Ya en un post fechado el 8/10/2019, y bajo el título de “No confundamos las cosas”, les di cuenta del transcurso de mi infancia, adolescencia y primera juventud en un edificio de la Agencia Tributaria (AEAT), pues era ahí -sí, ahí- donde estaba mi casa familiar, dada la condición de mi padre como funcionario de Hacienda (y, ya después, de la AEAT).
Y en aquel mismo post les relataba que “en mi propia casa fui testigo en primera persona de lo que es un servidor público ejemplar. Y, es más, también fui destinatario de sus propias enseñanzas atinentes al alcance último de su función: desempeñar su tarea con escrupuloso respeto a la legalidad en el entendimiento de que sólo así se presta el servicio del que la sociedad (toda ella) es acreedora”.
Es oportuno -por lo que luego se verá- rememorar aquí una anécdota de aquella etapa que recuerdo muy vívida: debió de ser avanzada la segunda mitad de la década de los 80 (obviamente del pasado S. XX; ¡otra vida!), próximo ya a acabar mi licenciatura en Salamanca, cuando mi padre me inquirió -sin doblez alguna- acerca de cuáles eran mis expectativas al terminar la carrera. Ni corto ni perezoso (es lo que tiene la juventud, tan ingenua como temeraria, fruto todo ello de la 100% supina ignorancia) le espeté que considerando las relaciones que, sin duda, él tendría en el mundo empresarial, no sería tan difícil que alguien (¡who knows!) me brindara una oportunidad para abrirme camino como abogado… Su respuesta no se hizo esperar:
-. ¿A qué me dedico yo?
-. ¿Tú? Eres inspector de Hacienda… (la Agencia aún tardaría unos años -pocos- en ver la luz).
-. Bien, y si (tal y como tú mismo apuntas) le pidiera semejante favor a alguien (un empresario, un profesional, …), ¿cómo podría devolvérselo, agradecérselo?
-. No lo sé.
-. Pues yo sí lo sé: yo no puedo pedir favores por la sencilla razón de que no puedo hacerlos. Puedo, es obvio, tener gestos, detalles, siempre ortodoxos y dentro de la legalidad; pero, favores como tales, no.
Plegué velas (ya tarde, obvio es decirlo), y mi padre me concedió un plazo de dos meses -hasta el ya inminente verano- para exponerle un plan viable y realista que me permitiera aspirar a acceder al mercado laboral en un tiempo prudencial. Así las cosas, apenas unos meses después iniciaba mi específica preparación para dedicarme al asesoramiento fiscal lo que, efectivamente, me permitió el oportuno enganche al mundo laboral. Y de eso sólo han pasado 30 años.
Viene esta anécdota del todo personal al hilo del asunto que hoy quiero compartir con Ustedes. El caso coincide en el tiempo -y, precisamente, por ello creo que merece ser contado- con la polémica de la regularización (la 2ª) abordada por el Rey emérito y las “denuncias” sobre el presunto trato de favor que quizá se le haya dispensado… No voy a entrar ahí, no es mi tema, no me gusta y, además y sobre todo, me aburre sobremanera.
Pero sí que les hago partícipes de un asunto mucho más pedestre y mundano. Sea una empresa que, en sus relaciones con la AEAT, se topa con una situación del todo extraordinaria y rodeado de unas muy insólitas circunstancias (la realidad, ya se sabe; tan rica en matices y en casuística).
En ese escenario, y obligada a interactuar telemáticamente con la AEAT, los ingredientes entran en bucle y se produce toda una sinrazón; un sinsentido que -de no mediar una persona, con perspectiva, ganas y autoridad- derivará en un desastre sin paliativos que, a su vez, obligará a iniciar un pleito carente de sentido alguno (todo un paradigma de una pérdida de tiempo, dinero, medios, ganas, esfuerzos y -lo que es peor- con el riesgo de que sea del todo estéril).
Es la típica situación donde rezas para retornar al trato humano; por ello reproduzco aquí mi quejío de hace apenas unas semanas cuando, en otro post, apunté aquello de que “no quiero ADIs, no quiero PIAs, no quiero AVIVA, no quiero “big data”, no quiero “nudges””. Y es que el episodio que da pie a este post es, precisamente, el contrapunto de aquel titulado “¿Hay alguien ahí?”, pues en esta ocasión alguien me susurró a modo de sugerencia “¿Y si llamas al Delegado de la AEAT?”.
¿Y saben qué? Que lo llamé, y ya desde el minuto 1 su predisposición fue total y absoluta a hacer todo lo que estuviera en su mano (y, por tanto, del todo oportuno, legal y procedente; como aquellos “gestos” o “detalles” de los que me hablaba mi padre) para desfacer el entuerto y, así, permitir una salida viable del laberinto.
No quiero personalizar en exceso el caso, pues quiero pensar que el Delegado con el que me topé no es una excepción sino, más bien, la regla y que, además, lejos de verse identificado personalmente lo agradecerá más -estoy seguro- si mi referencia es institucional. Por eso mi agradecimiento no tiene nombre ni tampoco apellidos, pero sí cargo: ¡Gracias, muchas gracias, Sr. Delegado!
#ciudadaNOsúbdito
Cosas de la juventud y la edad. Cono me dijo Don Camilo éso se cura precisamente con lo mismo. Él se equivocaba pero conservo su carta manuscrita. Cosas de la edad, también.
Pues sí; así es.
Muchas gracias por escribir desde la razón, equilibrio, ponderación y agradecimiento.
Un saludo
Muchas gracias a Ud, Sr. Lozano, por leernos.
Artículos como el suyo nos reconfortan a los fiscalistas. Yo “solo” llevo 16 años ejerciendo y hace tiempo que perdí la fe en la Agencia. Saber que todo un Delegado se comportó tal y como lo describe me permite volver a creer en el sistema.
Enhorabuena por éste y por el resto de artículos.
Muchas gracias a ti, Miguel Ángel, por leernos. Ánimo en este valle de lágrimas.
Genial como siempre Javier.