En beneficio de aquellos de Uds. que no son fans de Harry Potter —o que lo detestan, que me consta que alguno hay (sí, queridos lectores menores de 35 años: hay gente para todo)— ya expliqué en otra ocasión lo que era el pensadero mágico de Dumbledore: una especie de pila bautismal en la que el mayor mago de todos los tiempos —que si lo llamo de otra forma los menores de 35 años se me enfadan— depositaba en forma de humo o vapor gris los recuerdos y pensamientos que extraía con su varita a fin de liberar y dejar espacio en la mente y poder visualizarlos y examinarlos a placer después. También compartí con Uds. mi íntima convicción de que los humanos normales y corrientes podemos encontrar nuestro propio pensadero en una hoja de papel en blanco, y nuestra propia varita en un bolígrafo con el que ir apuntando las ideas que bullen en la cabeza. Con esos instrumentos tan rudimentarios, algunos seres (conocidos como poetas o escritores) hacen verdadera magia, pero a todos, a poco tiempo que le dediquemos —no vale acudir a ChatGTP por comodidad o eficiencia—, nos ayuda a pensar mejor.
Pues bien, todo esto viene porque hace ya tiempo que tengo un encuentro pendiente con mi pensadero particular para ordenar mis ideas sobre el secreto profesional de la abogacía —sobre su alcance, contenido, límites y limitaciones— en relación con las normas de revelación obligatoria de esquemas de planificación fiscal potencialmente agresiva que traen causa de esa Directiva conocida popularmente como DAC-6.
Todos sabemos que la Sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea del pasado 8 de diciembre de 2022 declaró la invalidez del apartado 5 del nuevo artículo 8 bis ter de la Directiva 2011/16/UE, introducido por la DAC-6, en cuanto obligaba a los abogados sujetos al secreto profesional a informar de la obligación de comunicar a terceros distintos de sus clientes. También sabemos que, en aplicación de esa sentencia, el Auto del Tribunal Supremo del pasado 27 de febrero de 2023 suspendió la aplicación del precepto reglamentario (art. 45.4.b RGAT) que recogía esa obligación, y sabemos asimismo que se va a modificar la norma legal que incorporó la obligación a nuestro ordenamiento (DA 24ª.1 LGT) para aclarar que, cuando existe secreto profesional, la información ha de trasladarse al cliente y no a terceros. En cambio, no parece que se vaya a modificar el apartado 2 de la disposición vigésima tercera de la Ley General Tributaria que otorga la eximente por secreto profesional a quienes hayan asesorado en una operación sujeta a comunicación con el único objeto de evaluar su adecuación a la normativa aplicable y sin procurar ni facilitar su implantación y eso —que no se haya considerado necesario modificar los términos de esa eximente— es lo que me lleva empujando hacia mi pensadero desde hace ya tiempo.
Lo he ido postergando —el encuentro con mi pensadero, quiero decir— porque he estado últimamente un poco baja de ánimos sobre el futuro de nuestra bonita profesión. Y es que las iniciativas legislativas que se suceden sin parar han sembrado en mí la sospecha de que las reglas que rigen nuestra conducta podrían llegar a ser, sin que a nadie parezca importarle mucho, el fruto de unos dioses del Olimpo completamente caprichosos: unas normas sin porqués ni paraqués identificables debido a su extraordinaria complejidad, que alcanzaría un grado superlativo sin que ello frenara en nada su exigencia, de forma que la inteligencia artificial acabaría por resultar imprescindible en su aplicación, y toda la raza humana, sacrificadas las fuentes de su espíritu crítico en el altar de esa comodidad o eficiencia que hallamos en la ChatGPT, quedaría en manos de los dueños del algoritmo, sin abogados ya para aconsejar el camino a seguir en el laberinto de que dibujarían esas reglas, ni para identificar y pelear los excesos a los que, sin duda alguna, abocaría el automatismo de su aplicación… Convendrán conmigo que con unos presagios tan aciagos sobre nuestra profesión no se puede abordar un aspecto que resulta tan esencial en ella como es el del secreto profesional.
Así que con ese espíritu tan lúgubre andaba yo, procrastinando mi encuentro con la hoja en blanco, cuando (¡explosión!) me topé de bruces con esta cita de una vieja sentencia del Tribunal Supremo de 22 de enero de 1930, que transcribo para que puedan Uds. deleitarse y que dice así:
No puede admitirse que el abogado sea únicamente la persona que con el título de Licenciado o Doctor en Derecho se dedica a defender en juicio por escrito o de palabra los intereses y la causa de los litigantes, sino que es el consejero de las familias, el juzgador de los derechos controvertidos cuando los interesados lo desean, el investigador de las ciencias histórico-jurídicas y filosóficas, cuando éstas fueran necesarias para defender los derechos que se le encomiendan; el apóstol de la ciencia jurídica que dirige a la humanidad y hace a ésta desfilar a través de los siglos (…).
