Acogiéndome a sagrado, como antiguamente hacían los perseguidos, emito sine ira et studio desde este prestigioso blog tributario, que ha tenido la deferencia de cederme su atalaya.
Se atribuye al Canciller de Hierro, Otto Von Bismarck, una ocurrencia que, sin embargo, no se debe a su propio ingenio, sino al del poeta John Godfrey Saxe norteamericano, del siglo XIX. No se mortifique el lector si no lo conoce. Yo tampoco, hasta hace unas horas. Más o menos dice así: “Las leyes, como las salchichas, dejan de inspirar respeto a medida que uno va conociendo cómo se hacen”. La fórmula que solemos conocer, idónea para ser citada en conferencias, es ligeramente distinta, pero la idea es, en esencia, la misma.
Trasladado ese apotegma al caso del proyecto de ley fiscal enviado por el gobierno a las Cortes el 23 de octubre pasado, que encabeza un título caudaloso y arborescente, con hasta cuatro finalidades explícitas, la frase de Saxe parece reclamar un encendido elogio de las salchichas y sus procesos de elaboración.
Es conocido que la legislación del derecho público -pongamos que administrativo y tributario- sufre lo que, en muy conocida acuñación de Carl Schmitt, es la legislación motorizada, nombre y concepto que incorporó a nuestras vidas el maestro García de Enterría en su Curso, que nos ha enseñado a todos. No es un problema, obviamente, actual, pero su práctica se agrava y está alcanzando plusmarcas olímpicas cuando se trata de legislación excepcional, de urgencia, de coyuntura. El propio don Eduardo, en 2004, en una tercera de ABC, daba fe de esta preocupación ya antigua y en los tiempos actuales, ciertamente desatada:
“[…] Carl Schmitt llamó la «legislación motorizada», Ortega «legislación incontinente» (el Estado «se ha convertido en una ametralladora que dispara leyes»), algún jurista actual «leyes desbocadas». Lo que, por cierto, y paradójicamente, ha hecho imposible la vieja entelequia positivista de reducir la ciencia jurídica a una simple articulación y explicación de los preceptos legales positivos.
Pero a ese destino, parece que fatal, como probaría su universalidad, se añade el asombroso descuido con el que trabajan los centros públicos encargados de fabricar esa lluvia incesante de preceptos dirigidos al pobre ciudadano, que se encuentra además, según precisa el art. 6.1 del Código civil, con la sorprendente regla de que «la ignorancia de la ley no excusa de su cumplimiento […]”.
Insuperables palabras que mantienen, años después, todo su sentido.
Fruto de la motorización, esto es, de la incontinente e hiperactiva nomorrea, son las abundantes muestras de legislación a través de normas del gobierno con rango de ley, los célebres decretos-leyes, que en su sorprendente número y en la habitual relativización de la causa de urgencia y necesidad que los ampara constitucionalmente, sirven para burlar el amplio y debido control parlamentario.
Tiendo a desconfiar, por sistema, de la calidad de las leyes en cuyo título figuren presurosos términos como medidas, urgentes, agilización, y otras palabras similares que evocan la normación atropellada y coyuntural, adoptada no como ordenación de la razón al bien común -en la imperecedera definición tomista- sino como instrumento para salir al paso de contingencias inminentes y variables. Si los preceptos son, además, de una infinita longitud y embrollo, aun omitiendo comentar la sintaxis y el uso de las comas -colocadas como el arroz en las bodas, allí donde caigan- mi preocupación se acrecienta grandemente.
No es impertinente formular una seria objeción a este modo espasmódico de legislar, que tanto se prodiga desde hace años, y a los graves desequilibrios y trastornos que causa a la seguridad jurídica, principio que sistemática pero paradójicamente se invoca como designio impulsor. Una ley tributaria es algo muy serio y, por ello, cabe sospechar de las reformas parciales, en mosaico, de la regulación general y de algunos tributos, sin una visión sinóptica del ordenamiento y que a menudo -como aquí sucede- suponen un manotazo a modo de reacción o berrinche de funcionarios hiperventilados a la jurisprudencia adversa.
