Nunca me he caracterizado por la originalidad. Así que, en mi condición de padre, tampoco lo soy; prueba de ello es que en mi casa, con uno de mis hijos en plena efervescencia adolescente, lo de “en plan” ya es una expresión aceptada por todos a modo de muletilla multiusos.
Esta entradilla costumbrista viene al hilo del “Plan Estratégico 2020/2023” de la Agencia Tributaria (AEAT) recientemente divulgado. Empecemos por el principio: que una institución clave para un país -como es su Administración tributaria nuclear- se mire a sí misma al objeto de reflexionar acerca de a dónde va -y con qué medios, con qué fortalezas y qué debilidades lo hace-, creo que es sano en sí mismo y, como tal, más que recomendable. Mi sincera felicitación, pues, por ese esfuerzo introspectivo.
Dicho lo cual, ahora toca hacer una breve reflexión sobre algún concreto aspecto de su contenido que me ha llamado especialmente la atención. Y, en tal sentido, sería imperdonable (dada la trayectoria de esta bitácora) no centrar el foco en lo que, el propio “plan”, denomina “conflictividad” (yo lo habría denominado “litigiosidad”) tributaria.
Hay un primer dato destacable por lo que supone de poner en sus justos términos la capacidad de gestión de la AEAT: ésta emite anualmente más de 18 millones de actos administrativos (estadística de 2018), siendo así que este volumen se mantiene en estos mismos parámetros ya desde 2015. No es poco. Obsérvese que todos y cada uno de esos actos son una herramienta generadora de derechos y obligaciones de contribuyentes concretos. Es obvio que muchos (millones, probablemente) de ellos son meras actuaciones de cuasitrámite; pensemos en requerimientos y/o acuerdos censales. Pero ello no reduce un ápice su mérito: la organización interna de la AEAT, bien planificada y engrasada, permite tramitar ese ingente volumen de actividad. Piénsese que tocamos a casi un acto administrativo de la AEAT por cada dos españoles y medio. La cifra es escalofriante.
Sigamos. Sobre el total de esa voluminosa actividad administrativa (18.054.059 actos en 2018), los contribuyentes presentan 327.871 impugnaciones. Este dato ofrece varias enseñanzas:
.- La primera, el frío porcentaje: el 1´82% de la actividad de la AEAT es objeto de controversia (es decir, anualmente hay 327.871 impugnaciones). Tan absurdo sería negar que ese ratio es bajo, como afirmar que viene a demostrar que el 98´18% restante es jurídicamente inmaculado. Ese elevado porcentaje restante adquirirá firmeza jurídica, habida cuenta su no cuestionamiento por los contribuyentes, pero es obvio que en ese magro porcentaje no recurrido hay, como en botica, de todo: actos jurídicamente ortodoxos, pero otros tóxicos que no se recurren por ignorancia, miedo -¡sí!-, costes, extemporaneidad, … Amén de que pensemos que -tal y como ya antes se apuntó- entre esos millones de actos no cuestionados hay cientos de miles que, aún generando derechos y obligaciones, son bastante planos (requerimientos, actos censales, etc.), o directamente favorables a los contribuyentes (pensemos en acuerdos de devolución/compensación, concesiones de aplazamiento/fraccionamiento, etc.).
-. La segunda: si, según la Memoria del TEAC, en 2018 las reclamaciones económico-administrativas frente a actos de la AEAT fueron 148.522 (es decir, del total de reclamaciones, se eliminan las relativas a tasas, clases pasivas, ITPAJD, IP, ISD y Catastro), ello supone que los recursos de reposición fueron la diferencia de impugnaciones hasta esas 327.871 ya apuntadas. Ergo ello supone que en España, en un año, se interponen ¡¡¡179.349 recursos de reposición!!! Esta cifra es del todo estratosférica, con un matiz: para mí ya la mera existencia de un único recurso de reposición -que no interpongo casi desde que llevaba pantalón corto- sería un fenómeno paranormal. Quiero pensar que ninguno de los lectores de esta bitácora -por principio, incrédula- haya sido causante de ésa del todo desmedida cifra de los casi 180.000 recursos de reposición.