Las negritas son resultado del efecto efervescente que la cita ha tenido en mi ánimo… ¡Vaya subidón de autoestima vocacional! Justo lo que necesitaba para entonarme antes del encuentro con mi pensadero. Ya no lo procrastino más. Les dejo enseguida las ideas que me ido sacando de la cabeza con mi varita no-mágica pero, antes de eso, apunto dos referencias obligadas. La primera, que la cita está tomada de Juan Antonio ANDINO LÓPEZ: “El secreto profesional del abogado en el proceso civil”, Bosch, 2014, p. 34, quien a su vez la había hallado en Luis DÍEZ-PICAZO Y PONCE DE LEÓN: Memoria de Pleitos, Aranzadi, Cizur Menor (Navarra), 2005, p. 109. La segunda, que lo de “(¡explosión!)” es un recurso estilístico copiado de una novela (La hora de la estrella) escrita por una autora (Clarice Linspector) a la que descubrí gracias a un podcast (Grandes Infelices) del que ya les he hablado en otra ocasión y que les recomiendo vivamente: junto con la cita anterior, está en los primeros puestos de mi ranking anual de descubrimientos personales que no puedes dejar de compartir con el resto de la humanidad. Aprovecho para hacer público mi agradecimiento a Cristina Jiménez Savurido, presidenta de FIDE, que fue quien me lo descubrió a mí.
Sobre el secreto profesional en general
1.- El secreto profesional surge en toda profesión en la que gozar de la confianza de alguien —normalmente el cliente, pero no siempre (v. gr. periodismo)— es imprescindible para la propia prestación del servicio. El servicio exige el acceso a una información cuyo titular solo está dispuesto a ofrecer si tiene la garantía de que quien la recibe la custodiará con mayor celo aún que él mismo. Y como la confianza personal a veces no es suficiente para propiciar la confidencia entre extraños, el propio ordenamiento jurídico ofrece una garantía legal de discreción del profesional que necesita acceder a información ajena para prestar sus servicios: el deber de secreto profesional.
2.- Frente al titular que comparte una información que le pertenece, el secreto profesional de quien la recibe es un deber. Ahora bien, ese deber genera en el profesional una dispensa frente a terceros (la Administración, los tribunales) de cumplir obligaciones que conllevan la revelación de la información recibida en confidencia. Esa dispensa que se otorga al profesional por razón de su deber frente al titular de la información sí podría participar —me parece a mí— de la naturaleza de un derecho, que sería ya propio del profesional.
3.- La protección que merece el profesional frente a injerencias de terceros en ese —si se me permite calificarlo así— derecho suyo atiende a principios, derechos o intereses que pueden ser diversos en función del concreto servicio profesional del que se trate. El derecho a la intimidad de quien proporcionó la información suele ser un interés a proteger común a todo secreto profesional, pero en algunas profesiones, o para la prestación de determinados servicios profesionales, no es la intimidad de ese confidente el único interés merecedor de tutela, ni es siempre el confidente el único titular de intereses dignos de protección.
Sobre el secreto profesional de la abogacía en particular
4.- Sobre su alcance. Los abogados —además de apóstoles de la ciencia jurídica y guías de la humanidad a través de los siglos (¡explosión!)— somos quienes, con un título superior de Derecho, ejercemos profesionalmente la dirección y defensa de las partes en toda clase de procesos, o el asesoramiento y consejo jurídico (art. 542.1 LOPJ; art. 1.2 del Estatuto General de la Abogacía Española). Para hacer ambas cosas necesitamos gozar de la confianza de nuestros clientes pues, como muy bien dice el Código de deontología de los abogados europeos (apdo. 2.3.1), “forma parte de la esencia misma de la función del Abogado el que sea depositario de los secretos de su cliente y destinatario de informaciones basadas en la confianza”. El secreto profesional del abogado alcanza las dos modalidades de su actuación profesional (art. 542.3 LOPJ) porque, como también dice el mismo apartado del Código citado, “sin la garantía de confidencialidad, no puede existir confianza” y sin esa confianza, no podemos desarrollar ninguna de las actuaciones profesionales que nos son propias: ni defender, ni asesorar.
