En memoria del inigualable Alfonso Gota, con quien tuve el inmerecido orgullo de compartir mesa en los últimos tiempos. Descanse en paz.
Los causídicos del sector tributario sabemos las estrategias con las que la administración, a través muchas veces de la amenaza y la intimidación, pretende conseguir sus fines (recaudatorios) a través de un principio que se halla en los antípodas de la buena administración: la tradicional ley del embudo.
No existe, normativamente y a salvo de una lacónica mención en la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea de diciembre de 2000, un principio de buena administración, es decir, un principio conforme al cual la actuación de cualquier administración pública ha de ser acorde con las cualidades que cabe atribuirle por su naturaleza, tomando la acepción académica de aquel calificativo.
Sin embargo, en todo el acervo jurídico que regula las relaciones de la administración con el ciudadano sí que podemos encontrar términos como la buena fe -las administraciones, ontológicamente, no pueden tener fe, igual que no tienen derechos sino potestades-, buenas prácticas, confianza legítima y, más modernamente, buena regulación.
De ahí que, con esos parámetros legales y poco a poco, como empiezan las grandes revoluciones, los Tribunales de Justicia demuestran cada día un mayor conocimiento de que la administración -a través de sus funcionarios- no actúa siempre con la objetividad que se le presume sino, más al contrario, utiliza torticeramente sus recursos -socavando si es necesario la seguridad jurídica- para conseguir sus fines que, muchas veces, están muy alejados del interés general.
Así las cosas, como apunta la STS de 31/10/17, ocurre que “la buena o mala fe del llamado por la Ley obligado tributario ha de ponerse en conexión necesaria con la observada por la propia Administración. Desde tal punto de vista, mal podría imputar mala fe a los demás quien ha dejado transcurrir 891 días sin hacer nada para evitar que corriera el tiempo (en una inspección)”; de la misma manera, continúa la sentencia, “tratándose de escrituras públicas, fácilmente pudo tener acceso la Administración a los protocolos correspondientes, haciéndose con los datos que interesasen a su actividad inspectora: finalmente, no puede exigirse al comprobado que adivine el contenido exacto del requerimiento formulado cuando éste no se hace explícito, la imprecisión en lo que se pide no puede perjudicar al destinatario del requerimiento”.
En idéntico sentido encontramos sentencias más recientes, como la del pasado 19/2 con relación a unos recibos por IBI girados bajo la excusa de la incompetencia de un ayuntamiento para fijar los valores catastrales, ante lo que el TS resuelve que “no resulta admisible jurídicamente que una administración permanezca inactiva dando lugar a un enriquecimiento injusto prohibido o a obligar a los administrados, ciudadanos de un Estado de Derecho, a transitar por largos y costosos procedimiento para a la postre obtener lo que desde un inicio se sabía que le correspondía o, lo que es peor, esperando que el mero transcurso del tiempo convierta en inatacable situaciones a todas luces jurídicamente injustas”.
En este orden de cuestiones, resulta relevante que en un auto del 14/2 pasado, nuestro Alto Tribunal utilice como parámetro nomofiláctico para admitir un recurso de casación la posible infracción del principio de buena administración, “inferido de los artículos 9.3 y 103.1 de la CE, manifestada en la tardanza en la remisión interna del expediente, dentro de la propia administración”, para determinar el cómputo del plazo de reanudación de actuaciones previsto en el artículo 150.7 LGT en caso de retroacción de actuaciones por defectos formales.
Hasta tal punto está adquiriendo importancia este parámetro de la actuación objetiva por parte de la administración, que el propio TS en diversas sentencias -19/2, 20/3 y 27/3 de 2019- trata de definir sus contornos, con un interesante aserto que trata al principio de buena administración como un “principio implícito en la Constitución, arts.9.3 y 103, proyectado en numerosos pronunciamientos jurisprudenciales y positivizado en nuestro Derecho común, art. 3.1.e) de la Ley 40/2015, principio que impone a la Administración una conducta lo suficientemente diligente como para evitar definitivamente las posibles disfunciones derivada de su actuación, sin que baste la mera observancia estricta de procedimientos y trámites, sino que más allá reclama la plena efectividad de garantías y derechos reconocidos legal y constitucionalmente al contribuyente y mandata a los responsables de gestionar el sistema impositivo, a la propia Administración, observar el deber de cuidado y la debida diligencia para su efectividad y de garantizar la protección jurídica que haga inviable el enriquecimiento injusto”.
Esperemos, pues, que esta concepción amplia de los derechos del ciudadano que permita aquilatar las actuaciones pro domo sua de la Administración vierta tanto al ordenamiento jurídico como a la mentalidad judicial, evitando así bochornosas resoluciones como la emitida por el TSJ del País Vasco de 5/4/17, en la que sin rubor alguno se admitía como “legítimo que la Inspección se valga de la presión que pueda ejercer en el obligado tributario la información sobre las adversas consecuencias que para él se deriven de la prosecución del procedimiento inspector sin acuerdo”, que llegaron al punto de advertir sobre “las cuantiosas liquidaciones y sanciones a que tendría que hacer frente en caso de no hacerlo, así como de la eventualidad de la comisión de delitos fiscales”.
Todavía recuerdo como, en unas actas rubricadas a una multinacional cotizada en Estados Unidos que había sido imputada en un fraude carrusel del que realmente no era conocedora, un infausto actuario jubilado poco después mencionaba repetidamente que la compañía tenía “una obsesión malsana de defraudar”. Las empresas no pueden tener obsesiones. Los funcionarios sí, pero deberían evitarlas en uso de sus potestades administrativas.
Publicado hoy, 17 de mayo de 2019, en Iuris & Lex -el Economista-.