Este designio belicoso de reformas urgentes y motorizadas no es muy diferente, en el campo de las reformas fiscales, del que acostumbra darse en la convulsa normación procesal, también diligenciada a base de una producción masiva e irreflexiva de leyes y reglamentos, sin orden ni concierto, que por sí sola viene a desvirtuar la idea central de orden, de sistema, no sólo predicable de lo fiscal. Pero en este concreto campo, un sistema tributario justo, para serlo, por fuerza ha de ser, antes de nada, sistema, no un ramillete de perlas de buen tamaño obtenidas, con fines de coyuntura, en lúgubres covachas administrativas que con frecuencia llegan, tal cuales, al BOE, con su propia prosa atormentada.
En el caso de las leyes tributarias, hemos pasado de la encomiable pero ingenua proclamación de los “Derechos y Garantías del Contribuyente” -en la Ley 1/1998, arrumbada en el desván de los trastos viejos e inservibles- a un drástico viraje hacia el poderío recaudador y sancionador, ya iniciado en la propia Ley General Tributaria de 2003, muy reformada in peius, y recrudecido en la actualidad, donde destacan diversos productos normativos de la llamada prevención y lucha contra el fraude fiscal, rúbrica en la que, en realidad, cabe todo.
Obviamente, nadie puede ni debe mostrarse defensor del fraude fiscal, pero sí se ha de reivindicar, con toda energía -si es que somos juristas-, que éste no sea presumido ni conjeturado, sino establecido con rigor en procedimientos dotados de las debidas garantías. El ciudadano no puede entrar en los expedientes bajo sospecha, con una estrella amarilla en el brazo o una campanilla al cuello. Además, por ejemplo, no es fraude fiscal el hecho de pagar lo debido tomando en consideración el precio satisfecho en una compraventa o en otro negocio traslativo, si es que la medida que nos ocupa brota de la noble intención de combatir el fraude y, por cierto, orientarse a la capacidad económica.
Quiero detenerme, para hacer honor al título interrogativo de esta entrada, en un solo aspecto de la regulación ingresada en el Congreso, contenido en el epígrafe VI de la proyectada exposición de motivos, en lo atinente a la fijación de la base imponible en los impuestos que, hasta ahora, tomaban como punto de partida el valor real de los bienes transmitidos.
Según la briosa y un poco falaz exposición de motivos, en el Impuesto sobre Transmisiones Patrimoniales y Actos Jurídicos Documentados -ITPyAJD- y en Sucesiones y Donaciones -ISD-, se reforma la base imponible, sustituyendo el valor real por valor (sic), noción que se equipara al valor de mercado (?).
La explicación que ofrece el texto es ciertamente pintoresca. Hacienda Cañí. Me considero legitimado como ponente de las dos sentencias que el prelegislador menciona. No parece haber otra intención simulada que convertir en inútil e inaplicable esa jurisprudencia, que desagrada por igual a la Administración titular de los tributos cedidos y a las autonómicas cesionarias, porque se interpretaba allí el concepto de valor real que figuraba en las respectivas normas reguladoras, que ahora se cambia. Valor -ahora, sin el adjetivo real, que parece evocador de la monarquía delenda– es equivalente a valor de mercado, conforme a nuestra doctrina, y no puede consistir en una cantidad exacta y fija a todo trance, como no lo son los precios de las cosas en el mercado libre.
A partir de este dato, que abochorna un poco recordar, la ley le da la vuelta, con agilidad y pericia propia de los maestros de los naipes que se desempeñan en los barcos que navegan por el Mississippi, sobre el tapete verde. No es éticamente aceptable que la ley -aun en fase de elaboración- falte a la verdad y haga decir a la jurisprudencia lo que ésta no dice. De forma equívoca, se aspira a la obtención de un concepto que ya no es el valor real, sino el valor (resic), que se dice equivaler al de mercado, pero es el que determina el catastro, el cual puede ser impugnado, aunque solo en algunos casos. La idea parece haber salido a los postres de una comida copiosa y bien regada, cuyos comensales fueran Cantinflas, Groucho Marx y Antonio Ozores.
