Querido Enrique: escribo estas líneas de recuerdo tuyo cuando parecería, según los signos aparentes o los hábitos sociales, que ya no tiene sentido hacerlo, dado que han pasado unos meses desde que nos dejaste. Pero buenos amigos que te querían bien, y a mí también, me animan a que lo haga a pesar de todo, conscientes, pienso yo, de que el afecto no disminuye por el solo discurrir del tiempo, antes bien se condensa, se agudiza, se nos muestra crudamente en forma de vacío irremplazable. Conscientes también, creo, de que no pueden dejarse sin hacer las cosas que verdaderamente importan, porque tal vez a alguien le podrían hacer bien estas palabras, aun extemporáneas.
No le quiero llamar obituario ni necrológica a esto que ahora, con dolor, traslado al papel, porque creo que lo que procede es celebrar, emocionadamente, nuestra amistad y, por mi parte, una gran admiración personal y profesional hacia tu persona. Esos sentimientos, me consta, son unánimes en el mundo profesional y personal que ambos hemos compartido a lo largo de estos años.
Sabe Dios que me propuse, en los días del último noviembre próximos a que te nos fueras, dedicarte un pequeño homenaje de recuerdo, en este blog tan cercano y querido, como he hecho otras veces con compañeros y amigos. Y también sabe, porque todas estas flaquezas las conoce bien, que no pude hacerlo entonces. Que no era capaz de hilvanar un pensamiento coherente y razonable, digno de tu memoria, que fuera más allá del balbuceo de una emoción.
Nos conocimos allá por 2009 o 2010, en alguna actividad formativa de la AEDAF, y desde aquellos días, ya remotos, congeniamos extraordinariamente. Tanto que, por invitación tuya, tan cortés y delicada que era insusceptible de rechazo, me incorporé al grupo de procedimientos, luego llamado de derechos y garantías del contribuyente. Fueron tiempos que, en la actividad formativa, dieron sus frutos en diversos trabajos publicados que surgieron de la sección, no anclada en esa única tarea. Disfrutábamos mucho en nuestras reuniones de Claudio Coello con el debate intenso, rico en matices, apasionado.
Si hay una palabra definitoria de tu personalidad, Enrique, en la que todos nuestros amigos comunes coinciden invariablemente, es la de señor. Enrique, eras un señor. Pocas cosas mejores se pueden decir de alguien de quien todo el mundo habla bien, con cariño, porque de ti siempre recibíamos amabilidad, consejo, buen sentido, felicitación, bonhomía. No le dabas importancia a nada de lo que hacías, ya fueran demandas, conferencias o trabajos, como si hubiesen surgido sin mérito, por generación espontánea y no fueran el resultado de un conocimiento profundo del Derecho y de una dedicación completa a su estudio.
Lo de señor también tiene una vertiente indumentaria, querido Enrique. Esto es, que lo eras no solo por tu modo exquisito de ser, siempre cordial, siempre atento, siempre bienhumorado, haciéndonos mejores a los demás de lo que éramos; sino que lo eras, también, porque te gustaba vestir bien, como visten bien los señores. Sin atildamientos dandis, pero sí. Yo también te admiraba por eso, porque ibas siempre impecable, sin una arruga, con tus tirantes colocados con exactitud milimétrica y tu sombrero de fieltro que le daba un toque especial a tu apariencia. ¿O no es verdad esto que te digo?
Aunque malagueño -y blasonabas de ello, con razón y todo el derecho a hacerlo- me permito asignarte, en mi recuerdo, un atributo tan cordobés como el estoicismo, que debemos a Séneca-. Referido a ti, querido Enrique, se traduce siempre en la actitud serena y compasiva, incluso displicente, ante la adversidad, que en tu andadura vital conoció episodios bien dramáticos e injustos, de los que no solías hablar, salvo que la conversación discurriera, alguna vez, por ese enojoso derrotero. Entonces te referías tenuemente a tu desgracia, como si no hubiera sido debida a la maldad humana (de esta historia sé algo, de lo que no se libran colegas míos) sino a un fenómeno de la naturaleza.