5.- Sobre los derechos e intereses dignos de protección. El secreto profesional del abogado suele ponerse en relación con el derecho a la intimidad del cliente (arts. 8 CEDH, 7 CDFUE, 18 CE) para las dos modalidades de su actuación profesional, y también con el derecho a la defensa o a un proceso equitativo (arts. 6 CEDH, 7 CDFUE, 24 CE) para la modalidad consistente en la dirección y defensa en procesos de todo tipo. Dicho esto, el abogado que defiende a su cliente en un procedimiento desempeña una función esencial en la buena administración de Justicia, como también desempeña una importantísima función democrática de prevención y evitación de conflictos el abogado que asesora. [¿O es que pensaban Uds. que el título de apóstol y guía de la humanidad a través de los siglos (¡explosión!) se gana así como así por cualquier cosa?]. Esta función social del abogado en una sociedad democrática viene reconocida en el vigente Estatuto General de la Abogacía Española —art. 1.5: “en el Estado social y democrático de Derecho, los profesionales de la Abogacía desempeñan una función esencial y sirven los intereses de la Justicia, mediante el asesoramiento jurídico y la defensa de los derechos y libertades públicas”— y en el Comentario a la Carta de Principios Esenciales de la Abogacía Europea —“el abogado que sirve fielmente los intereses de su cliente y protege sus derechos, debe también desempeñar su función en la sociedad: prevención de conflictos, garantizar que éstos sean resueltos de acuerdo con los principios de la ley civil y penal, en consonancia con sus derechos e intereses, para favorecer el desarrollo futuro del Derecho y la defensa de la libertad, la justicia y el Estado de Derecho”—. Los intereses que se atienden con la protección del secreto profesional del abogado van más allá, por tanto, de los derechos individuales del cliente.
Dos apuntes aquí, para desarrollar en otra ocasión.
Primera. Que si el secreto profesional de los abogados está también puesto al servicio de intereses generales, cabe cuestionar —me parece a mí— la bondad o el acierto de esa posibilidad que ahora permite el vigente Estatuto General de la Abogacía Española (art. 22.6), y que también tiene su reflejo en la regulación del secreto profesional en la normativa sobre revelación obligatoria de esquemas de planificación potencialmente agresiva, de que el cliente releve al abogado de su obligación de secreto.
Segunda. Que en materia tributaria la importancia de la función social de quienes asesoran (sean o no abogados) ha sido reconocida por el propio legislador [preámbulo de la Ley 34/2015 que modificó el art. 92.2 LGT: “se profundiza en el reconocimiento de la labor desempeñada por los profesionales de la asesoría fiscal”] y por la propia Administración tributaria [Código de Buenas Prácticas de Profesionales Tributarios: la labor de los asesores “no se limita a actuar en calidad de representante del contribuyente, facilitando el conocimiento y comprensión de sus obligaciones fiscales y ayudando a cumplirlas, sino que se erigen, gracias al papel de intermediador y asesor de aquél, como un importante apoyo de la Agencia Tributaria en una de sus funciones más relevantes como es la prevención del fraude fiscal”].
6.- Sobre su ámbito material. Los aspectos cubiertos por el secreto profesional no se limitan a las informaciones que recibe el abogado de su cliente o de terceros y que resultan necesarias para prestar su servicio (el input), sino que también se extienden a los informes, comunicaciones o documentos que a partir de ellas elaboran (el output). Quizá esto no se desprenda con la claridad deseable de la literalidad del artículo 542.3 de la LOPJ [“los abogados deberán guardar secreto de todos los hechos o noticas que conozcan por razón de cualquiera de las modalidades de su actuación profesional”], ni, en materia tributaria, del artículo 93.5 de la LGT [“la obligación de los demás profesionales de facilitar información con trascendencia tributaria a la Administración tributaria no alcanzará a los datos privados no patrimoniales que conozcan por razón del ejercicio de su actividad cuya revelación atente contra el honor o la intimidad personal y familiar” ni a “aquellos datos confidenciales de sus clientes de los que tengan conocimiento como consecuencia de la prestación de servicios profesionales de asesoramiento o defensa”], ni siquiera del apartado 2.3.2 del Código de deontología de los abogados europeos [“el Abogado debe guardar el secreto de toda información de la que tuviera conocimiento en el marco de su actividad profesional”], pero sí de la jurisprudencia constitucional, y de la del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, y de la del Tribunal de Justicia de la Unión Europea.
El Tribunal Constitucional ha entendido que, si bien no vulnera el secreto profesional acceder al simple conocimiento del nombre del cliente y de las recibidas de él en concepto de honorarios, sí puede haber una infracción del derecho profesional “si la Inspección al pedir los antecedentes y datos de determinadas operaciones, penetrase en el ámbito de las relaciones profesionales concretas entre el cliente y, en este caso, el Abogado” (STC 110/1984).