No es la primera vez que se utiliza esa prestidigitación, esto es, una exposición de motivos para el autobombo de la Administración autora del proyecto de ley o para enrevesar las causas verdaderas de la reforma. Recuerdo, como ejemplo cercano, entre otros, que en la Ley 34/2015 se fundaba la posibilidad de sancionar, en caso de conflicto en la interpretación de la norma (perífrasis un tanto adventicia del antiguo fraude de ley), en la precipitada lectura de un pasaje particularmente borroso del obiter dictum de una sentencia.
En realidad, esa parte introductoria de una ley -está en juego, entre otros valores, el de interdicción de la arbitrariedad- contiene su motivación, y debe ser empleada para ofrecer una explicación del porqué de la norma y de la razón de su regulación, en instituciones cuyo articulado pudiera ofrecer dudas, dado que, sobre todo en los primeros tiempos de vigencia, la mens legis –lo que ha querido decir el legislador-, es una regla interpretativa auténtica y, por ende, fundamental. No es su cometido entrar en liza con los jueces que no pueden replicar.
Dice el proyecto que la “…determinación del valor real ha sido fuente de buena parte de litigios de estos impuestos por su inconcreción. A este respecto, el Tribunal Supremo ha manifestado que no existe un valor real, entendido este como un carácter o predicado ontológico de las cosas, y ha establecido como doctrina jurisprudencial que, cuando exista un mercado de los bienes de que se trate, el valor real coincide con el valor de mercado (…) Por otra parte, este mismo órgano, en recientes pronunciamientos, entre ellos la sentencia 843/2018, de 23 de mayo de 2018, ha determinado que el método de comprobación consistente en la estimación por referencia a valores catastrales, multiplicados por índices o coeficientes, que recoge la Ley… General Tributaria, no es idóneo (…) lo que dificulta en gran medida la facultad comprobadora de la Administración tributaria. Esta dificultad se añade a la ya existente respecto de otros medios de comprobación de valores, como es el caso de la que se realiza mediante dictamen de peritos…”.
La narración de tales pretendidos inconvenientes jurisprudenciales -que, en realidad, no son lo que de ellos se afirma, porque las leyes reguladoras de los impuestos indicados remitían a un concepto normativo, el valor real, más acorde con el principio de capacidad económica- tiene algo (no poco) de impostura, ya que se extraen pasajes aislados de su contexto para justificar pro domo sua el atropello. Lo que hizo esa doctrina fue ahormar la libérrima configuración del tributo por parte de algunas comunidades autónomas, en la determinación de coeficientes sobre el valor catastral (art. 57.1.b) LGT), de modo que ahora se trata de privar de efecto a las exigencias que la doctrina del Tribunal Supremo declaraba en garantía de los ciudadanos.
Bastaría con ver las abismales diferencias que los cambios de coloración política de gobiernos regionales provocaron en las órdenes correspondientes, las que fijaban ad libitum los coeficientes sobre el valor catastral, para apercibirse de lo indeseable del sistema así concebido. Una misma cosa no puede valer 3 un jueves y 5 un viernes, solo porque lo diga la consejería competente. Se ve ahora que a las comunidades gestoras y a los redactores del proyecto les ha irritado la doctrina del Tribunal Supremo. Es más, estaría por decir que lo que incomoda es el hecho mismo de que haya tribunales que se metan en estas cosas, pero lo callo.
Prueba del nueve de esto que señalo es que la reforma legal va a suponer, con certeza, una elevación sustancial de las cuotas de los impuestos afectados, para entusiasmo y alborozo de cedente y cesionarios. Si para situarse al abrigo del control judicial se ha de infamar al Tribunal Supremo diciendo que su jurisprudencia dificulta la actividad comprobadora de la Administración tributaria -sobre todo si se pretende efectuar desde la mesa camilla-, pues se hace y ya está.
Si se trata de vender el desprolijo proyecto normativo afirmando que la regulación anterior era fuente de indeseable litigiosidad, que se ataja impidiendo ahora acudir a los tribunales en algunos casos, pues miel sobre hojuelas. Me parece bien en una Administración volcada a la eficacia y huidiza de las leyes y sus controles: contra la jaqueca, nada hay mejor que la decapitación. Es mano de santo.
En la miscelánea ley enviada al parlamento se propone este texto, recogido como simple ejemplo:
“Se entenderá por valor de mercado el precio más probable por el cual podría venderse, entre partes independientes, un bien libre de cargas.
