblicos, es la carga que deberemos arrostrar hasta el fin de nuestros días por culpa de nuestro pecado original como sociedad o comunidad.

Os sugiero una lectura del Capítulo 8 del Libro primero de Samuel, donde, con gran belleza, narra el origen del gobierno civil y como los hombres aceptamos doblegarnos ante un soberano y nos autoimpusimos el yugo de la servidumbre y la obediencia.

De ser un mero gestor de los escasos bienes y servicios comunales, así como de la organización de la defensa del grupo, tribu o población, hemos pasado a unas complejas estructuras de poder, en la que, al final, acabamos delegando prácticamente toda nuestra existencia.

Paralelamente, las cuotas comunales originales (prestaciones personales y/o patrimoniales) se han modernizado y complejizado hasta transformarse en los modernos sistemas tributarios, para proveer de medios y recursos, a unos gobiernos que nos debieran asegurar la interacción humana libre y pacífica y facilitar nuestro desarrollo individual. Actualmente, este espíritu es el ilumina el artículo 31.1 de la Constitución al decir que «todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos«, o sea, que todos los ciudadanos españoles estamos obligados a aportar personal y económicamente al común, a fin de asegurar la provisión de los bienes y servicios públicos para el conjunto de la nación.

En un momento inicial, las personas, sencillamente, ponían en común ciertos medios y recursos para el bien del grupo. No obstante, nuestra defectuosa naturaleza humana emergía entonces, y ya entonces existían miembros que sentían la tentación de eludir el compromiso comunitario sin perjuicio de aprovecharse de las ventajas de la cooperación y la seguridad grupal.

Entonces, ahora y siempre, existirán miembros del grupo que tengan la oportunidad o busquen la ocasión de vivir a costa del conjunto.

En aquellos tiempos remotos y/o en comunidades reducidas, su margen de maniobra era escaso y fácilmente se detectaba sus comportamientos ventajistas, arriesgándose al reproche o sanción del grupo. Estamos en los albores del fraude fiscal propiamente dicho, donde un free-rider, gorrón o polizón social aspira a beneficiarse, para sí, de la labor comunitaria contribuyendo lo mínimo posible o nada. En definitiva, una existencia basada en la mezquindad.

Retomando estos momentos iniciales de nuestra evolución política y social, la proximidad entre los gobernantes y los gobernados obligaba a los primeros a justificar sus decisiones, así como a obtener resultados satisfactorios para el conjunto, de lo contrario, los primeros no sólo podían perder su situación de poder y privilegio, sino que, en muchos casos, acabar pereciendo en manos de una masa enfurecida.

Esta noble aspiración la encontramos en el artículo 31.2 de la CE, al ordenar que «el gasto público realizará una asignación equitativa de los recursos públicos, y su programación y ejecución responderán a los criterios de eficiencia y economía.»

Aquellas primeras experiencias comuneras, de espacios y dimensiones limitadas, lo mismo que permitían descubrir y señalar a los ventajistas, a su vez, también controlaban que la utilización de los medios y recursos por parte de los gobiernos fuese acorde con los fines y necesidades de las sociedades. En caso contrario, los miembros del grupo, de común acuerdo, se sentían legitimados para dejar de aprovisionar bienes y colaborar en las tareas. El uso inadecuado o el derroche justificaban la legítima desobediencia porque, ya la existencia era lo suficientemente frágil como para que un incompetente o incapaz gestionase el destino del conjunto.

Este aspecto es crucial pues, esta negativa a la contribución no responde a una voluntad particular de obtener una ventaja personal o perpetrar un fraude al resto de miembros del conjunto, sino que es la reacción normal ante acciones contrarias al «ethos común«, es el mecanismo de defensa básico o de protección personal/familiar ante el peligro de las malas decisiones del gobernante.

Desde entonces, de forma muy habitual, bastaba con que los gobernados le volvieran la espalda a su Estado o gobernante de turno, dejaban de ser tributarios del mismo, abjuraban de su relación de vasallaje o servidumbre y, ante el incumplimiento o el insuficiente cumplimiento del gestor público, se consideraban liberados de su prestación y/o contribución al haber común.

