Regresado de mi particular letargo estival, la multiplicación de expedientes administrativos no me dan tregua y, de nuevo, rápidamente me veo inmerso en el fragor de las batallas procedimentales y dialécticas con las voraces y desmadradas administraciones tributarias.
En estos días de intensa agitación de trámites y procedimientos abiertos, estudiando la vía de demoler unas (injustas y descabelladas) liquidaciones tributarias practicadas por la Inspección de Tributos, encuentro un soplo de aire fresco y una brizna de esperanza en la reciente Sentencia del Tribunal Supremo, de fecha 22 de julio de 2020 (ver aquí).
De forma muy resumida. El supuesto de hecho, parte de una regularización tributaria practicada por la todopoderosa Inspección de Tributos en la que, amparándose en las presuntas facultades de calificación o recalificación de los hechos, actos o negocios contemplados en el artículo 13 de la Ley 58/2003 General Tributaria, altera completamente la tributación de los sujetos pasivos intervinientes.
En concreto, la Administración entiende que, en el caso de cuatro empresarios individuales, sólo uno de ellos era realmente un empresario individual y que los otros tres eran falsos autónomos, de tal forma que, la totalidad de ingresos y gastos deberían imputarse a uno de ellos y su sociedad, en tanto que, las percepciones de las personas físicas serían meramente rentas del trabajo personal.
Nos encontramos con el (desgraciadamente) típico expediente, donde el Actuario de turno, en una interpretación expansiva del principio de calificación, se siente revestido de una especie de poderes semidivinos para cambiar o modificar a su criterio la naturaleza jurídica de los hechos, actos o negocios realizados por las partes.
El principio de calificación pretende establecer el marco adecuado de interpretación para la consiguiente aplicación de las normas tributarias, de tal forma que, ha repetido hasta la saciedad el mismo Tribunal Supremo, «las cosas son lo que son con independencia del nombre que le hayan dado las partes» (entre otras, Sentencias de 7 de julio de 1987 y 3 de mayo de 1993), osease, la primacía del fondo (realidad jurídica) sobre la forma.
Pues bien, una cosa es que la Administración tributaria tenga la facultad de estudiar los posibles hechos, actos, contratos o negocios para determinar la realidad jurídica subyacente, a fin de aplicar las correctas consecuencias tributarias, y otra muy distinta, sentirse un demiurgo fiscal que determina las naturalezas jurídicas libre de ataduras procedimentales y ajena a las mínimas garantías del contribuyente.
En la Sentencia, el Tribunal Supremo no niega o discute que los sujetos pasivos afectados distan mucho de ser modélicos, sencillamente, le da un repaso a la Administración y le recuerda que, en los artículos 15 y 16 de la Ley General Tributaria existen las figuras del fraude de ley («conflicto en la aplicación de la norma tributaria») y simulación, respectivamente, que permiten resolver eventuales supuestos de hechos que entran en colisión con la adecuada aplicación de la norma.
El problema para la Administración de estas cláusulas antielusión es que exigen un esfuerzo interpretativo y probatorio, hay un procedimiento mínimamente más exigente y garantista que, precisamente, pretende evitar que, el Actuario de turno se sienta imbuido de una inspiración divina para reconducir las realidades jurídicas a su concepción e interpretación de la norma.
Como señala el Tribunal, el principio de calificación es el punto de partida para aplicar el Derecho, ahora bien, si hay que corregir la calificación de los actos, contratos o negocios, deberá estarse, por ejemplo, a si existe un eventual fraude de ley (artículo 15) o una simulación (artículo 16) bien sea relativo o absoluta. Ahora bien,
«Las instituciones no han sido creadas por el legislador de manera gratuita y, desde luego, no han sido puestas a disposición de los servidores públicos de manera libre o discrecional, sino solo en la medida en que se cumplan los requisitos establecidos en cada una de ellas. No son, en definitiva, intercambiables.
Pretender que la «calificación» tributaria permite una actuación como la que nos ocupa sería tanto como otorgar al precepto contenido en el artículo 13 de la Ley General Tributaria un poder expansivo incompatible con el resto de la regulación legal, pues haría innecesaria la presencia de otras figuras, como el conflicto en la aplicación de la norma o la simulación.
Dicho de otro modo, la Administración no necesitaría incoar los procedimientos previstos en los artículos 15 y 16 de la Ley General Tributaria prácticamente en ningún caso, pues le bastaría con «calificar» las situaciones de hecho que encontrara en la práctica y «ajustarlas» a la legalidad, aplicando la normativa correspondiente, pues su potestad calificadora (recordemos, solo de los «actos, hechos o negocios») sería prácticamente absoluta y omnicomprensiva de cualquiera situación imaginable.»
En palabras llanas, que, por mucho que lo aparente o lo desee, la Administración es más terrenal de lo que se cree y si espera gozar de un mínimo de crédito, deberá esforzarse en hacer algo más que dar rienda suelta a sus lúbricas ensoñaciones, someterse a las exigencias normativas y respetar los derechos y garantías de los contribuyentes, por muy impresentables que fuesen.
Como le reitera el Alto Tribunal, «las instituciones (…) no son de libre uso, sino que deben ser utilizadas en los términos legalmente previstos y si, en el caso, las potestades previstas en el artículo 13 de la Ley General Tributaria no eran suficientes para la regularización llevada a efecto» debían haber hecho algo más.
En conclusión, el principio de calificación no sería una institución suficiente para que los órganos administrativos modifiquen la realidad de los hechos, actos o negocios, efectúen una alternativa atribución de rentas entre sujetos pasivos, se desconozcan las declaraciones y liquidaciones efectuadas, así como para desvirtuar la realidad de los hechos formales.
Con esta Sentencia en mano, intuyo que los órganos de la Inspección y comprobación tributaria perderán gran parte de la fuerza intimidatoria de la que sentían revestidos. Por si acaso, convendría recordar que, cuando los hombres pierden el temor a los dioses, dejarán de arrodillarse ante ellos y, lo más probable es que los acaben bajando del pedestal…