En 1972, el economista estadounidense James Tobin, de marcada influencia keynesiana, publicó «A proposal for international monetary reform en el Eastern Economic Journal», como un intento de dar respuesta ante la crisis del sistema monetario de Bretton Woods en el que se fijaba el valor de una moneda o divisa respecto del valor del oro, siendo el dólar la principal moneda de reserva. Es decir, Tobin publicaba justo cuando el sistema keynesiano del patrón de cambio-oro que admiraba estallaba por los aires. Un idealista al rescate de un ideal marchito.
Ante la imposibilidad de las economías de mantener el sistema de paridad fijo pues esa ficción no respondía a la realidad económica, los Estados decidieron lanzar a la papelera de la Historia el sistema de Bretton Woods y, sucesivamente, adoptaron sistemas flexibles de tipo de cambio de divisas. Es decir, dejaron que fuera el mercado, es decir, los distintos operadores económicos, el que determinase el valor de las respectivas monedas. Así pues, la cotización de una moneda frente a otra dependía de los flujos económicos, comerciales y financieros entre las respectivas economías. Cuanto más crecía la riqueza de un territorio y más estable fuese su economía, más demanda tenía para una determinada oferta monetaria y, por tanto, mayor valor tenía respecto del resto de monedas.
Evidentemente, la fijación de sistemas flexibles de tipo cambio comportaban oscilaciones en las cotizaciones o tipos de cambio, atendiendo a la demanda existente de la moneda de referencia. Estas oscilaciones, esta volatilidad, era una oportunidad para ciertos financieros que, en función de las expectativas de evolución, invertían en los mercados de divisas para conseguir beneficios con su actividad especulativa.
Pues bien, para limitar la volatilidad de los mercados de divisas (y evitar que George Soros y sus amigos rapiñasen en los mercados monetarios), el bueno de Tobin planteaba la conveniencia de establecer una tasa o tributo que gravase todas y cada una de los intercambios de divisas. Su idea era muy simple; entendía que, dado que los especuladores invierten a muy corto plazo (en días u horas) y con el objetivo de conseguir beneficios en el arbitraje entre monedas con pequeñas o muy reducidas oscilaciones del tipo de cambio, con la implantación de una tasa de 0,5% del valor de las transacciones, el coste de esta tasa evitaría que fuese rentable la inversión especulativa.
Como suele suceder con los «intelectuales», especialmente, con los keynesianos y demás progres de salón, el papel lo aguanta todo, se premian entre ellos (Tobin recibió el Premio Nobel de Economía en 1981) pero su realización práctica está condenada al fracaso pues, entre otras, son incapaces de reconocer y aceptar la complejidad humana.
En efecto, cuando tuvo que desarrollar su «buena idea» chocó de bruces con la realidad. En sus papeles argumentaba que la recaudación de la tasa por los intercambios de divisas debía servir para financiar la Ayuda al Desarrollo de las economías en vía de desarrollo o subdesarrolladas, en la terminología de la época. De hecho, planteaba que cada administración se hiciese cargo de gestionar y obtener la recaudación de las transacciones «localizadas» en sus territorios y, la caja conseguida, se revertiría al Banco Mundial o al Fondo Monetario Internacional (FMI) para que, ellos decidan, el destino de los fondos. Por supuesto, los unicornios con arcoíris vuelan…
Con esos mimbres, a los pocos años, su teoría cayó en el olvido.
Sin embargo, a finales del siglo pasado, tras la crisis asiática (en la que el amigo George Soros jugó un importante papel), el movimiento antiglobalización, en un alarde de simpleza y falta de cultura financiera, rescató la dichosa tasa de James Tobin para aplicarla, no a los mercados monetarios, sino a todos los mercados financieros de intercambio de títulos y derechos. Y, la gran novedad es que, aquello de destinar la recaudación para la ayuda al desarrollo, nada de nada. La recaudación se queda para el papá Estado, para que reparta y distribuya entre sus súbditos más queridos.
Debe reconocerse que estos movimientos de antiglobalización (encabezados por el tal Ignacio Ramonet y su Le Monde Diplomatique), compensaban su ignorancia con un gran talento para el marqueting y la propaganda. En efecto, aunque el impuesto sobre transacciones financieras dista mucho de la tasa propuesta por James Tobin, mantuvieron la denominación de Tasa Tobin por la pátina que les confiere y el aura de intelectualidad asociada. Entiendo que, si quieres deslumbrar a un bobo o ignorante, es más útil utilizar el término Tasa Tobin que hablar de Señoreaje, Moneda Forera, Banalidades, Regalías o, simplemente, Botín, por ejemplo.
Al final, hasta el pobre James Tobin, en el ocaso de su existencia, se dedicó a reclamar que dejasen de utilizar su nombre en vano. Sin embargo, si Dios no lo ha conseguido aún, parece que Tobin, ya fallecido, deberá padecer el tormento infinito de que su vida quede ligada al nuevo engendro impositivo, el botín tributario de las transacciones financieras.
Por supuesto, las izquierdas, tan faltas de ideas como de ideales, adoptaron esta nueva tasa, es decir, un impuesto que gravase la transmisión de activos financieros en mercados oficiales, como vía para combatir la especulación (considerada el emblema de todos los males), reducir la actividad financiera y así, supuestamente, evitar la volatilidad de los mercados. En definitiva, la idea es «poner palos en las ruedas» para que los inversores y ahorradores tengan más dificultades para obtener ganancias y, de paso, obtener una presunta gran recaudación tributaria.
Sin entrar en su introducción práctica reanunciada hoy por el actual Gobierno, este nuevo tributo, aplicado de forma generalizado, efectivamente, afectará los mercados financieros, pero dudo que lo haga para bien, pues al drenar la liquidez y reducir los actores, las oscilaciones de valor serán más abruptas y violentas, generando ineficiencias en los mercados. Aparte, la introducción del tributo supone un coste efectivo para los operadores que va más allá de la mera recaudación, pues los intermediarios deberán asumir la gestión del tributo y de la información, con el lógico aumento del coste a repercutir a los inversores (comisiones y contraprestaciones de servicios financieros). Además, estamos ante una figura tributaria que tiene que incardinarse en el sistema tributario vigente en el territorio de aplicación del impuesto, en coordinación con el resto de las figuras tributarias vigentes (Impuestos directos e indirectos).
Pero si el tributo ya es inadecuado de por sí, el proyecto legislativo aprobado hoy por el Consejo de Ministros es un auténtico compendio de lo que no debe hacerse. Hace ya un año, aquí, expuse algunas de las objeciones a este tipo de nuevo tributo y que siguen vigentes. Pero es que, además, al ser un tributo que sólo grava unas determinadas operaciones financieras, su configuración afectará inevitablemente a las decisiones de los agentes económicos:
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se gravan la compra de acciones, pero no la adquisición de derivados, títulos de deuda u otros productos financieros;
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perjudica a las empresas cotizadas con residencia en España (no afecta el gravamen a las empresas cotizadas fuera de España) con una capitalización superior a 1.000 millones de euros (apenas 60 o 70 empresas);
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impone al intermediario financiero (residente en España) la obligación de recaudación del tributo.
Si le añadimos que la medida legislativa es unilateral y descoordinada, el fracaso está garantizado.
Pero, nada importa. Lo único que importa es que «los ricos pagarán más», aunque sea mentira. Los devotos súbditos seguirán amando a su tahúr.