El sempiterno impuesto temporal a las fortunas

El orbe tributario es paradójico. Hemos visto reformas que nacieron muertas, derogándose antes de su entrada en vigor. También hemos vivido impuestos -la regla de imprescriptibilidad para bienes en el extranjero, envés de la amnistía fiscal de Montoro- que, viendo la luz enfermos terminales, se han perpetuado hasta la adolescencia. Hemos disfrutado, es un decir, de amnistías fiscales que se declaraban inconstitucionales justo cuando sus efectos habían devenido firmes y sus beneficiados, inatacables. Ya es causalidad. Digo, casualidad.

Pero, si hemos de señalar una gran contradicción, sin duda la encontraremos en los tributos temporales. Si el lector detecta el nacimiento de un gravamen temporal, que tenga por seguro que se va a perpetuar.

Lo normal es que las leyes que crean tributos lo hagan de forma indefinida aunque, desde tiempo inmemorial, existen excepciones. Ya en la época medieval existía una suerte de tasa de entrada a las poblaciones, similar a los actuales peajes de autopistas, que tenía carácter finalista y temporal. Finalista, porque lo recaudado se destinaba a la remoción o reparación de puentes, caminos o murallas. Temporal porque, una vez conseguido el estipendio necesario para llevar a cabo las obras, se dejaba de recaudar por parte del organismo competente, fuera la Corona, el municipio o el señor feudal.

En el mundo fiscal contemporáneo, es conocido el patológico caso del Impuesto extraordinario sobre el Patrimonio de las Personas Físicas que aparece en escena en una ley urgente de reforma fiscal -ya vemos que el legislador actual no resulta original ni en las denominaciones de las normas- como un tributo “excepcional y transitorio”, con la voluntad expresada en su disposición transitoria segunda de aplicarse únicamente un ejercicio: el año 1978.

Cuarenta y cuatro años después, y siendo una auténtica extravagancia en nuestro entorno tributario, dicho tributo continúa vigente. ¡Y tan vigente! ¡Como que parece que va a ser la próxima pesadilla de nuestro Elm Street impositivo!

En efecto, con la clara voluntad de contrarrestar ciertas medidas de reducción de impuestos perpetradas por algunas comunidades autónomas gobernadas por el principal partido de la oposición, la ministra de Hacienda se ha sacado de la chistera un paquete de medidas fiscales “para la justicia social y la eficiencia económica” (sic).

El resumen de las propuestas es que, en ellas, va a haber vencedores y vencidos. Los contribuyentes con rentas inferiores a 21.000 euros podrán gozar de los servicios públicos del estado sin pagar impuestos, que serán abonados por el resto de ciudadanos que ganen más dinero o tengan más patrimonio. Una grey de unos diez millones de votantes agraciados, a los que hay que sumar los funcionarios a los que -¡!oh, casualidad-, en el mismo día, se les asegura un aumento del salario desmedido para los tres próximos años. Supongo que ya saben que se avecinan elecciones…

En la primera página de la documentación que soporta estas medidas se indica, a modo de exposición de motivos, que quien más tiene, debe contribuir más -una obviedad- y que no puede pagar la crisis la clase media y trabajadora. Esto último debe significar que, para el Gobierno, la clase media se sitúa en los que ganan menos de la cifra antes indicada, por lo que los que superan ese umbral de 21 mil euros, somos directamente millonarios, aunque vivamos austera y humildemente.

La primera de las medidas propuestas, con un impacto recaudatorio previsto de 1500 millones de euros, es la creación de un “impuesto de solidaridad a las grandes fortunas”, que pagarán temporalmente dos años –risum teneatis, o contengan la risa- unas 23 mil personas que se calcula que tienen, en España, un patrimonio superior a 3 millones de euros, con unos tipos de gravamen que van del 1,7 al 3,5%, permitiéndose la deducción del Impuesto sobre el Patrimonio que hubieran satisfecho, en su caso.

A priori, el ingenio parece disparatado y tendrá que ser puesto a punto, para tener cara y ojos, por alguno de esos covachuelistas que, entre trile y trile -no se me enfade nadie-, se dedican a pergeñar normas que intentan contornear los principios constitucionales y las exigencias del derecho de la Unión Europea y de socavar los derechos de los ciudadanos.

Sin conocer el texto proyectado, merece detenerse en unos cuantos óbices de gran calado jurídico, siempre según mi opinión.

El primero, el hecho de que 23 mil personas tengan que resolver una papeleta presupuestaria de 1500 millones, lo que con una sencilla regla de tres -como hizo en este mismo periódico Ruiz Jarabo hace poco- da un promedio de pago de más de 65 mil euros por contribuyente. Uno de los principios constitucionales en el orden tributario, el primero de ellos si partimos de la lectura del artículo 31 de la Carta Magna, es el de generalidad en la satisfacción de las cargas tributarias.

