A pesar de lo mucho que se habla y se propaga, el entorno digital está tan presente en nuestras vidas que, bastaría para que hagamos una revisión de nuestra presencia en el mismo para darnos cuenta de su relevancia y trascendencia.
Pensemos, qué nexos abiertos mantenemos con el entorno digital: cuentas de correo electrónico (profesionales y personales), redes sociales y aplicaciones de mensajería, cuentas de medios de pago electrónico (Pay Pal), plataformas de criptomonedas, cuentas de servicios digitales (Netflix, Spotify, ITunes, etc.), servicios en la nube (básicamente, alojamiento y hospedaje), plataformas de crowdfunding (Patreon), canales de videos (Youtube o Vimeo) o podcasts (ivoox), sesiones de videojuegos en red o gamers, cuentas vinculadas a los hardware o software (licencias, soportes técnicos, etc.), cuentas abiertas en establecimientos on-line (Amazon o Mercadona, etc.).
Y, ahora, por un momento, pensemos si nos vamos al hoyo qué pasaría con todo ello.
En mi caso, confieso que, si la palmo me quedaría bien descansado, porque la vida de profesional autónomo es, cualquier cosa, menos humana. El problema sería para mis seres queridos. Ahí dejo abiertas, aproximadamente, más de 50 cuentas o sesiones abiertas, cada una con sus códigos de acceso diferenciadas, la mayoría de ellas, con la exclusiva copia de seguridad en mi cerebro. Todo fácil.
En el supuesto de que finalmente accediesen a las distintas cuentas, aparte del interés en otear el contenido de mi cuenta personal de Hotmail (abierta hace ya, casi 25 años, en los albores de Internet) y de las redes sociales, dejaré tras de mí, una huella relativamente anodina. Eso sí, algo queda en criptomonedas (cuyas claves de acceso precisamente sí he procurado dejar rastro para su legado a mi familia) y en algún medio de pago electrónico. Lo demás, pasará al olvido como lágrimas en la lluvia.
La cuestión es que, poco o mucho, de más o menos valor, a día de hoy, cualquier persona deja un rastro o «herencia digital» tras de sí. ¿Quién es el legítimo titular de todas esas cuentas? ¿Cuál es su valor? ¿Qué sucede con ellas?
Recientemente, en nuestro país se ha ido desarrollando jurídicamente el concepto de «herencia digital» para identificar todo ese conjunto de bienes o derechos digitales vinculados a una persona física susceptibles de transferencia.
En concreto, en el artículo 3 de la Ley Orgánica 3/2018, de 5 de diciembre, de Protección de Datos Personales y garantía de los derechos digitales, se establece que,
«Las personas vinculadas al fallecido por razones familiares o de hecho así como sus herederos podrán dirigirse al responsable o encargado del tratamiento al objeto de solicitar el acceso a los datos personales de aquella y, en su caso, su rectificación o supresión.
Como excepción, las personas a las que se refiere el párrafo anterior no podrán acceder a los datos del causante, ni solicitar su rectificación o supresión, cuando la persona fallecida lo hubiese prohibido expresamente o así lo establezca una ley. Dicha prohibición no afectará al derecho de los herederos a acceder a los datos de carácter patrimonial del causante.»
En la regulación vigente, se contempla, por un lado, una dualidad de legitimados para el acceso a la herencia digital: los familiares (de hecho o Derecho) y los herederos (legalmente establecidos). Pueden coincidir o no. Aquellas personas con una vida algo azarosa y emocionalmente agitada, la existencia de disparidades entre la familia y los herederos designados puede causar posibles controversias acerca de quién tiene derecho o no a acceder a la herencia digital.
En el segundo párrafo, de forma enrevesada, se aclara que, en todo caso, sólo los herederos designados (y no los familiares) tendrán derecho a acceder a los datos de carácter patrimonial del causante.
Es importante resaltar que la norma no señala que los herederos tengan derecho al patrimonio «digital» del causante sino meramente acceso a los datos. Y es que, atendiendo a la normativa civil de sucesiones, la persona designada como heredero sólo podrá disponer de los bienes y derechos de naturaleza digital en la medida que, acepte expresamente su condición, adquiera la titularidad (transmisión mortis causa) y, por supuesto,… liquide el tributo correspondiente.
En Cataluña, desde mediados del 2017, tenemos en nuestro Código Civil, una regulación expresa de las denominadas «voluntades digitales en caso de muerte» (artículo 411-10 de la Ley 4/2008, de 10 de julio, del Libro Cuarto del Código civil de Cataluña, relativo a las sucesiones). De nuevo, esta regulación se centra, por un lado, en la forma y contenido del «testamento digital», con el nombramiento de una persona encargada de su ejecución y las facultades inherentes a esta condición, y, por otro, regular qué sucede en caso de ausencia de «voluntades digitales» por parte del fallecido (artículo 428-1 del CCCat) o por la eventual pérdida sobrevenida de capacidad de la persona (artículo 222-2 del CCCat).