El Tribunal Europeo de Derechos Humanos entiende que la correspondencia entre un abogado y su cliente, cualquiera que sea el propósito (incluida la correspondencia estrictamente profesional) goza de un estatus privilegiado en lo que respecta a la confidencialidad (SSTEDH de 16.12.1992, Niemietz c. Alemania, apdo. 32; de 25.3.1992, Campbell c. Reino Unido, apdos. 46-48, Series A n.º 233; de 30.1.2007, Ekinci y Akalin c. Turquía, apdo. 47; de 6.12.2012, Michaud c. Francia, apdo. 117; de 9.4.2019, Altay c. Turquía (n.º 2), apdo. 49).
El Tribunal de Justicia de la Unión Europea, tras recordar que la jurisprudencia del Tribunal de Estrasburgo sobre el artículo 8.1 del Convenio Europeo de Derechos Humanos “protege la confidencialidad de toda la correspondencia entre particulares y ofrece una protección reforzada en el caso de los intercambios entre abogados y sus clientes”, afirma que el artículo 7 de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea “garantiza necesariamente el secreto de ese asesoramiento [el de los abogados a sus clientes], tanto en lo que respecta a su contenido como a su existencia” (STJUE de 8.12.2022, Orde van Vlaamse Balies et alt., asunto C-694/20).
La literalidad del artículo 22.1 del vigente Estatuto General de la Abogacía Española se alinea con toda esta jurisprudencia cuando, al precisar el contenido o ámbito material del secreto profesional, afirma su extensión a “todos los hechos, comunicaciones, datos, informaciones, documentos y propuestas que, como profesional de la Abogacía, haya conocido, emitido o recibido en su ejercicio profesional”.
7.- Sobre sus límites. El secreto profesional viene delimitado, obviamente, por el propio ámbito del ejercicio profesional. Cuando el abogado no actúa como tal —cuando realiza actuaciones que no entran dentro de las definitorias de su profesión— el secreto profesional no existe. El abogado actúa como tal cuando asesora en derecho y cuando defiende los intereses de su cliente en todo tipo de procesos. No ejerce, en cambio, funciones propias de su condición de abogado cuando interviene con mandato representativo de su cliente y así lo hace constar expresamente (art. 22.2 del Estatuto General de la Abogacía Española).
8.- Sobre las limitaciones que pueden imponérsele. Como sucede con todo derecho, el secreto profesional puede verse limitado en atención a otros intereses, o a derechos de terceros. La validez de esa limitación —como sucede con toda injerencia en un derecho— puede ser enjuiciada en atención a la forma en la que se impone y a la ponderación que se hace en ella de los diversos intereses en conflicto. En particular, cuando la limitación del secreto profesional supone una injerencia en un derecho fundamental, su validez ha de ser enjuiciada con arreglo a los criterios establecidos en el artículo 52 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea; cuando el derecho es la intimidad del cliente también ha de tenerse en cuenta la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre el artículo 8.2 del Convenio.
Sobre el secreto profesional en materia de revelación obligatoria de esquemas de planificación fiscal potencialmente agresiva
9.- Sobre la obligación de comunicación.
La normativa en materia de revelación obligatoria de esquemas de planificación fiscal potencialmente agresiva (DAC-6) obliga a comunicar a todo profesional que asesora —aunque su asesoramiento no sea fiscal; aunque su asesoramiento no sea jurídico— cuando, teniendo en cuenta los hechos y circunstancias del caso, la información disponible y la experiencia y los conocimientos necesarios para prestar sus servicios, sabe, o cabe razonablemente suponerlo, que está asesorando en el diseño, comercialización, organización, ejecución o gestión de cierto tipo de asuntos. Este tipo de asuntos no se delimitan, como sucede en materia de blanqueo de capitales (v. letras ñ y o del artículo 2.1 de la Ley 10/2010), mediante un catálogo cerrado (y corto) de asuntos definidos de forma genérica, sino por la concurrencia de varios elementos, algunos de los cuales se determinan mediante un catálogo cerrado (aunque amplio) de circunstancias que se definen de forma técnica. En concreto, los elementos que deben concurrir para desencadenar la obligación de comunicación son (i) que el asunto sea un “mecanismo” [definido como “acuerdo, negocio jurídico, esquema u operación transfronterizo”], (ii) que ese mecanismo sea “transfronterizo” [lo que exige no solo que “afecte” a más de un Estado miembro o a un Estado miembro y una tercera jurisdicción fiscal sino que presente ciertas características técnicas de entre un elenco de cinco posibilidades], (iii) que presente una seña [de entre las diecinueve incluidas en el catálogo cerrado y altamente técnico contenido en el anexo de la DAC-6], (iv) que se aprecie, solo para algunas de esas señas, que “el principal efecto o uno de los principales efectos que una persona puede esperar razonablemente del mecanismo, teniendo en cuenta todos los factores y circunstancias pertinentes, sea la obtención de un ahorro fiscal”, y (v) que, cuando las señas para las que hay que realizar esa apreciación son de una categoría determinada [las de la categoría C], no se entienda que la mera presencia de la seña permite por sí sola concluir que los principales efectos que caben esperar del mecanismo son fiscales [lo que nuestra Administración tributaria ha interpretado como que es necesario en estos casos que las señas presentes sean dos].