- En el caso de los bienes inmuebles, su valor será el valor de referencia previsto en la normativa reguladora del catastro inmobiliario, a la fecha de devengo del impuesto”.
Si he entendido bien el galimatías, el valor del bien ya no es el real, sino el valor -a secas-, si bien coincidente con el de mercado (cosa distinta), que a su vez es el más probable de transacción entre personas independientes. Pero ese valor de mercado no surge del mercado, como cualquier cándido lector podría interpretar, sino es el que fija el poder político como valor de referencia en el catastro. Erich Honecker se sentiría muy orgulloso de esa idea del mercado.
Me suscita muchas más interesantes consideraciones este artículo-río, caudaloso como el Amazonas, pero no es éste el lugar apropiado para un análisis exhaustivo. Sí he de decir que cabe que no haya valor de referencia, en cuyo caso volvemos a la casilla de salida de la comprobación de valores, para cuyo desarrollo supongo que se tomará en consideración la obstaculizadora jurisprudencia. O no.
En fin, no he sido jamás condecorado con cruces, medallas o insignias de la orden de San Raimundo de Peñafort. Tampoco aspiro a su concesión, ni las pido ni me las darán. Me compensa de esa carencia de honores, de un lado, la notable abundancia de magulladuras y laceraciones, fruto de los tropezones en que uno va cayendo sin querer cuando pisa la cola de un león mediante giros radicales, esto es, traumatismos debidos a la actividad judicial independiente -por ejemplo, en tributos no alejados del que ahora comento-.
Y más aún, hasta el regocijo, tengo la Gran Cruz de saber que una doctrina surgida de mi sección del Tribunal Supremo, en sentencias de las que fui ponente, ha propiciado una reforma legal reactiva que no ha sabido bien explicar por qué se afronta, si no es para soslayar la fastidiosa doctrina de los tribunales llamados a controlar a la Administración (art. 106 CE).
Finalizo para no provocar la huida en masa de los lectores. No en vano los hospitalarios blogueros son buenos amigos y no quiero abusar de su gentileza.
El asunto sin duda merece la seria autorreflexión de todos y todas para evitar el autosuicidio de uno mismo. Creo que, pese a las bromas y pullas acerbas recibidas por la autora de la palabra, la expresión autorreflexión no es incorrecta en su contexto. Existe autorreflexión en la medida en que lo normal es la heterorreflexión, que nada tiene que ver con problemas radicados de cintura para abajo, sino con el hecho de que muchos políticos reflexionan de un modo ajeno, importado y transitivo, digamos por delegación, mediante la ingesta de esas píldoras conocidas, en hipérbole, como argumentarios, silogismos cojitrancos y atrabiliarios alumbrados en los gabinetes y zahúrdas varias por sus respectivos doctores bacterio. Esto es, les reflexionan.
A los ciudadanos también nos piensan otros, nos reflexionan otros, a poco que nos dejemos. De ahí que no sea inconducente la idea de autorreflexión como acto de afirmación de la personalidad. No en balde, en tiempos de Honecker -o de Chernenko en la URSS, que con sus 88 años representaba el ala joven del partido- te hacían en un minuto la autocrítica, término que emparenta con el neologismo acuñado por la ministra del ramo.
Muchas gracias Francisco José por tan entretenido artículo, los habituales de este blog nos sentimos muy honrados por su colaboración.
No es la primera vez que se usa la jurisprudencia para justificar cambios legislativos. Ya en la reforma de 2015 se mencionaba una sentencia del TS, sacada de contexto, y se callaban otras, tan evidente era la manipulación que la cita de tal sentencia creo recordar que acabó desapareciendo en el texto definitivo. En fin, esto es España.
Exquisito y tremebundo. Tiemble después de haber reído…
Muy agudo y fino, como siempre: «tengo la Gran Cruz de saber que una doctrina surgida de mi sección del Tribunal Supremo, en sentencias de las que fui ponente, ha propiciado una reforma legal reactiva que no ha sabido bien explicar por qué se afronta, si no es para soslayar la fastidiosa doctrina de los tribunales llamados a controlar a la Administración (art. 106 CE)»; «si se trata de vender el desprolijo proyecto normativo afirmando que la regulación anterior era fuente de indeseable litigiosidad, que se ataja impidiendo ahora acudir a los tribunales en algunos casos, pues miel sobre hojuelas». Tristes momentos los que estamos viviendo, Jose Navarro. Gracias por escribir.
