A Jesús Cudero: por tanto.
Salamanca, mediada la década de los 80s (del pasado siglo).
En pleno examen de septiembre, el Catedrático se dirige a un alumno -ahí, del todo afanado en superar la prueba que le frustró su descanso estival, máxime tras su estéril intento de revisión de su examen de la convocatoria de junio, missing en los archivos del Departamento en cuestión- y, sin inmutarse, le espeta:
.- Por cierto, apareció su examen de junio…
El alumno enmudece, pensando por un momento que sus veraniegas horas de estudio fueron del todo innecesarias.
-. Pero estaba suspenso igual.
***
En un reciente post (bajo el título de “Como un hámster: en la rueda”) me hacía eco de esos laberintos revisores en los que los vericuetos procedimentales conducen al administrado a travestirse como Sísifo y, así, verse condenado a subir una y otra vez a la montaña (léase, el litigio eterno) cargando con su piedra (la deuda tributaria) que, además, no hace más que incrementarse, abocando a ese contribuyente a ver cómo sus fuerzas van mermando y, así, cada vez afronta esa dura pendiente con creciente esfuerzo y sacrificio.
Lo que hoy traigo a este espacio es una variante de aquello que, así, evidencia la gravedad de la situación: sea un ciudadano al que la AEAT somete a un largo procedimiento inspector, siendo así que durante el mismo la actuación administrativa se ha focalizado en un único punto de su IRPF.
A la incoación de las actas, la postura de la AEAT -siempre sobre ese único aspecto controvertido- se centra exclusivamente en un argumento: A. Conforme a ese argumento, largamente expuesto por la AEAT y sobre el que gira todo el esfuerzo probatorio del contribuyente, nuestro protagonista -siempre según la interpretación administrativa- adeudaría un importe relevante en concepto de cuota sobre la que, además, se impone una no menos gravosa sanción.
El contribuyente, confiando de buena fe en que ahí se ubica el foco argumental de la controversia, centra en él todo su esfuerzo dialéctico; así como sus pruebas, éstas tan numerosas como contundentes.
Y, así, creyendo -allá cada cual con sus creencias- que el trámite de audiencia a las actas de disconformidad pudiera serle de utilidad, realiza ante la Oficina Técnica un nuevo sobresfuerzo argumental y probatorio: todo jugándose a esa única carta (la A) que la AEAT esgrime como exclusivo motivo de reproche a lo en su día autoliquidado.
Pero…, todo es inútil. La AEAT se mantiene en sus trece y el Acuerdo de Liquidación es mimético a las actas: el foco del debate es el mismo, y el argumento sobre el que la AEAT lo apuesta todo sigue siendo el mismo: A.
Así las cosas, el contribuyente vuelve a hacer acopio de toda su capacidad disuasoria para contradecir lo alegado por la AEAT, y ante el TEAR despliega un inmenso esfuerzo contrargumental que procura desmontar, punto por punto, todo lo esgrimido por aquella… En paralelo, busca y rebusca nuevas pruebas que se vienen a sumar a las ya previamente aportadas ante la Inspección. Todo, obviamente, gira en torno a A… Siempre A y sólo A.
El tiempo pasa, y el TEAR resuelve, y lo hace de un modo que se me antoja del todo singular, y eso es lo que motiva estas líneas: en sus Fundamentos de Derecho, desmonta del todo el único alegato (recuerden, A) sobre el que la AEAT construyó su regularización; es decir, el TEAR revoca A de principio a fin como cimiento del reproche a lo en su día autoliquidado por el contribuyente.
Entonces, en buena lógica, esa resolución del TEAR habría de estimar las pretensiones del reclamante, ¿no? Pues, entiendo, que eso habría de ser lo jurídicamente esperable pero lo cierto es que la resolución desestima la reclamación, y lo hace sustituyendo el argumento A -que, recordemos, es sobre el que giró toda la controversia mantenida largo y tendido con la Inspección y sobre el que el contribuyente volcó todo su esfuerzo de defensa- por el argumento B; 100% de nuevo cuño y, por tanto, hasta entonces del todo inédito en esta litis…
Ésta es la situación; sin más.
Obsérvese que el contribuyente se vio envuelto durante años en un debate jurídico (suscitado de oficio y unilateralmente por la AEAT) focalizado en torno a A. Fue ahí, pues, en el singular universo de A, donde el contribuyente concentró -¡con toda su buena fe!- su esfuerzo argumental y su acerbo probatorio… Sin embargo, años después, el TEAR aprecia que la perspectiva jurídica de la AEAT estaba errada pero, lejos de que tal apreciación le conduzca a la revocación del Acuerdo de liquidación, procede a corregir aquel desvarío jurídico y, así, a sanar el grave déficit de argumentación legal en el que aquél había incurrido.