La concurrencia de esas tres (o cuatro, o cinco) circunstancias desencadena automáticamente el presupuesto de la obligación de comunicación. No hay más análisis que realizar… aunque no sea poco el exigido. En concreto, no es necesaria la apreciación por el asesor de si hay verdaderamente una actuación planificada al servicio de una ventaja fiscal, ni de si esa ventaja fiscal es realmente contraria al propósito de la ley, por contraste con la normativa en materia de blanqueo de capitales en la que no hay automatismo y en la que sí se exige la existencia de indicios claros (no meras sospechas) de blanqueo de capitales como desencadenante de la obligación de comunicar al SEPLAC (v. art. 18 de la Ley 10/2010).
10.- Sobre la dispensa de la obligación de comunicar.
La Directiva dispone que “cada Estado miembro podrá adoptar las medidas necesarias para otorgar a los intermediarios el derecho a una dispensa de la obligación de presentar información sobre un mecanismo transfronterizo sujeto a comunicación de información cuando la obligación de comunicar información vulnere la prerrogativa de secreto profesional en virtud del Derecho nacional de dicho Estado miembro”.
En mi opinión, como no hay en materia de revelación obligatoria de esquemas de planificación fiscal potencialmente agresiva ninguna disposición que limite por sí misma el secreto profesional según viene reconocido en cada uno de los Estados miembros (como sí la hay, en cambio, en la Directiva de prevención de blanqueo de capitales), ni que autorice el establecimiento de una limitación ad hoc por los Estados miembros, la anterior disposición, pese a su deficiente formulación literal, hay que leerla de la forma siguiente: cuando la obligación de comunicación vulnera el secreto profesional según se reconoce en el derecho interno de cada Estado, los Estados miembros han de adoptar las medidas necesarias para dispensar de la obligación de comunicar.
Esto, que creo que es así con carácter general, debería ser indiscutible cuando se trata del secreto profesional de la abogacía: según la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos y del Tribunal de Justicia de la Unión Europea sobre el derecho a la intimidad (arts. 8 CEDH y 7 CDFUE), el secreto profesional de los abogados tiene un núcleo común a todos los Estados que constituye un nivel mínimo de protección: su alcance abarca la actividad de defensa y el asesoramiento jurídico, y su ámbito material incluye no solo el contenido, sino la propia existencia del asesoramiento.
En nuestro ordenamiento es una ley orgánica la que reconoce el alcance del secreto profesional de los abogados al asesoramiento y consejo jurídicos (art. 542.3 LOPJ). Sin embargo, es una ley ordinaria (la Ley 10/2020) la que, en la transposición de la DAC-6, dispensa a los asesores (sean o no abogados) de la obligación de comunicar solo y exclusivamente cuando asesoran “con el único objeto de evaluar la adecuación de dicho mecanismo a la normativa aplicable y sin procurar ni facilitar la implantación del mismo”. Se alinea parcialmente esta regulación con el alcance de la dispensa que de las obligaciones en materia de blanqueo de capitales ofrece la Ley 10/2010 (art. 22), pues el asesoramiento en esta otra materia está cubierto por el secreto profesional cuando tenga por objeto determinar la posición jurídica en favor de su cliente o cuando verse sobre la incoación o forma de evitar un proceso. Lo de determinar la posición jurídica en la normativa de prevención del blanqueo de capitales parece haber inspirado lo del asesoramiento con el único objeto de evaluar la adecuación del mecanismo a la normativa sin procurar su implantación. Lo de evitar la incoación o forma de evitar un proceso, en cambio, no se ha incluido en la normativa de transposición de la DAC-6, supongo que porque se ha entendido que las obligaciones que se imponen en ellas son muy previas y anteriores a todo proceso. Tengo para mí, no obstante, aunque soy muy consciente de lo singular de esta reflexión mía, que cuando se asesora no en relaciones inter pares regidas por derecho dispositivo, sino en el cumplimiento de obligaciones preceptivas impuestas por una autoridad que tiene potestades de autotutela declarativa y ejecutiva, el asesoramiento prestado está siempre destinado a evitar un futuro procedimiento.
