La ejecutividad plena de los actos administrativos es una de las tradicionales potestades exorbitantes de las que goza la Administración Pública, en defensa del interés general. Es lo que se conoce como autotutela ejecutiva e implica, en el ámbito tributario, que transcurrido el plazo voluntario de ingreso de una deuda, se inicie de forma automática el período ejecutivo para que, dentro de este terreno de juego, la administración pueda cobrarse legítimamente el crédito tributario.
El contribuyente obligado al pago de una deuda tributaria puede no estar conforme con los hechos o los fundamentos jurídicos en los que se basa la liquidación emitida, o con las dos cosas, recurriéndola. A esto se le llama derecho de defensa cuando hablamos de discutir un acto administrativo en vía administrativa. Si el debate llega a los Tribunales de Justicia, entra en juego la tutela judicial efectiva. Palabras mayores.
Elemento esencial de esa tutela judicial efectiva es lo que se denomina justicia cautelar. Los romanos, mucho menos sofisticados que los actuales seguidores de Brian, seguían a rajatabla el principio solve et repete, que obligaba a pagar las deudas para poder recurrirlas. Hasta hace no tanto la gente iba a la cárcel por deudas o por quedarse con la recaudación tributaria. Cosas que hoy nos parecían una barbaridad y que afectaron a varios de los más altos ingenios de la literatura española e, incluso, les sirvió para dar a luz sus mejores obras. Nada que ver con las bobadas que han eructado en forma de libros, por cierto, los presos ahora indultados. Está claro que la cárcel mejora la conducta, pero no dota de talento literario a quien no lo tenía.
Así las cosas, la tutela cautelar ha matizado la cesárea regla del “paga-o-te-jodes”, permitiéndole al deudor solicitar -a la administración ejecutante o al juez o tribunal correspondiente- la adopción de medidas cautelares que impidan la ejecución inmediata del crédito tributario.
Nuestro Tribunal Constitucional, en relación con la adopción de medidas cautelares en el procedimiento contencioso-administrativo, ha manifestado que «la potestad jurisdiccional de suspensión, como todas las medidas cautelares, responde así a la necesidad de asegurar, en su caso, la efectividad del pronunciamiento futuro del órgano jurisdiccional: esto es, de evitar que un posible fallo favorable a la pretensión deducida quede (contra lo dispuesto en el art. 24.1 CE) desprovisto de eficacia por la conservación o consolidación irreversible de situaciones contrarias al derecho o interés reconocido por el órgano jurisdiccional en su momento». Asimismo, deja patente que «(…) el derecho a la tutela se extiende a la pretensión de suspensión de la ejecución de los actos administrativos (…)».
En el mismo sentido se ha venido pronunciando el Tribunal Supremo, según el cual, el principio de efectividad de la tutela judicial efectiva proclamado en el artículo 24.1 de la Carta Magna, reclama que el control jurisdiccional tenga que proyectarse también sobre la ejecutividad del acto administrativo.
Con lo que vengo diciendo, el lector podría llegar a una conclusión que debe ser parecida a la que atesoran cientos de miles estudiantes de derecho que han salido de las aulas universitarias en estos últimos cuarenta años. Una de esas pocas cosas claras que te quedan al acabar derecho. A saber, (i) que jamás vivirás tan bien como antes de licenciarte; (ii) que alguna vez en tu vida cometerás un delito, incluso sin saberlo; (iii) que del siglo XIX en adelante los legisladores han ido degradándose hasta la miseria actual; (iv) que toda rama del derecho desciende, aunque sea adúlteramente, del derecho civil; (v) que el derecho tributario no lo hacen los parlamentarios sino la administración y (vi) que uno puede pelearse con una administración sustituyendo el pago de la deuda en liza mediante la aportación de alguna garantía o solicitando su dispensa, cuando no tiene pasta para aflojarla ni patrimonio que vender.
Pues bien, arrojen ahora mismo a la hoguera de la ley antifraude esos seculares conocimientos. La nueva norma, que se habrá publicado cuando aparezca esta tribuna, trae consigo diversas modificaciones en la LGT que cercenan la tutela cautelar hasta el punto de convertirla en la excepción, mediante el sencillo expediente de darle la posibilidad a la administración de impedir la suspensión de la ejecución utilizando mecanismos ejecutivos. Es decir, frente a la solicitud de la suspensión de ejecución -la medida cautelar- solicitada legítimamente por el ciudadano se le ofrece a la AEAT el arma de adoptar medidas cautelares.
Lo explico mejor: se combate la tutela cautelar dándole otra cautelar a la Administración, lo que no deja de ser un ejercicio antinómico de contrarrestar los efectos deseados por la Constitución o, si se quiere, es una descompensación insoportable en la igualdad de armas que debe regir la relación -litigiosa o no- entre un contribuyente y la administración que le es vicaria. La balanza se descompensa, de manera que la administración ahora podrá pisotear la cautelar del contribuyente poniendo encima una cautelar propia.
Un primer ejemplo lo encontramos en la reforma del artículo 81 de la LGT, que permitirá adoptar medidas cautelares frente a las solicitudes de suspensión cuando la administración tenga indicios racionales de impago, es decir, siempre. También observamos idéntica medida en la nueva redacción del artículo 175.1, que permitirá derivar al responsable solidario frente a deudas que todavía no están en ejecutiva, por el mero hecho de que el deudor principal hubiera solicitado -¡en plazo voluntario, no se crean!- su suspensión, aplazamiento o fraccionamiento. Otra muestra la encontramos en el precepto que regula el patíbulo tributario -Emilio Pérez dixit-, el 81 bis, pues se pretende que puedan aparecer en el listado difamatorio las deudas en trámite de aplazamiento o suspensión, en contra de lo que ya han dicho algunos tribunales de justicia.
¿Suena paradójico? ¿Pareciera un as en la manga tributaria de un tahúr administrativo? No, hombre, no. Según la exposición de motivos de la ley no son más que “cláusulas antifraude”. No me sean fachas.
Háganme caso: no lleven mascarilla en espacios públicos y sean precavidos, pero disfruten de la vida. Que son cuatro días transitorios para el contribuyente, y eternos para la administración. Feliz verano.