Lo siento: QUE GOZADA!!!!
Atención a navegantes, SI existe el valor legal “REAL Y EFECTIVO” comprobado por la ADMINISTRACIÓN LOCAL, pero nadie se lee la ley de haciendas locales y menos la entienden.
En el texto legal, (haciendas locales) hay dos impuestos “potestativos” (ICIO Y IIVTNU) que se interpretan con un único fin, recaudar, sin pensar en la correcta interpretación de texto en ley.
Los políticos se creen que disponen de “potestad” para recaudar impuestos, sin cumplir la ley, interpretando que la ley deja la recaudación impositiva a la voluntad política sin mediar un acto que ponga de manifiesto la capacidad económica del contribuyente, que siempre, y en todo caso requiere una valoración potestativa por ley.
IIVTNU,
Sólo aplicable a TERRENOS incluidos en SUELOS URBANIZABLES. ¿Porqué? El valor del TERRENO solo puede incrementarse mientras exista la propiedad sobre “Bien inmueble TIERRA” (de TERRENO en propiedad) que existe dentro de un polígono de SUELO URBANIZABLE que asciende de valor en la medida que se avanza la urbanización y los costes de construcción se trasladan a los metros de uso privativo en futura “PARCELA de SOLAR en propiedad” “Bien inmueble SUELO URBANO” ya URBANIZADO CONSOLIDADO”.
solar =/ terreno
En SUELO URBANO consolidado, no aplica el IIVTNU, donde no existen propiedades valoradas por Bien inmueble TIERRA y Bienes que contiene.
La potestad de valorar TERRENO es inexistente donde la potestad, de valoración inmobiliaria, es exclusiva de Catastro (RD1020/1993) permitiendo calcular Valor Catastral de SUELO URBANO en SOLAR (Base Imponible del valor patrimonial según Ley de Impuesto sobre el patrimonio).
ICIO,
Los ayuntamientos, lejos de ejecutar la Base imponible, y por ello liquidar el Impuesto, interpretan que el ciudadano paga ICIO por “ejecutar” la instalación u obra, aplicando erróneamente el hecho imponible, que es indirecto a la “realización” de la Instalación u obra.
La “realización” de una instalación u obra para uso privado, nunca la “ejecuta” nadie, porque no existe mandato administrativo para su materialización.
La misma CONSTRUCCIÓN, instalación u obra, materializada por mandato administrativo, sería “ejecutada” y por ello no correspondería ICIO (hecho imponible “realización”).
El ICIO establece que la Base imponible del impuesto será por costes de “ejecución” material de “aquella”… “La base imponible” de la construcción, por costes reales y efectivos de la CONSTRUCCIÓN (COMPROBACIÓN POTESTATIVA ADMINISTRATIVA -local- del valor REAL inmobiliario de la CONSTRUCCIÓN) obligada de calcular como valor real comprobado.
Recuperemos pues el art. 6.1 del Código civil, con la sorprendente regla de que «la ignorancia de la ley no excusa de su cumplimiento […]”.
¿Puede mentir la ley? NUNCA, La mentirá será del autor (persona física) que la redactó, o del intérprete que se niega a reconocer su error por “ignorancia de la ley”.
Los VRM, son una nueva mentira de Hacienda Española, (Catastro) empaquetando valor catastral de SUELO, nulo de pleno derecho (http://www.catastrofe.eu/info/31066Index.php) junto con valor catastral de CONSTRUCCIÓN y coeficientes que “supuestamente” se obtiene de estudios de mercado.
Si así fuese, ¿por qué no actualizan las ponencias de valores? y resuelto el problema.
Con el VRM, actualizarán las ponencias cuando el Bien Capital Inmobiliario suba de valor. Pero mantendrán ponencias con valores fuera de mercado, cuando el valor Capital Inmobiliario baje, utilizando entonces los coeficientes ficticios para evitar que el valor catastral supere al de mercado que ellos mismo mantendrán a su interés.