Sea como fuere, se plantea la cuestión de si la dispensa por secreto profesional de la obligación de comunicar ofrecida en nuestra ley de transposición de la DAC-6 (Ley 10/2020) restringe o limita el ámbito propio del secreto profesional de la Abogacía, tal y como viene definido en la Ley Orgánica del Poder Judicial, y tal y como viene delimitado, en su nivel mínimo de protección, por la jurisprudencia europea.
11.- Sobre el carácter restrictivo de la dispensa respecto del ámbito propio del secreto profesional.
Como hemos visto, la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea o del Tribunal Europeo de Derechos Humanos no restringe el ámbito propio del secreto profesional de la Abogacía a un asesoramiento encaminado a determinar la posición jurídica o a evaluar la adecuación de una propuesta a la legislación vigente. Por ello, la circunscripción del secreto profesional a este tipo de asesoramiento constituye —de forma indubitada, me parece a mí— una restricción del ámbito natural del secreto profesional. He de reconocer, no obstante, que mi juicio en este punto no coincide con el del Consejo General del Poder Judicial (Informe sobre el Anteproyecto de la Ley de transposición de la DAC-6 de 26 de septiembre de 2019), ni con el del Consejo de Estado (Dictamen al Anteproyecto de 5 de marzo de 2020), pues ambos parecen entender que el asesoramiento “no neutral” en un asunto que desencadene la obligación de comunicación bajo DAC-6 desborda per se el ámbito propio del secreto profesional.
El informe del Consejo General del Poder Judicial, en algún apartado (el 65), justificaba ese desbordamiento en el entendimiento, después corregido por el dictamen del Consejo de Estado, de que el secreto profesional de la Abogacía solo alcanza a las actividades de defensa en todo tipo de juicios. En cambio, en otros apartados (v. gr. 76 y 77) el desbordamiento se fundaba en una supuesta quiebra de la independencia del abogado —que pasaría a actuar como una especie de gestor de intereses ajenos— cuando no realiza un asesoramiento neutral; esto es, cuando no se limita a determinar la posición jurídica de un determinado mecanismo, evaluando su encaje en las normas de aplicación y sus consecuencias jurídicas. No se justifica ni se motiva mucho en el informe —o esa es mi impresión al leerlo— por qué aconsejar entre diversas alternativas que el ordenamiento ofrece, o por qué asesorar en la forma de formalizar en un acuerdo o contrato operaciones que reúnen las circunstancias que las hacen merecedoras de comunicación, convierte al abogado en un gestor de intereses ajenos. El Abogado General del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, Sr. Athanasios Rantos, no parecía compartir el punto dr vista de este informe cuando, en el apartado 64 de sus conclusiones en el asunto 694/20 (el de la sentencia del Tribunal de Justicia del pasado 8 de diciembre de 2022), observaba que, incluso para los casos de «mecanismos a medida», “no puede excluirse que un abogado que actúe como «intermediario», en el sentido de la Directiva 2018/822, actúe, al prestar un servicio de asesoramiento jurídico, dentro de los límites de su profesión del mismo modo que cuando desempeña, con carácter general, actividades de diseño o de gestión, en nombre de su cliente, de cualquier tipo de contrato o acuerdo de Derecho civil o mercantil, estructura de carácter societario o laboral, o estrategia jurídica”. El caso es que, a falta de motivación o razonamiento de por qué el asesoramiento no neutral convierte a uno en gestor de intereses ajenos, esta servidora solo podría asumir ese punto de vista haciendo algo que me tengo prohibido hacer cuando razono en derecho: un acto de fe.
El dictamen del Consejo de Estado situaba el desbordamiento del secreto profesional en la asunción de que esta obligación de comunicación se desencadena porque los asesores “pergeñan sofisticados mecanismos con el único fin de que sus clientes eludan de forma ostensible sus cargas fiscales” en estructuras dirigidas “a eludir el pago de impuestos o rebajar notoriamente la cuota tributaria, más allá de las alternativas que el propio ordenamiento ofrece”. Para el Consejo de Estado “en nada afecta a esta conclusión que los mecanismos transfronterizos de planificación fiscal objeto de comunicación no sean necesariamente defraudatorios o elusivos” (cosa que reconoce que está reconocida en los propios textos normativos que establecen esta obligación) pues considera que se trata de mecanismos que, “según el considerando 9 de la Directiva (UE) 2018/822”, presentan “claros indicios de elusión o fraudes fiscales” y que “la existencia de este riesgo fiscal evidente proporciona a la Hacienda pública un título jurídico de intervención suficiente para, en el marco de la normativa europea y sin menoscabo de la naturaleza y alcance del secreto profesional en el Derecho español, imponer una obligación de información”. De nuevo encuentro aquí un acto de fe: el que hace el Consejo de Estado sobre la afirmación que contienen los considerandos de la Directiva de que la mera presencia de una seña (la que sea) supone estar delante de un indicio claro de elusión o fraude fiscal.