Sin embargo, con el Derecho en la mano, no parece de recibo sostener que esta incidencia no tenga relevancia jurídica alguna; bien al contrario, creo que la tiene, y mucha. En un caso como el aquí suscitado, el TEAR perpetraría -por esa vía de “salvar” la actuación de la AEAT dotándola de la argumentación jurídica acertada de la que aquella carecía- una genuina “reformatio in peius”: la invalidez de una resolución revisora como ésa (y más si -como aquí es el caso- decide por sí confirmar el acto aplicando el argumento supuestamente correcto), descansa en la evidente indefensión que se genera a un administrado que no ha tenido por qué defenderse de unos argumentos sobrevenidos utilizados “ex novo” para confirmar un acto por razones jurídicas del todo distintas a las que en su día -¡varios años antes!- se tuvieron en cuenta al dictarlo.
Permitir, autorizar, legitimar -en suma- un comportamiento como el de ese TEAR supone, en definitiva, convertir el procedimiento revisor en un medio que haga factible una sensible mejora (¿o quizá deberíamos decir una íntegra modificación?) de la motivación jurídico-fáctica del acto impugnado y, así, refrendar su validez por una fundamentación del todo distinta -dispar- a la que en su día inspiró a la AEAT para dictar el Acuerdo de Liquidación en cuestión.
Y es que parece evidente que nunca pueda exigírsele a un ciudadano que se defienda “por si acaso” o ad cautelam de todos y cada uno de los eventuales criterios que hipotéticamente pueda llegar a tener en cuenta la Administración (ya sea la AEAT, ya el TEAR) para dictar un acto de gravamen. No es ése, desde luego, el diseño pergeñado por el legislador cuando le impone la carga de impugnar los actos administrativos antes de acudir al Juez: sólo le es exigible que se defienda de lo que le han dicho de un modo expreso e indubitable, no de otras eventuales y futuribles imputaciones o reproches.
Y esa confianza legítima del ciudadano en la delimitación del contorno del debate jurídico suscitado con la AEAT no puede mutar a mitad del proceso litigioso. En este punto cabe recordar que, tal y como ha apuntado la más reputada doctrina académica, “lo que caracteriza al acto administrativo (frente a la norma) es que vincula a su autor con su destinatario o viceversa, al destinatario con su autor; y ese vínculo debe ser respetado no solo por ambas partes, sino por un círculo más amplio de autoridades y de terceros, interesados o no”[1].
Siendo esto así, también habrá de ponderarse adecuadamente la incidencia (desde mi perspectiva, mucha) que sobre esta circunstancia deba tener la presunción de legalidad de la que está investida y, como tal, goza la Administración. Y es que, tal y como es bien sabido, cualquier acto administrativo goza de la presunción de legalidad que le atribuye específicamente el 39.1 de la Ley 39/2015, de 1/10, del Procedimiento Administrativo Común de las AAPP. Esto supone que, mientras no se demuestre lo contrario, un acto administrativo, ya por el mero hecho de serlo, es conforme a Derecho, es jurídicamente ortodoxo, y, en virtud del principio de autotutela, para destruir esa presunción de legalidad (sobre la que, a su vez, se cimienta la de validez) que le ampara se exige una valoración por parte del órgano revisor (ya sea jurisdiccional, ya administrativo como el caso del TEAR que aquí nos ocupa) llamado a controlar su legalidad en orden a si dicha presunción ha sido eficazmente desvirtuada. Pero lo que no es de recibo es que ese órgano revisor modifique sustancialmente el decorado del escenario normativo en el que se venía ubicando el marco jurídico objeto del debate suscitado; no.
Porque al hacerlo quiebra la buena fe, la confianza legítima que la presunción de legalidad dota a esa actuación administrativa y respecto de la que, incluso en la discrepancia, el ciudadano confía lealmente en que su debate jurídico se aborde bajo determinadas coordenadas, coordenadas que el TEAR no puede mutar a su antojo como si ello no tuviera incidencia alguna en la esfera de derechos del ciudadano concernido. No otra cosa puede inferirse de la confianza legítima: “obligación para las Administraciones, que no es otra que evitar defraudar las expectativas generadas por sus actos y normas, mediante la adopción repentina de actuaciones de signo distinto sin motivación que la justifique”[2].