Es cierto que el mundo tributario está preñado de exenciones, es decir, de exoneraciones de gravamen particulares para determinado perfil de contribuyentes o de situaciones. Volviendo a la época medieval, los nobles y cortesanos solían estar exentos de esos peajes tributarios de los que hemos hablado. También, en la actualidad, tenemos una lacerante bonificación total del gravamen del impuesto sobre donaciones, en Cataluña, para los donativos que se realizan a las cajas de solidaridad que se crearon para los políticos secesionistas. ¡Y tan felices!

Ahora bien, lo que no parece ni sano, ni acorde con la Carta Magna que es se cree un tributo prácticamente ad hominem, es decir, con unos destinatarios no generalizados, sino con nombres y apellidos. Ese mismo problema lo tienen las recientes prestaciones patrimoniales que se pretenden imponer a la banca, las gasistas y las eléctricas por sus beneficios “caídos del cielo” a consecuencia de la crisis energética y financiera. Sociológicamente, no parece muy adecuado cargar a unos concretos contribuyentes con levas específicas que les hace de peor condición que al resto de ciudadanos. Tampoco es una buena idea para la inversión empresarial internacional, desde el punto de vista económico. Queda por esperar si, también, adolece de un problema de inconstitucionalidad por incumplir el citado principio de generalidad.

Un segundo problema, grave, es su afectación al reparto del poder tributario plasmado en la Constitución y desarrollado en normativa de carácter orgánico. La medida -a la que abiertamente se denomina impuesto, y no prestación no tributaria- aparenta ser un impuesto estatal que se superpone al Impuesto sobre el Patrimonio, cuya recaudación y gestión está cedida a las Comunidades Autónomas, que también gozan de ciertas competencias normativas hasta el punto de poder bonificarlo totalmente, como ocurre en Madrid y, recientemente, en Andalucía.

Probablemente se intentará encubrir este gravamen bajo un hecho imponible específico y distinto al que grava el IP pero, ese cambio de nomen iuris, no afectará a la verdadera pretensión que es, sin duda, sacudir a los más ricos y armonizar por la puerta de atrás el citado impuesto. Otro problemilla constitucional. Y van dos.

El tercer problema es, a mi modo de ver, el más evidente. Se desconoce el texto que va a soportar la medida pero, si ponemos en conexión el objetivo recaudatorio previsto con el número de afectados, resulta bastante claro que el gravamen va a ser soportado con independencia de la renta que obtengan los afectados, obviando así el límite de tributación conjunto previsto, en el artículo 31 de la Ley del IP, para el Impuesto sobre la Renta y el Impuesto sobre el Patrimonio.

Si ese límite Renta-IP se aplicara, el nuevo y temporal impuesto sería muy sencillo de evitar, bajo el sencillo expediente de generar poca rentabilidad en la persona física. Hablamos de contribuyentes que, en la mayoría de casos, van a poder tomar decisiones financieras para evitar disponer de rentabilidades estos dos años. Por tanto, hemos de partir de la base de que el nuevo estipendio se pagará con independencia de los rendimientos que se obtengan porque, de lo contrario, no se conseguiría el aumento de recaudación pronosticado.

Pues bien, de cumplirse mi predicción, esto va a dar lugar a muchas situaciones confiscatorias. Diría que se darán en la mayoría de casos, en una situación con los mercados financieros por los suelos como la actual. Además, ello se puede agravar si el nuevo impuesto tampoco tuviera en cuenta las bonificaciones para las empresas familiares, contrariando también las recomendaciones europeas para el mantenimiento y transmisiones del tejido empresarial.

No será difícil que estos ciudadanos, afectados por una evidente confiscatoriedad, acudan al Tribunal Constitucional y al Tribunal de Estrasburgo, existiendo en esta última sede una consolidada jurisprudencia que ha puesto en solfa gravámenes que puedan producir una afectación directa con el derecho de propiedad. En nuestro caso, en que este impuesto extraordinario fácilmente superará el 100% de la renta obtenida por el contribuyente, su carácter confiscatorio y, por demás, contrario a la capacidad contributiva, resulta casi una obviedad.

Y, si no les gusta, pueden intentar marcharse a algún país cercano que no tenga una tributación sobre el patrimonio. No resultará difícil. Ningún país europeo tiene un gravamen similar, exceptuando unos irrisorios timbres en la república helvética. A mí, personalmente, el tener un gravamen tan singular me produce cierto sonrojo. Menos mal que, como he dicho al principio, es una medida excepcional, solidaria y, sobre todo, temporal.

Columna publicada el lunes, 3 de octubre de 2022, en Voz Pópuli

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