Como veis, aunque el mundo digital ya lleva décadas en nuestras vidas, es ahora cuando la regulación comienza a plantearse seriamente qué sucede con nuestros datos, nuestros bienes y derechos digitales, con o sin contenido económico.
Hasta ahora, en la mayoría de supuestos, por ser personas de una generación con escasa o nula presencia en el entorno digital, es posible que su patrimonio «digital» sea irrelevante. Ahora bien, con el transcurso del tiempo y el avance de la digitalización, nos encontramos ya a personas que, por distintas razones, tienen una parte importante de sus activos y fuentes de ingresos en el ecosistema digital; desde meras inversiones o liquidez (criptomonedas) a cuentas de Instagram generadoras de rentas («instagramers»), canales de YouTube («youtubers»), propietarios de bancos de fotos, etc.
En materia tributaria, todo este conjunto de bienes y derechos digitales con contenido económico, con independencia de su accesibilidad, en caso de su transmisión mortis causa, son susceptibles de integrar la base imponible del Impuesto sobre Sucesiones. Otra cuestión será definir cuál es el valor de dichos bienes y derechos digitales. Hay elementos que son fácilmente valuables (por ejemplo, las criptomonedas), sin embargo, hay muchos otros que precisarán de un adecuado análisis de valoración (por ejemplo, un banco de fotos originales y de autor de las que se obtiene un canon o royalty por cada descarga).
En mi particular opinión, gran parte del contenido digital de una persona, exceptuando las carteras de activos financieros, los bienes y derechos digitales afectos a una actividad económica y los que conllevan derechos de propiedad intelectual o de autor reconocidos, deberían quedar subsumidos dentro del malhadado concepto de «ajuar doméstico», entendido este según la reciente doctrina como aquellos «bienes adscritos a las necesidades personales del causante que, por su naturaleza o destino no son susceptibles de producir rentas del trabajo, del capital o de actividades profesionales o empresariales«. Al final, no es más que la traducción al digital de las cartas, fotos y recuerdos de nuestros abuelos.
A las dudas sobre la naturaleza jurídica de los bienes o contenidos digitales, debe añadirse la complejidad para determinar el nexo físico o localización de los mismos, el ámbito territorial de los tributos, es decir, ¿en qué territorio se entienden ubicados, a los efectos fiscales?
En mi opinión, es urgente revisar y adaptar la normativa tributaria a esta realidad. Pero como suele suceder con lo digital, el legislador ni está ni se le espera. A día de hoy, está centrado en deconstruir instituciones, no para dar respuesta a la ciudadanía.
Me he centrado en las transmisiones mortis causa, porque hay un supuesto de hecho objetivo (el fallecimiento de una persona física), con contenido económico que, eventualmente, estará sujeto a gravamen del Impuesto sobre Sucesiones. Es decir, hay un hecho cierto, identificable, al que anudar una consecuencia económica y, por ende, tributaria.
Ahora bien, en el caso de las transmisiones inter vivos, salvo que expresamente se recoja en un documento privado o público, es muy difícil anudar cuándo se produce un cambio de titularidad o una puesta a disposición de los activos digitales, supuestos de hecho susceptibles de gravamen del Impuesto sobre Donaciones (si es gratuita), IVA o Transmisiones Patrimoniales Onerosas (si es a cambio de precio), aparte de IRPF o Sociedades. Menudo lío, ¿no?
La realidad es que, los prestadores de servicios digitales, plataformas, webs, aplicaciones y demás están poco «sensibilizados» con la transferencia de la titularidad de los datos y contenido digital. Con carácter general, salvo algunas excepciones (sobre todo, en el ámbito financiero), el resto no preguntan si el que ha accedido a las respectivas cuentas es el fallecido o un tercero. El criterio habitual es que se presume que no se ha producido ningún cambio de titularidad cuando se accede a través de las claves adecuadas. Así pues, para acceder a las cuentas de correo de nuestro padre o querida difuntos, no nos suelen pedir la declaración de aceptación de herencia, salvo que les notifiquen expresamente que el usuario original ha fallecido.
En definitiva, la virtualización de nuestra economía y relaciones sociales trae consigo, entre otros, la creación de patrimonios digitales, con contenido económico y susceptibles de transferencia a favor de terceros, por lo que, la transmisión de los mismos tiene importantes y notorios impactos tributarios que deberemos tener en cuenta.
Dicho esto, como recomendación personal, os invito a reflexionar qué sucederá con vuestra «herencia digital» y en manos de quien quedará, no vaya a ser que caiga en manos equivocadas…
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