Principios generales del derecho tributario

Los principios generales son una fuente del derecho. Partiendo de esa premisa, si consideramos al derecho tributaria como una rama del ordenamiento jurídico, debemos llegar a la conclusión de que los principios generales del derecho se aplican al ordenamiento tributario.

Lo que acabo de decir, que no es más que un razonamiento lógico poco elaborado, una simpleza si se quiere, está siendo atacado por parte de los más altos representantes de la Administración tributaria. Lo he leído en algún escrito y hasta los he escuchado atentamente, convenciéndose a si mismos de lo que decían, en alguna conferencia. De hecho, los aludidos deben estar leyendo este escrito como una afrenta, como una idea cuasi revolucionaria, a pesar de haberme limitado hasta ahora a transcribir parcialmente la redacción actual del apartado 1 del artículo 1 del código civil o, si se quiere, lo que venía diciendo la redacción originaria del segundo párrafo del artículo 6 del mismo texto normativo.

Los principios generales tienen una función informadora del ordenamiento jurídico: inspiran y dan sentido al derecho. Sin ellos, la tarea hermenéutica a la que hace referencia el artículo 3 del propio código civil, quedaría cercenada. Pero, precisamente ese, es el problema de la visión parcial, propia de un equino con vaquetas, que tienen aquellos que rehúyen la aplicación de los principios generales en el ámbito tributario. Su amor por un legalismo ordinario exacerbado oculta en el fondo una negación de las fuentes exegéticas del derecho, una voluntad de aplicación automática, literalista de la ley, que coarte la función nomofiláctica de los llamados a interpretar la ley, esto es, de los jueces y tribunales.

No va a poder ser, amigos. No en vano, la propia Carta Magna que nos dimos los españoles en 1978 es un epítome del principialismo del derecho y deja muy claro el sometimiento de la Administración no solo a la ley, sino también al derecho. Y lo dice en un precepto, su artículo 103.1, que bien conoce todo opositor a cualquier cuerpo de la Administración Pública.

Ese precepto no es reiterativo, como aparenta, cuando habla de ley y, seguidamente, de derecho. Los padres de la Constitución tuvieron que construir un instrumento alambicado, pero no eran tan burros como para reiterar un mismo concepto de una forma tan burda en la misma frase. Lo que quiere decir ese precepto, como todo el mundo sabe o debería saber, es que la actuación de la Administración debe someterse no solo a la ley sino también a algo distinto de la ley que también es derecho, que no es otra cosa que los principios generales. Esto último no lo digo yo, sino que se lo parafraseo a Javier Delgado en un artículo publicado en la Revista de Administración Pública en 2019.

Sin principios generales no hay derecho, me atrevería a decir. Sin ellos, no cabe exégesis posible de la norma, sino su aplicación robótica. Los principios son inmanentes y aparecen implícitamente a lo largo de los textos normativos fundamentales, en forma de derechos, de libertades o de garantías o, incluso, de forma explícita propiamente como principios.

Así, la tradicional buena fe se ha transformado ahora, por mor de la Carta Europea de los Derechos Fundamentales, en el aparentemente novedoso concepto de la buena administración. Pero, en realidad, ya vivía entre nosotros a través de otros conceptos como la interdicción de la arbitrariedad, la confianza legítima o la seguridad jurídica, que vienen rigiendo nuestro ordenamiento y que lo inspiran de acuerdo con la Constitución.

Lo mismo ocurre con otro concepto acuñado recientemente por la jurisprudencia tributaria, como es el de íntegra regularización, que no es más que la aplicación al mundo tributario del principio de neutralidad o, en otros términos, la exclusión de algo tan elemental como es el enriquecimiento injusto de la Administración.

Vamos camino de que esos redivivos kelnesianistas desaforados, por supuesto siempre pro domo sua, hagan algún tipo de propuesta normativa para cercenar la aplicación de los principios generales del derecho en materia tributaria. Y no tardarán mucho. Espero vivir lo suficiente no solo para verlo escrito en alguna norma, sino para descojonarme cuando los Tribunales contesten de la única forma posible: recordándonos que no puede aplicarse el derecho sin interpretarlo; y que no cabe interpretación posible sin inhalar el aroma que inspira el ordenamiento jurídico porque, lo contrario, supondría no vivir en un Estado de Derecho, sino en un régimen autocrático con un poder único, omnímodo, del Estado sobre sus súbditos.

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