Y todas estas consideraciones no son ajenas tampoco -no pueden serlo- al derecho a una buena administración pues “del principio de buena fe, vertebrador de nuestro ordenamiento (…), y tras el que se cobijan virtudes como la «rectitud´´ o la «honradez´´, son corolarios el de buena administración y el de confianza legítima”[3]; siendo así que, lejos de ser un concepto vacuo o inerte, ha venido siendo configurado por la jurisprudencia del TS con unos contornos del todo ciertos; así:
“El derecho al procedimiento administrativo debido, que es corolario del deber de buena administración, garantiza que las decisiones administrativas (…) se adopten de forma motivada y congruente con el iter procedimental, sin incurrir en desviación del procedimiento, en la medida en que se requiere que no haya discordancias de carácter sustancial entre los datos fácticos relevantes, la fundamentación jurídica obrante en el expediente y el contenido de la decisión administrativa” (STS 14/4/2021).
Todo ello ha llevado a la doctrina académica a afirmar que “la idea de una buena administración incorpora, por sí misma, la necesidad de que al ejercerse poder público dicho ejercicio se vehicule mediante un procedimiento de toma de decisión que permita garantizar el análisis y la toma en consideración diligente y con el debido cuidado de los hechos, derechos e intereses relevantes”[4].
Así las cosas, el contribuyente, con toda su buena fe y confianza legítima, interpreta que esos -y no otros- son los contornos de la controversia en la que debe moverse; y, en buena lógica, desarrolla su estrategia argumental y probatoria en torno a ese escenario y no a otro.
Ahora, entonces, años después, reubicado en un nuevo -y del todo inesperado- escenario de debate jurídico que es el abierto por el TEAR, ¿puede el contribuyente recabar, igual que hubiera hecho durante la actuación inspectora, las pruebas atinentes al nuevo argumento B? La respuesta, obviamente, es no: ese tiempo perdido corre en su contra pues, a día de hoy, tiene muchas más dificultades para recabar las pruebas acreditativas de sus legítimas pretensiones…
Y siendo así, ello nos aboca a evidenciar la palmaria situación de indefensión sufrida, siendo así que ésta, además, no cabría ser subsanada por la vía de una hipotética retroacción que permitiera a la AEAT una suerte de segundo tiro en el que, ya desde un principio, focalizara el debate jurídico en B y no en A… No, esa retroacción nunca podría dar marcha atrás al reloj y, por tanto, el contribuyente sufriría, en su contra, el paso del tiempo que también le dificultaría (¿impediría?) muy sensiblemente el ejercicio de su legítimo derecho de defensa y, así, se ve cercenado gravemente su derecho -¡fundamental!- a la tutela judicial efectiva. Ni más, ni menos.
¿Qué más da, pues, que su examen de junio aparezca o no? El caso es que Usted tiene que examinarse en septiembre…
#ciudadaNOsúbdito
[1] “Actos administrativos”, Xabier Arzoz Santisteban (“Manual de Derecho Administrativo. Revista de Derecho Público: Teoría y Método”; Marcial Pons, 2023).
[2] “Buena administración y confianza legítima: a propósito de las liquidaciones del IIVTNU en las transmisiones mortis causa”. Luis Miguel Salas García-Neble. Revista de Contabilidad y Tributación; CEF, nº 487; octubre/2023.
[3] Op. cit. Vid nota nº 3.
[4] “El derecho a una buena administración, su exigencia judicial y el privilegio de ejecutoriedad de los actos administrativos”. Ponce Solé, J; Revista de Administración Pública, 221 (2023).
Insinúas Javier que los tribunales administrativos no son imparciales, y que eso no le habría sucedido de haber ido directamente a los tribunales ordinarios, haciéndole perder tiempo y dinero en ese evite al contribuyente. Dicho de otra manera, los miembros del tribunal administrativo, llevados por la pasión, han iniciado un nuevo procedimiento inspector y han resuelto favorablemente el mismo en una suerte de Juan Palomo, seguro que incluso han afeado a sus compañeros de la AEAT su falta de profesionalidad. No puedo imaginar a un tribunal ordinario juzgando a un asesino y al motivar la sentencia se diga que el reo no estranguló a la víctima, sino que los miembros del tribunal, muy sagaces ellos, en la vista oral, demostraron palmariamente que fue envenenada.
Gracias, Ricardo. Aquí no hago reproche alguno en términos de imparcialidad; me limito a cuestionar el alcance objetivo de la revisión que, entiendo, debe circunscribirse a valorar la ortodoxia jurídica del acto impugnado.
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