Sin embargo, ante este temor a perder la adhesión libre y voluntaria del conjunto social, la naturaleza luciferiana del Estado, de cualquier forma de gobierno, se manifiesta de forma abierta, pues una vez institucionalizado y consolidado, el Estado deja de ser un instrumento para un fin común y se transforma en un fin en sí mismo. Deja de servir y se sirve a sí mismo, de tal forma que, habiéndose apropiado de la fuerza y controlando la violencia estructural, las usa o amenaza usarlas en beneficio propio, para asegurarse los bienes y recursos para su supervivencia, con independencia de los deseos de sus gobernados.

Con el paso de los siglos, a día de hoy, aunque las comunidades humanas y las formas de gobierno han evolucionado y difieren notablemente de las existentes hace siglos o milenios, las relaciones entre el Estado y el conjunto de personas que quedan bajo su amparo y/o protección mantienen su esencia originaria.

Con el tiempo, los Estados se han dotado tanto de medios para el ejercicio de la fuerza y la violencia (ejército, policía, etc.), como de medios y recursos para proveer de bienes y servicios demandados por su sociedad (administración, educación, servicios sociales, etc.).

Ahora bien, estos responden a una doble finalidad. Por un lado, en la medida que la sociedad perciba que es beneficiosa la acción estatal y administrativa, se justifica y legitima su existencia, lo que convierte al Estado en acreedor de las contribuciones acordadas frente a sus súbditos y/o ciudadanos. Pero, por otro lado, son los instrumentos para el dominio y control de ese mismo conjunto de súbditos y/o ciudadanos pues, en caso de ver amenazada su posición, el Gobierno no dudará en utilizar los elementos de coacción y de información contra su propio pueblo.

El problema es que, a diferencia de las organizaciones violentas y criminales como la mafia o una banda de ladrones, cuando los gobiernos depredan los recursos de la sociedad, los ciudadanos no tenemos ninguna otra instancia u organización a la que acudir para defendernos, quedando, a priori, desarmados frente a la acción del Estado. 

Es entonces cuando los tributos se convierten en el principal mecanismo de defensa ciudadana.

Porque los Estados siguen siendo frágiles, por naturaleza. La paradoja es que, cuanto más poderosos, complejos y dimensionados, más vulnerables se tornan.

Esa maquinaria estatal, ese sector público, esa administración omnipresente, por más que hayan evolucionado en eficiencia y capacidad de obtener rentas, siguen dependiendo de los recursos privados, de las «cuotas comunales», de que el conjunto social siga rindiendo tributo, día tras día.  

La dinámica de cualquier Estado, sea cuál sea la forma de gobierno y la modalidad de organización, en la medida que se consolida y perdura en el tiempo, tiende hacia una expansión sin límites, lo que, inevitablemente, les lleva a entrar en conflicto con sus gobernados, sus súbditos y/o ciudadanos, por la captura de los escasos medios y recursos disponibles, hasta el momento del derrumbe o implosión final.  Los momentos en que se ha producido una estabilidad en el seno de un grupo, territorio o nación se han logrado, con carácter general, cuando dicho grupo, territorio o nación prosperaban y obtenían nuevos recursos, bien gracias al saqueo de los rivales o bien por el descubrimiento y explotación de nuevas fuentes de riqueza, lo que contribuía a alimentar al Gobierno sin penalizar a la propia población.

Ahora bien, cuando el Estado consume en exceso y los recursos escasean, deviene en tiranía, per se, obligándolo a competir agresivamente con su población por su supervivencia. En esta revuelta de una parte de la sociedad contra el «interés general«, el Estado se deslegitima y su acción se pone en cuestión. Ante ello, como viene sucediendo desde hace miles de años, los ciudadanos se plantean la acción colectiva de darle la espalda, negándole el sustento y los recursos para su subsistencia, buscando su colapso, ejerciendo nuestra soberanía a pesar de la posible agresión estatal, cual alimaña hambrienta es.

Este mecanismo de legítima defensa no busca cambiar sólo el titular nominal del Gobierno u obtener una ventaja individual, sino que, como ha venido sucediendo en la Historia, se busca desmontar una estructura de poder que ya no cumple con su finalidad originaria y se ha tornado en una amenaza para la base ciudadana a la que prometió servir y obedecer.

Para ir concluyendo. Os planteo un supuesto práctico.

Pensemos, por un momento, en un Gobierno moderno, en un régimen liberal y democrático, donde quien detente el poder ha sido elegido de forma abierta y aceptada por la mayoría de la población. De repente, sobreviene una gran crisis humanitaria, social y, por consiguiente, económica, cuyo origen y alcance es ajeno a la acción del gobernante.

