En los últimos meses, lamentablemente, he debido afrontar algunas circunstancias vitalmente difíciles. Soy un convencido de que son “episodios naturales” y que, como tales, deben afrontarse: sobrellevándolos. Quiero decir, que coincido con Javier Marías cuando muestra su extrañeza por el hecho de que ciertas experiencias que, de un modo u otro, todos estamos destinados a vivir, requieran que se acuda a ciertos profesionales. Lo lógico y natural y, como tal, lo deseable, es que por muy dolorosos que sean, los afrontemos por nosotros mismos, con los recursos que nuestra educación y nuestras propias vivencias nos hayan aportado.
No tengo intención de “contarles mi vida”; no se me asusten. Pero sí de compartir con Ustedes mi absoluta estupefacción ante la interacción del Estado, o la Comunidad Autónoma de turno (me da igual que me da lo mismo), en este tipo de experiencias. Me explico:
-. Puesto en la tesitura de tener que afrontar el reconocimiento de la situación de “dependencia” de un familiar muy cercano, observo que el procedimiento se bifurca en trámites y más trámites (a cada cual más kafkiano y repetitivo) hasta dilatarse «sine die» (comprenderán que cuando hace apenas unas semanas escuché a uno de los candidatos a la Presidencia del Gobierno prometer que ese trámite duraría apenas 30 días, me revolví por el suelo partiéndome de risa).
-. En paralelo, me intereso sobre el reconocimiento de un grado de minusvalía de esa misma persona y constato, con estupefacción, que éste es un procedimiento 100% paralelo y ajeno al de la dependencia. Debe de ser que los ciudadanos no tenemos otra cosa a la que dedicarnos, no vaya a ser que nos aburramos.
-. Ítem más: cada X meses (no menos de 3 veces al año), la “dependiente” (es decir, algún familiar…, ¿y si no lo hay?) debe acreditar ante la Administración los pagos que hace al centro de día al que acude; bajo apercibimiento de retirarle la “ayuda” (es un decir, lo que la «ayuda», digo). ¿No hay un procedimiento más fácil y ágil como que sea la propia institución que presta esa asistencia la que dé cuenta de esos (para ella) ingresos?
-. Me veo en la tesitura de alquilar una vivienda (algo nada singular ni estrambótico: un piso, de esos que los hay a millones)…, una nueva experiencia, pues durante lustros he sido inquilino, pero nunca me había tocado el papel de “casero”. Aún no me he recuperado del “susto”: i) he tenido que gestionar -150€, una “nadería”, vamos- un certificado de eficiencia energética, trámite en el que están inmersos “solo” 3 -¡tres!- organismos de la administración autonómica de turno…; y ii) además, la fianza debe depositarse también en esa misma administración autonómica (confío en que las CCAA hayan tomado buena nota del “susto” da Canal+ con el episodio de las fianzas, no vaya a ser). Todo ello, simplemente, para ¡alquilar un piso!
-. En una reciente escapada familiar, nos acercamos a visitar un espacio natural “singular”. Amén de los “vigilantes” a la entrada (con llamativos chalecos amarillos -¡Macron!-, llenos de pegatinas y símbolos de la UE), que supervisaban que, pese a no haber cola alguna, contáramos con la previa y preceptiva inscripción en una web (requisito sine qua non para acceder a ese lugar “público”), todo el entorno estaba plagado de paneles con advertencias acerca de múltiples prohibiciones (entre otras, alguna tan “habitual” como “emplear megáfonos”, ¡vaya, justo lo que me proponía hacer!) y de sus consiguientes sanciones; no menores, por cierto: así, por el mero hecho de “transitar por zonas prohibidas” el consiguiente cartel advertía de una sanción que oscilaba entre los 600 y los 6.000€ (casi propias del modelo 720). Todo ello aderezado de advertencias no menos surrealistas como que “al acceder a esta zona lo hace bajo su exclusiva responsabilidad”.