¿Qué me lleva a ser tan escéptico frente a esa vía impugnatoria? No pocas cosas: primero, su propio ingrediente psicológico pues supone poner al propio autor del acto primitivo ante la tesitura de cambiar de opinión y eso -es bien sabido- no es fácil; y segundo (pero no por ello de menor importancia), la experiencia empírica de que en no pocos casos su resultado es perjudicial, pues el contribuyente no queda en igual posición que antes de interponerlo sino en peor, habida cuenta que le ha mostrado sus argumentos a la Administración frente a los que ésta reacciona reafirmándose en sus postulados iniciales y, además, contratacando lo esgrimido por el ciudadano de buena fe. Conclusión: excepto que por motivos estratégico-temporales interese ralentizar el proceso impugnatorio (en cuyo caso habremos de alegar meros lugares comunes, para no enseñar “nuestras cartas”), el recurso de reposición, en principio, debería descartarse por su riesgo de poder ser perjudicial para la salud del contribuyente.
-. La tercera: si centramos nuestra atención en los tres principales impuestos estatales (IRPF, IVA e IS), de la Memoria del TEAC se desprende que el ratio de resoluciones favorables a los contribuyentes se cifra en el 52´11% (más de 10 puntos por encima que la media de toda la actividad impugnada de la AEAT). En el puntual caso del IVA ese porcentaje se eleva hasta el 54´7%. Estos datos, si cabe, adquieren aún mayor relevancia cuando observamos que ya sólo estos tres impuestos aglutinan el 78% del total de las resoluciones favorables a los contribuyentes.
-. Sigamos. La cuarta: El “Plan Estratégico” aporta una estadística no fácil de conocer hasta ahora: ¿qué porcentaje de los contribuyentes que no obtienen una resolución favorable en los TEAs perseveran en la vía judicial?: el 15%; dato ínfimo que evidencia que la carestía de la Justicia (lo que incluye, también, el pánico a la condena en costas) sirve como obvio elemento disuasorio para continuar litigando…
De ese 15% perseverante, a su vez, ya en la jurisdicción contencioso-administrativa logran ver reconocidas sus pretensiones el 31% (o, lo que es lo mismo: cabe asumir que una de cada tres sentencias dictadas por los TSJs y/o la AN pudieran ser potencialmente tóxicas). Ello supone que, para esos tres grandes impuestos estatales, el grado de falibilidad de la actuación de la AEAT se eleve hasta un 54´3% (sumatorio de la estadística económico-administrativa y judicial).
Estos datos me permiten varias reflexiones finales:
-. Una no por recurrente menos acertada: los “bonus” (sean elevados o no) con los que la AEAT premia a sus funcionarios, deben ser reversibles en función del resultado final de la vía impugnatoria. Así pues, si una regularización inspectora es finalmente tumbada por una resolución o sentencia, aquel “plus” deberá reintegrarse a la AEAT con adición de los intereses que correspondan.
-. Y otra, de la que el propio “Plan” se hace eco: no son pocos los litigios tributarios que, a resultas de un pronunciamiento favorable al contribuyente, determinan la obligación de abonarle intereses de demora. El “Plan” da cuenta de que, ya sólo en 2018, la AEAT afrontó el pago de casi 236 millones de euros en concepto de intereses de demora (muchos de ellos, a resultas de un fallo contrario a las pretensiones de la AEAT). Este coste es ingente: quiere decir que cada acto administrativo creado por la AEAT genera anualmente unos 13€ de coste en forma de interese de demora (rémora presupuestaria que, obviamente, sufragamos todos y cada uno de nosotros con -¡otra vez!- nuestros propios impuestos).
Lo dicho: “en plan”.
#ciudadaNOsúbdito