Ante esta crítica situación, el Estado decide organizar los medios y recursos para afrontar dicha fatalidad y, el conjunto social, en la medida de las capacidades disponibles, contribuyen y aportan conforme lo acordado.

La crisis ha supuesto grandes pérdidas para el conjunto. Pero es que, además de la desgracia de las pérdidas humanas, se ha producido una debacle económica que hace que, la parte productiva de la sociedad, los generadores de recursos, ven mermada de forma severa su capacidad económica.

Una vez superada esa difícil prueba, el Estado comprueba que los medios y recursos de que dispone son insuficientes para su sustento. Esta dramática circunstancia conlleva un doble riesgo; por un lado, le obligaría a afrontar pérdidas en su bienestar (del Estado) y, por otro lado, la escasez le dificultaría realizar las tareas encomendadas por la comunidad, con el consiguiente deterioro de su fuente de legitimidad.

Finalmente, el Estado toma la decisión de que, esa insuficiencia de recursos públicos se compense con un incremento neto de las contribuciones por parte del conjunto social, pese a que la parte productiva se halla deteriorada y empobrecida. Es decir que, para mantener el bienestar y el nivel de vida de la maquinaria estatal, y que las prestaciones sociales permanezcan, los que más han padecido la crisis deberán efectuar un desembolso o sacrificio aún mayor, agravándose su ya difícil situación económica.

Quizás no sea suficiente para que esos ciudadanos le den la espalda al Estado y le nieguen el tributo, sin embargo, estoy seguro de que, de forma simultánea, muchos se cuestionen si es admisible o no defraudar a Hacienda.

A modo de conclusión. Siglos atrás, ante las exigencias de los colonos de Norteamérica y la controversia acerca de la nueva reforma tributaria, en el seno del Parlamento inglés, Edmund Burke advirtió al Gobierno: «su modelo no produce ingresos; sólo produce descontento, desorden y desobediencia«.

No le hicieron caso.

5 pensamientos en “¿Es admisible defraudar a Hacienda?

  1. Xavier

    La pregunta debe de enfocarse desde distinto prisma: ¿existe un deber moral de procurar escapar de una estructura administrativa que no resuelve los problemas sino que los desplaza incrementados a nuestros nietos?. ¿Emerge el deber moral de proteger a nuestros futuros nietos?

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  2. Ganuesthai

    El Estado es la organización criminal por excelencia, la que usa la fuerza en régimen de monopolio y posee las armas más poderosas. Colaborar con criminales es una grave inmoralidad que sólo se justifica por el peso de la amenaza directa. Eludir esa colaboración es una obligación moral ineludible, y quienes se opongan a ella de modo directo, sufriendo por ello las consecuencias de la violencia ejercida sobre sus personas y propiedades, son héroes. La mayoría de la sociedad los despreciará, les insultará y les humillará. Pero están en posesión de la coherencia moral genuina y responden a las más altas obligaciones éticas que pueden ser exigidas a todo hombre de honor. Dice el diccionario que el honor es esa elevada cualidad moral que nos impulsa al más estricto cumplimiento de nuestras obligaciones morales con los demás y con nosotros mismos. Pues bien, negarse a colaborar con esos criminales es una cuestión de honor, que obedece a la moral natural más genuina.

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  3. Francisco José Navarro

    Parto de la suposición, querido Emilio, de que tu pregunta es retórica. Que todos sabemos la respuesta, implícita por lo demás en el texto que tan brillantemente nos has expuesto.

    Respetando todas las entradas de este variado blog, desde las más técnicas hasta las más meditativas, mi predilección personal está en estas últimas.

    Nada menos que planteas, así como quien no quiere la cosa, la eterna pugna secular del Derecho, desde hace siglos, entre positivistas y iusnaturalistas. Yo me adscribo a estos últimos, porque creo que el Derecho encierra necesariamente una cuestión ética, en su necesidad, en su planteamiento y en su conclusión, pero en la génesis del Derecho. Una vez alumbrado, el positivismo está anclado en la legitimidad de la ley, que brota de la legitimidad democrática de su autor. ¿O no?

