(Artículo publicado en la Revista nº 59 «Buen Gobierno – Iuris & Lex» de elEconomista. Ver aquí)
El pasado 9 de julio, se publicó en el BOE, la Ley 14/2022, de 8 de julio, de modificación de la normativa reguladora de la transparencia, acceso a la información pública y al buen gobierno. La citada norma está conformada por una Exposición de Motivos de 3 páginas, media cuartilla relativa al «Artículo Único» y las 10 páginas restantes básicamente son la Disposición final primera. Un auténtico oxímoron normativo.
La misteriosa Disposición final modifica íntegramente la regulación del Impuesto sobre los Gases Fluorados de Efecto Invernadero (IGFEI) introducido por la Ley 16/2013, de 29 de octubre. De hecho, más que un cambio, estamos ante una completa revisión del tributo, afectando a todos sus elementos esenciales del tributo y su esquema de liquidación.
Así, bajo el título de transparencia y buen gobierno, sin pudor y de forma encubierta, se introduce la nueva regulación de un tributo, soslayando los principios de reserva de ley, seguridad jurídica y confianza legítima.
Este cambio normativo no es baladí pues, tras su entrada en vigor, se estima que el precio final de compra de los equipos de refrigeración y climatización se encarecerán entre un 5% y un 10%. En un entorno inflacionario como el actual, este aumento del coste de ciertos bienes (entre otros, frigoríficos o equipos de aire acondicionado) dificultará su acceso por la población más vulnerable. En fin, como viene siendo habitual, las políticas medioambientales sólo están al alcance de unos pocos para que limpien sus vacuas conciencias.
A pesar de las irregularidades normativas y las reticencias sectoriales, en la práctica, este impuesto pervivirá sin mayores problemas, sobre todo, porque los sujetos pasivos nominales (fabricantes y distribuidores) no son los contribuyentes reales (consumidores finales). Este es el quid de la cuestión, mientras los primeros mantengan sus márgenes empresariales y los segundos sigamos en este estado de ignorancia culpable y abulia, el gravamen se asumirá sin mayores problemas por la población.
Un nuevo tributo de aplicación general y ni un papel en el suelo. Por ello no es extraño que, ante esta docilidad y apatía de las sociedades civiles posmodernas, los gobiernos y las administraciones vean en este tipo de tributos un filón para aumentar la detracción de recursos a los ciudadanos y mantener las ineficientes estructuras de gasto público.
Mientras, los grandes tributos tradicionales (Impuesto sobre Sociedades, IRPF e IVA, principalmente) dan síntomas de agotamiento, tienen problemas de obsolescencia económica (falta de adaptación a la economía digital) y padecen las rigideces derivadas de la armonización y coordinación internacional.
A la vista de lo anterior, en los últimos años, comprobaremos que existe una tendencia de fondo en materia tributaria consistente en, por un lado, buscar la aplicación efectiva y simplificación de los grandes tributos tradicionales y, por otra, la proliferación de minitributos para compensar el deterioro de la recaudación tributaria e intervenir en los mercados y en las decisiones individuales.
En el ámbito estatal, apenas tenemos algunos minitributos, como el citado IGFEI, el Impuesto sobre determinados servicios digitales («Google Tax«) o el Impuesto sobre las transacciones financieras (ITF).
En cambio, en el ámbito autonómico, la mayoría de tributos propios entrarían dentro del concepto, como, por ejemplo, el impuesto sobre establecimientos turísticos, sobre bebidas azucaradas, sobre las emisiones de CO2 de los vehículos, las emisiones de óxidos de nitrógeno a la atmósfera producida por la aviación comercial, sobre el riesgo medioambiental de los elementos radiotóxicos (todos ellos en Cataluña, entre otros), sobre aprovechamientos cinegéticos (Extremadura), sobre depósitos de las entidades de crédito (en varias CCAA), sobre eliminación de residuos en vertedero (varias), sobre el impacto visual producido por los elementos de suministro de energía eléctrica y elementos fijos de redes de comunicaciones (La Rioja). Y así decenas más.
Aunque la recaudación individual sea relativamente escasa, en su agregado, se estima que los ingresos por estos minitributos alcanzarían ya el 2% del PIB, y eso sin considerar figuras consolidadas como los tributos sobre el juego, los impuestos especiales o sobre las primas de seguros.
La receta del éxito consiste en establecer alguna figura tributaria de aplicación concreta y fácil cuantificación, con un modesto impacto económico, y que el sujeto pasivo (el obligado a declarar y/o liquidar ante la administración competente) pueda trasladar parcial o totalmente el coste al comprador de los bienes y servicios gravados, de tal forma que el consumidor final absorba el sobrecoste fiscal vía el precio. Tributación en pequeñas dosis.
Por supuesto, aunque el objetivo fundamental sea aumentar la recaudación tributaria, se revestirá el nuevo gravamen con tintes medioambientalistas, el cuidado del bienestar de los súbditos y, claro, la defensa de lo público. Para ello, la cuestión es identificar algún comportamiento social o actividad económica que cause externalidades negativas relevantes que justifique su sobreimposición.
Una vez definido el supuesto de hecho, conviene que, de forma individual, la cuantía sustraída del minitributo en el bolsillo del ciudadano sea poco significativo, minimizando las probabilidades de que el contribuyente se resista a su liquidación. Salvo algún que otro quijote, los ciudadanos acabamos transigiendo, bien sea por apatía e indolencia, bien sea, porque, la mayoría de la población carece de los conocimientos suficientes y/o de los recursos para oponerse con garantías frente a la Administración.
Es más, aunque se cuestione jurídicamente la regulación y aplicación de los minitributos, la experiencia práctica (recordemos el episodio «céntimo sanitario») nos recuerda que, en este país, la Administración no padece el coste de sus irregularidades y, encima, la regulación vigente en materia de responsabilidad patrimonial y recuperación de los ingresos declarados improcedentes, le permite retener para sí una parte sustancial de las cantidades indebidamente detraídas.
En conclusión, creo que los gobiernos y las administraciones han encontrado en estos minitributos un mecanismo efectivo para seguir sisando de forma sutil a sus ciudadanos y asegurar su sustento. Mientras sea en pequeñas dosis y con un bonito envoltorio, los ciudadanos deglutiremos estas pequeñas píldoras fiscales.