Sea como fuere, parecería que, una vez que se reconoce y se admite —como reconoce y admite el dictamen del Consejo de Estado, y todos los textos normativos que regulan esta obligación— que los casos que desencadenan la obligación de comunicación no son necesariamente constitutivos de una planificación ilícita, la limitación de la dispensa a los casos de asesoramiento neutral supone de forma palmaria una restricción del ámbito propio del secreto profesional. Me parece obvia esta conclusión cuando, incluso en materia de prevención de blanqueo de capitales, en la que se inspira la regulación del secreto profesional en la transposición española de la DAC-6, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (Michaud c. Francia) toma como punto de partida la existencia de esa restricción o injerencia. Injerencia, como las meigas, haberla hayla y, por lo tanto, sí hay —contrariamente a lo afirmado por el Consejo de Estado en dictamen— menoscabo de la naturaleza y alcance del secreto profesional cuando se impone la obligación de comunicar a abogados que asesoran. Cuestión distinta es que esa injerencia sea (o no) válida; que pueda (o no) estar perfectamente justificada. Ese es el análisis que sí contiene Michaud c. Francia y que echamos de menos en los informes mencionados.
12.- Sobre el análisis de la validez de esa restricción.
Todo derecho fundamental puede ser limitado o restringido, pero esa limitación o restricción, para su validez, tiene que cumplir ciertos requisitos (art. 52 CDFUE). Como los informes del Consejo General de la Abogacía Española y del Consejo de Estado concluyeron —a mi juicio erróneamente— que no había injerencia en el secreto profesional, no analizaron si esos requisitos se cumplían o no en la normativa española de transposición de la DAC-6. Sí encontramos ese análisis, en cambio, en la evaluación por el Tribunal de Estrasburgo de la injerencia en el secreto profesional de las obligaciones impuestas en materia de prevención del blanqueo de capitales (Michaud c. Francia) y en la del Tribunal de Luxemburgo de la norma que, ante la dispensa por secreto profesional de la obligación de comunicar esquemas de planificación potencialmente agresiva, exigía al asesor informar, además de a su cliente, a otros intermediarios (asunto C-694/20).
Para que una injerencia en un derecho fundamental (y la restricción al secreto profesional lo es) sea válida deben cumplirse tres requisitos.
El primer requisito exige que la injerencia venga establecida por una ley que, según jurisprudencia constante del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, tiene que ser accesible, clara y previsible. Lo de la accesibilidad de la normativa en materia de revelación obligatoria de esquemas de planificación fiscal potencialmente agresiva lo vamos a dar por bueno. La claridad y la previsibilidad, en cambio, sí parece legítimo cuestionarlas, a la vista —entre otras circunstancias— de las interpretaciones discrepantes que entre los Estados se ha hecho de algunas de las señas y de la falta de toma de partido de nuestra Administración tributaria entre ellas. De hecho, existe una cuestión prejudicial planteada por el Tribunal Constitucional belga (asunto C623/22) en el que se solicita pronunciamiento, entre otras cuestiones, sobre la compatibilidad de la DAC-6 con los principios de legalidad en materia sancionadora (arts. 49.1 CDFUE y 7.1 CEDH), y de certeza y derecho a la intimidad (arts. 7 CDFUE y 8 CEDH), en la medida en la que los conceptos mecanismo, intermediario, participante, empresa asociada, transfronterizo, varias señas distintivas y el criterio del beneficio principal, que delimitan si existe obligación de comunicar y su alcance pueden no ser lo suficientemente claros y precisos.
El segundo requisito exige que la injerencia persiga un objetivo legítimo. No discutimos que goce de legitimidad el que se afirma perseguir en esta materia: obtener una información que, citamos del preámbulo de la Directiva, permita a las autoridades fiscales “reaccionar rápidamente ante las prácticas fiscales nocivas y colmar las lagunas existentes mediante la promulgación de legislación o la realización de análisis de riesgos adecuados y de auditorías fiscales”, a fin de luchar contra la erosión de las bases imponibles.