    Dicho lo anterior, sugiero tres temas de reflexión que no son ajenos al debate que certeramente planteas:

    1) Los que, de una forma u otra, nos dedicamos al Derecho financiero y tributario, hemos olvidado, en las aulas, en el foro, en el debate, en la disputa política, la cuestión primordial del gasto público (art. 31.2 CE), la asignación equitativa de los recursos públicos (?), y los famosos criterios de eficiencia y economía, de los que jamás se supo.

    2) La ley ya no es expresión de la voluntad popular y la ley tributaria no es fruto de la autoimposición, amonedada ya en la Carta Magna de Juan sin Tierra. Hemos olvidado, o arrumbado, el no taxation without representation o el motín del té (que tan sugerentemente traes a colación gráfica). Ahora la ley es expresión coyuntural, urgente y trapacera de ciertos covachuelistas insuficientemente escolarizados que juegan a dioses con las leyes). La ley ya no es parlamentaria, sino gubernamental o, peor aún, funcionarial.

    3) La última reflexión me la proporciona el gran Calamandrei. Como es sabido, en 1940, en plena dictadura mussoliniana, dictó una conferencia con el título de “Fe en el Derecho”. En ese polémico texto, tanto como todo lo anteriormente escrito, el profesor florentino reivindicaba un culto a la legalidad (injusta) por encima de su inobservancia, lo que ponía a los ciudadanos bajo la órbita de un positivismo que no permitía cuestionar los valores internos del ordenamiento fascista. Acerbamente criticado y ampliamente incomprendido, como era de esperar en alguien de su talla y de su inarrebatable independencia, el jurista toscano tenía razón.

    Era mayor el miedo a la escuela libre del derecho, base del aberrante sistema jurídico nazi y soviético (recuérdese la Escuela de Kiel y el sano sentimiento del pueblo alemán), que al poder objetivo del Estado autoritario. Para Calamandrei, un Estado de este tipo, por más que criminal, evitaba al menos su transformación en una horda en la que la administración del derecho quedaba encomendada a factores puramente subjetivos y caprichosos.

    No sé si con esto contesto yo también a la pregunta que formulabas. Bajo los arcos del Ponte Vecchio por el que el incesante Arno pasa, don Piero entronca, creo yo, con Santo Tomás, que ya preconizó la obediencia a la ley injusta -aunque salvando el Doctor Angélico los casos más graves, en que aconsejaba lo contrario-; o con aquella paradójica frase de Goethe que nos retumba en los oídos: “prefiero la injusticia al desorden”.

    Enhorabuena y seguimos hablando del tema.

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    1. Emilio Pérez Pombo Autor

      Gracias por tu comentario. Ciertamente, la pregunta es retórica pero con la clara intencionalidad de provocar un debate acerca de la necesidad de recuperar la naturaleza originaria de la res pública y del fundamento de los tributos porque, en la actualidad, percibo que hemos convertido el derecho tributario y la Ley, en general, en una suerte de mecanicismo organicista que se desenvuelve de forma autónoma, sin ninguna conexión a principios o valores fundamentales. Y comparto plenamente los tres puntos que apuntas, tan atinadamente. En efecto, en mi escrito apelo a volver a centrarnos en el gasto público (artículo 31.2 CE) pues, la exigencia de una gestión eficiente, eficaz y justa es el correlato del deber cívico de contribución de los ciudadanos (artículo 31.1 CE). Respecto de la redacción normativa y el deterioro de la praxis redactora, me abstengo de hacer comentarios, porque sino, nos cierran el blog. Y, finalmente, como acertadamente apuntas, la semilla schmittiana acerca de la distinción de legalidad y legitimidad, llevó al dramático error de pensar que existía una suerte de legitimidad originaria que ampara desbordar cualquier legalidad vigente, destruyendo la convivencia y propiciando la imposición la ley de la fuerza. Curiosamente, en nuestros días, esta perniciosa idea sigue muy vigente en amplios sectores de nuestra sociedad, puedo dar buena cuenta de ella. Ahora bien, si se quiere evitar la inobservancia de la norma, seguramente, los primeros que deberán ser estrictamente escrupulosos con la Ley es el Estado (entendido con el conjunto de instituciones políticas y de gobierno, desde la Jefatura del Estado hasta el bedel de cualquier dependencia administrativa). Cuando éste último pierde su referencia original y fundamento, no puede esperar ni pretender que la ciudadanía se mantengan en una obediencia silente.
      Como bien señalas, sigamos hablando del tema. Muchas gracias.

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