Sabido es que la introducción del Impuesto Temporal de Solidaridad sobre Grandes Fortunas (ITSGF) en nuestro ordenamiento fue todo menos ortodoxa: a través de una enmienda —presentada in extremis en el Congreso por los dos grupos parlamentarios que forman la coalición de gobierno— a una proposición de ley que establecía los gravámenes a las energéticas y a la banca y que estaba siendo tramitada también a iniciativa de esos dos mismos grupos. En un ordenamiento que prohíbe a la ley de presupuestos generales del Estado crear impuestos porque se supone que la urgencia inherente a la tramitación de la norma presupuestaria no es la idónea para el sosiego que requiere la materia tributaria, o que establece límites a la regulación de cualquier materia que afecta a los derechos y deberes de los ciudadanos por Real Decreto-ley, esa forma de proceder resulta, como mínimo, sorprendente.
Cierto es que la heterodoxia no sería tal si la iniciativa legislativa o el ejercicio del derecho de enmienda fueran manifestaciones auténticas de la actividad de esos grupos parlamentarios que la llevaron a cabo pues, como afirmó la STC 19/2023, “la identidad funcional entre el Gobierno y los grupos parlamentarios que lo conforman es una apreciación política, no jurídica, que en absoluto se compadece con la propia racionalidad de la democracia parlamentaria”.
Sucede, no obstante, que el anuncio de los gravámenes a las energéticas y a la banca se hizo por el Presidente del Gobierno en el Congreso de los Diputados durante el debate del estado de la nación en julio de 2022, y que, según declaraciones de esa fecha de la vicepresidenta tercera y ministra de Transición Ecológica, el Ministerio de Hacienda había estado trabajando en la configuración de un impuesto que no se pudiera trasladar a los consumidores de los productos, basándose en las empresas de mayor tamaño y en el beneficio obtenido sobre el volumen de ventas. También parece que hubo trabajo de los funcionarios del Ministerio de Hacienda en el diseño del ITSGF, a tenor de la rueda de prensa de septiembre de 2023 en la que la ministra de Hacienda anunció la creación del nuevo impuesto, y la nota del propio Ministerio que resume lo que en ella se dijo. Si esto fuera verdaderamente así —si resulta, como parece, que el Ministerio de Hacienda estuvo involucrado en el diseño de estas figuras— sería precisamente la distinción entre el Gobierno y los grupos parlamentarios lo que debería llevar a una apreciación jurídica de la situación, que no sería especialmente indulgente, pues grave parece que el trabajo de nuestros funcionarios públicos se ponga al servicio de la actividad política de dos grupos parlamentarios para los que no cabe apreciar identidad jurídica alguna con el gobierno que conforman.
Dicho esto, conviene recordar que el Gobierno está sujeto a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico en toda su actuación (art. 29.1 de la Ley del Gobierno), que debe ejercer la iniciativa legislativa de conformidad con los principios y reglas establecidos en el Título VI de la Ley 39/2015, de Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas (art. 22 de la Ley de Gobierno) y que esos principios incluyen los de necesidad, eficacia, proporcionalidad, seguridad jurídica, transparencia y eficiencia de su actividad normativa (art. 129 de la Ley 39/2015).
Ciertamente que estos principios de buena regulación hoy día parecen verdaderos brindis al sol. Por ejemplo, cuando el apartado 4 de ese último precepto dice que “a fin de garantizar la seguridad jurídica, la iniciativa normativa se ejercerá de manera coherente con el resto del ordenamiento jurídico, nacional y de la Unión Europea, para generar un marco normativo estable, predecible, integrado, claro y de certidumbre, que facilite su conocimiento y comprensión y, en consecuencia, la actuación y toma de decisiones de las personas y empresas”. O, por ejemplo, cuando el apartado 5 afirma que “en aplicación del principio de transparencia” se facilitará “el acceso sencillo, universal y actualizado a la normativa en vigor y los documentos propios de su proceso de elaboración” y se posibilitará “que los potenciales destinatarios tengan una participación activa en la elaboración de las normas”.
Pero seguro que hace años el principio de buena administración también parecería a muchos un brindis al sol, y no es poco el juego que ha dado en los últimos tiempos para limitar el ejercicio del poder cuando no resulta respetuoso con los derechos de los ciudadanos. De hecho, no cabe negar la relación entre ambos (buena regulación, buena administración) y su conexión con otros principios articuladores del estado de derecho. La sentencia del Tribunal Supremo 275/2021 de 25 de febrero de 2021 decía así que “la calidad técnica de la redacción de las normas es una exigencia ínsita en el principio de buena regulación que, en realidad, no es tan novedoso como pudiera parecer, ya que más bien constituye una especificación de otros principios ya consagrados en nuestro ordenamiento”. Y la 1261/2022, de 6 de octubre de 2022, señaló que “el principio de buena regulación, implícito en el art. 9 CE y hoy día positivizado expresamente en la Ley 39/2015, constituye uno de los principios básicos en el ejercicio de la potestad reglamentaria, lo que implica, además del rechazo a toda arbitrariedad, exigencia de una mínima y suficiente calidad jurídica”.
Pues bien, revisando la jurisprudencia europea sobre el principio de buena administración, me he encontrado con algún precedente en el que el Tribunal General declara la nulidad de un Reglamento de la Comisión por no haber tenido presente el principio de buena administración en el proceso de elaboración de la norma (STG de 18.10.2023, EU:T:2023:640). Y ese precedente cita, como criterio ya asentado en la doctrina del Tribunal General, el entendimiento de que la buena administración exige una especial observancia de las garantías procedimentales establecidas en el orden jurídico, que pasan a cobrar una importancia “fundamental”, cuando se actúa en ámbitos de discrecionalidad (SSTG de 24.5.2012, EU:T:2012:262, apdo. 112; de 25.1.2017, EU:T:2017:26, apdo. 189; y de 12.3.2020, EU:T:2020:96, apdo. 143).
Siendo la acción normativa el ámbito de mayor discrecionalidad del ordenamiento, me pregunto si no cabe extraer de ese entendimiento del Tribunal General que el principio de buena regulación (de buena administración en el ámbito normativo) impone la vía más garantista también en el ejercicio de la iniciativa legislativa. Y me pregunto también —no sé bien si en una apreciación jurídica, política, o simplemente ética— si ese entendimiento del Tribunal General es compatible con la posibilidad de que un gobierno pueda abstenerse de impulsar una iniciativa legislativa por los cauces previstos para las gubernamentales en favor de su tramitación a instancias de todos los grupos parlamentarios que lo apoyan y conforman.
Nótese que no fue este el caso de la STC 19/2023, pues en ella la iniciativa correspondió a solo uno de los grupos parlamentarios que conformaban el gobierno, aunque sin duda sería más garantista entender que el gobierno debe anticiparse para presentar su proyecto de ley si conoce y aprueba de antemano la iniciativa parlamentaria de esos grupos.
Todo ello sin perjuicio también —claro está— de que, cuando la iniciativa se apoye en el buen quehacer de nuestros funcionarios públicos, no haya más vía posible en derecho que la del proyecto de ley.