El tercer requisito exige el cumplimiento del principio de proporcionalidad, lo que requiere, a su vez, realizar un juicio comparativo entre los objetivos de la medida y los medios empleados para alcanzarla desde una triple perspectiva: (i) la de si los medios son objetivamente apropiados para alcanzar esos objetivos (juicio de adecuación o idoneidad); (ii) la de si los medios son estrictamente indispensables; esto es, si no hay alternativas menos gravosas para satisfacer esos mismos objetivos (juicio de necesidad o de indispensabilidad); y, finalmente, (iii) la de si existe un equilibrio entre las ventajas y perjuicios que se generan (juicio de proporcionalidad en sentido estricto) que debe valorarse comparando y relacionando la gravedad de la injerencia que conlleva la limitación del derecho y la importancia del objetivo de interés general perseguido que la justifica.
Aceptando a efectos puramente dialécticos que la imposición de la obligación a asesores que pueden no tener un conocimiento completo de la operación supere el juicio de idoneidad, es de subrayar que, en cuanto a la necesidad de la medida para conseguir los objetivos buscados, el Tribunal de Justicia (C-694/20) ya ha afirmado —bien es cierto que a efectos más limitados [la obligación que se imponía al abogado sujeto a secreto profesional de comunicar a otros intermediarios distintos de su cliente], pero con un razonamiento de proyección general— que la obligación de notificación que incumbe al abogado sujeto a secreto profesional no es necesaria, en la medida en que esa obligación se impone asimismo a todos los intermediarios y también, al propio contribuyente, y estas otras obligaciones que se imponen a terceros no cubiertos por el secreto profesional permiten garantizar suficientemente el objetivo pretendido de que la Administración tributaria sea informada.
En cuanto a la proporcionalidad en sentido estricto, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (Michaud c. Francia) la apreció en materia de blanqueo de capitales tomando en consideración no ya solo la especial gravedad de los delitos contra los que pretende luchar esta otra normativa, sino “por encima de todo” dos factores que calificó como decisivos: el primero, que en materia de blanqueo solo se obliga a informar a los abogados cuando tomen parte o representen a sus clientes en transacciones financieras o inmobiliarias, o les asistan en otras operaciones incluidas en un catálogo cerrado y muy cortito que se resumía en aquella sentencia en un párrafo de seis líneas; el segundo, que la normativa cuestionada en el caso (la francesa) había introducido un filtro de protección de la confidencialidad y el secreto profesional en virtud del cual los abogados obligados a comunicar no lo hacían directamente a la Administración, sino al presidente del Colegio de Abogados correspondiente al Conseil d´Etat y de la Cour de Cassation o al decano de su Colegio territorial. ¿Se llegaría a la misma conclusión en una normativa cuyo objetivo de interés general, como ya se ha apuntado, es obtener una información que permita a las autoridades fiscales “reaccionar rápidamente ante las prácticas fiscales nocivas y colmar las lagunas existentes mediante la promulgación de legislación o la realización de análisis de riesgos adecuados y de auditorías fiscales” cuando a renglón seguido la propia Directiva afirma que “la no reacción por parte de las autoridades tributarias con respecto a un mecanismo del que han recibido información no debe implicar la aceptación de la validez o del tratamiento fiscal de dicho mecanismo”? ¿Se llegaría a la misma conclusión cuando, para cada asunto sujeto a comunicación, siempre va a haber otros sujetos a los que se podría exigir la misma información (promotores del esquema o, en su defecto, los contribuyentes afectados) que no están obligados por secreto profesional? ¿Se llegaría a la misma conclusión cuando los supuestos en los que existe la obligación de comunicación son una combinación de circunstancias cuya exposición ocupa un mínimo de dos páginas y media, y no hay filtro alguno del Colegio profesional?
Ya veremos.
Mientras tanto confiaremos en que no nos quitarán aquello que a través de los siglos nos ha permitido ejercer (¡explosión!) de consejeros de las familias y apóstoles de las ciencias jurídicas; confiaremos en que, en estos tiempos venideros de retos y oscuridad, nos dejarán seguir (¡explosión!) ayudando a la humanidad a desfilar con dignidad, defendiendo a través de los siglos esos derechos suyos en los que se cimienta el respeto propio y ajeno; confiaremos, en suma, en que no desfigurarán hasta hacerlo irreconocible nuestro secreto profesional.
¡Me ha encantado acceder a tu pensadero! Ideas bien expresadas y motivadas. Completamente de acuerdo contigo.
Muchas gracias. Me alegro de que te haya gustado.