De tu impresionante trayectoria profesional se pueden destacar varios méritos incomparables, primero en tu faceta de alto funcionario de la Administración fiscal, proveniente del prestigioso e irrepetible Cuerpo de Inspectores Técnicos Fiscales del Estado, que tan excelentes servidores incorporó a la Hacienda pública española. Eran otros tiempos en que un inspector tributario -lo digo sin desdoro de nadie que ocupe ese cometido en la actualidad- sabía tanto Derecho civil como un magistrado y, seamos socráticos, me parece una obviedad que de ese gran conocimiento o sabiduría necesariamente brotaba la bondad -o al menos, digamos, la comprensión al ciudadano-; como, luego, en tus mayores responsabilidades como alto cargo del Ministerio de Hacienda.
Dicen las crónicas, Enrique, que fuiste político, pero yo no creo que haya necesidad de incurrir en tal exceso. Fuiste Director General -en apasionantes tiempos fundacionales, de los que discretamente hablabas- de Coordinación con las Haciendas Territoriales (1996); Director General de Tributos (1997), que dejaste honda huella a tu paso, sobre todo en la formación de razonable y diligente doctrina administrativa, actividad a la que aludías con una modestia por momentos desconcertante; y Secretario de Estado de Hacienda (2000-2001). Es decir, lo más alto a que puede aspirar un funcionario de carrera experimentado, prudente y buen conocedor del servicio público que hay que atender con solicitud y buena mano y que hace honor, con plenitud, al juramento que un día prestó.
Muchas fueron las facetas en las que destacaste también: la académica, como profesor universitario (en las Universidades Autónoma y Complutense de Madrid y en el Colegio María Cristina, adscrito a esta última, en El Escorial, al que te acompañé una vez a una jornada de estudio con la alineación titular del derecho tributario español). Además, abogado, asesor fiscal, articulista. En todas esas vertientes de tu desempeño dejaste tu impronta de sabio que no quiere serlo y, por ello mismo, es más sabio aún. No quiero profundizar en tu imponente biografía desgranando méritos inacabables porque ya fueron glosados con gran cariño y brillantez en los días posteriores a tu fallecimiento.
Son inolvidables aquellas comidas periódicas, a veces con Felipe o con José María, en el Ainhoa, clásico entre los clásicos, al que indefectiblemente volvíamos una y otra vez, como para celebrar un rito que no admite variaciones. Siempre sospeché que el lugar lo elegías teniendo el detalle de situarlo cerca de la Audiencia Nacional y del Tribunal Supremo, para que me fuera más accesible.
La última de esas comidas, para compartir con Jesús y Joaquín, fue confiada a mi negligencia y no la pudimos celebrar. La prometí convocar después del Congreso de Toledo, que fue en mayo de 2023, al que no pudiste venir. Para preparar mi ponencia allí me facilitaste un artículo tuyo antiquísimo (el comentario a una sentencia del Tribunal Supremo de 1982), pero de gran actualidad, sobre la reformatio in peius. Excelente trabajo el tuyo, bien escrito, ordenado con rigor, exhaustivo, con cita de doctrina y jurisprudencia de abolengo. Con él, sin quererlo, me hacías descubrir otro Derecho procesal más paciente, más elaborado, propio de tiempos menos apresurados, algo que ya no existe, como sucede, en general, con cualquier manifestación de la artesanía.
Tanto me sirvió aquella aportación tuya que te cité como fuente en la exposición, pero perdí la oportunidad de llamar para decírtelo. Lo fui dejando y luego ya fue tarde. ¡Cómo me duele, me muerde, ahora, esa pasividad, ese silencio! Queda pendiente, Enrique.
Dejas, querido amigo, un recuerdo imborrable en todos nosotros. No seremos los mismos sin tu magisterio insustituible, sin tu presencia afable, a veces socarrona, con ese sentido del humor tan fino, entre nosotros. Se trata, creo, de ese vacío imposible de llenar que me impidió escribir durante tanto tiempo.
Me parece mentira que esté hablando en pasado.
Sic tibi terra levis.
Todo un “señor”, un gran amigo y una gran agudeza de análisis.
Todavía hoy, no hemos sido capaces de impulsar un Estatuto orgánico para la AEAT, que la preserve de la tiranía recaudatoria.
Mi agradecimiento por su autorizada semblanza.
Muchas gracias por esas amables palabras.
Me ha emocionado
Muchas gracias, querido amigo. Es que el recuerdo es emocionado. Señal clara de que Enrique era -es- querido y admirado