-. Con frecuencia, mis viajes a Madrid los hago en coche: me gusta conducir (como reza el célebre eslogan de BMW, aunque no sea esa «mi» marca), tengo plena libertad horaria y esas horas me dan para pensar “en mis cosas” (o, simplemente, para pensar, que no es poco). El próximo, en apenas unos días, se me ha complicado algo: tengo que hacerme con una viñeta de la DGT y llevarla en un punto visible del coche, so pena de que el Ayuntamiento de Madrid me multe (siempre, por supuesto, con el melífluo objetivo de preservar mi bienestar) por circular por la «almendra central» desprovisto de ella.
Tal y como se apuntaba hace apenas unos días en el blog “Disidentia”, “Usted y yo, estimado lector, no sabemos lo que es bueno para nosotros. Pero, gracias a Dios, hay expertos e intelectuales que conocen el bien y nos llevan de la mano por este proceloso y complejo mundo, desde la cuna hasta la tumba. Ese es el credo del paternalismo estatal moderno.
Apuntaladas en el encanto de la justicia social y la rotunda emocionalidad de la igualdad, minorías sociales bien articuladas y debidamente subvencionadas, apadrinadas por el gobierno de turno, se afanan hoy en la labor de propaganda de la vida correcta. Cada vez con mayor agresividad, mayor presencia en medios, menor resistencia de los indoctrinados. Incluso la comida se ha convertido en una cuestión política. En términos generales, una red de regulaciones precisas se extiende por encima de la vida de cada individuo y nos hace dependientes del benéfico Estado de bienestar incluso en las cosas más simples de la vida.
Asistimos a la metamorfosis del Estado social de bienestar en un Estado social preventivo. El Estado social preventivo priva a sus ciudadanos de las libertades en grados diferentes para que sean mejores personas y protegerlos de sí mismos. Estamos gobernados por quienes creen que hay que proteger a las personas frente a su propia debilidad. Estos neopaternalistas creen que la libertad individual ya no es soportable para la sociedad y para el propio individuo, por lo que debe ser reemplazada por una especie de manual de conducta que limite, o dirija, las opciones de elección del incompetente. Sí, le están llamando incompetente. A usted. Y a mí.
(…) Cuanto más complejo sea el problema, más importante es un diseño social que empuje a los ciudadanos en la dirección correcta. El neopaternalismo me protege de mi propia debilidad y mi irracionalidad. Otros hacen para mí lo que yo haría si estuviera en mi sano juicio.
Los neopaternalistas modernos asumen que algunos tienen el legítimo derecho a influir en el comportamiento de otras personas para que éstas vivan más tiempo, más saludablemente y sean más felices. En términos concretos: se propugna un consenso general en el que se asume la bondad de los comportamientos políticamente correctos y cualquier comportamiento anormal debe ser denunciado explícitamente: “mira, ahí va uno que se niega a participar en la vida razonable de los buenos”.
Este Estado que todo lo ve y todo lo provee, se consolida como una “dictablanda”: el bienestar total requiere de la vigilancia y reglamentación total del comportamiento de los ciudadanos. Y es un bienestar para todos, también para los que no necesitan ayuda: ¡es un bienestar obligatorio! (…) Lo que realmente caracteriza nuestra sociedad es la asunción por parte del Estado de los riesgos (es decir, de la responsabilidad). Liberados de “la vida en serio” y sus consecuencias, la individualidad apenas es más que consumo pasivo, conformidad generalizada”.
En estos próximos días -si el tiempo me lo permite- me gustaría salir a remar en kayak. El caso es que me enfrento a varios problemas de no fácil ni ágil resolución: i) llevarlo en el techo de mi coche hasta el punto donde zarparé, ¿está prohibido o condicionado por alguna detallada regulación que, obviamente, ignoro?; ii) la playa desde la que partiré, ¿está sometida a alguna normativa -por supuesto, restrictiva- para embarcaciones menores?; iii) ¿está homologado el chaleco salvavidas que llevo?; iv) ¿y el bote estanco donde guardo mi móvil y las viandas?…
Por favor, gritemos todos juntos: ¡libertad!