En los últimos años, gracias a la implantación de las nuevas herramientas de gestión masiva de tratamiento de datos y los sucesivos avances tecnológicos (desde la mera acumulación y obtención de datos hasta las técnicas avanzadas de inteligencia artificial), la Agencia tributaria no sólo se ha transformado en su seno (primando las inversiones en equipos y aplicaciones informáticas en detrimento del capital humano) sino que está alterando sutil y decisivamente la relación jurídico-tributaria, anulando el factor humano en favor de la implantación de automatismos y una mecanización.
Prueba de esta sibilina alteración es que el teórico derecho de los ciudadanos de relacionarse por medios electrónicos (artículo 14 de la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas) se haya tornado en una imposición, eliminando y haciendo inviable en la práctica, que un contribuyente opte libremente por la «desconexión digital» y pueda acceder a alternativas «físicas» (en contra de lo previsto en el punto 4 del apartado XVIII de la cacareada Carta de Derechos Digitales).
En la enésima vuelta de tuerca y retorcimiento del Derecho, eso sí, empedrado de buenas palabras («la mejora de la eficiencia interna y la mejora del servicio al contribuyente«) y amparándose en el mantra que justifica cualquier violación de los derechos y libertades de los contribuyentes («la persecución del fraude fiscal«), la Administración tributaria ha impuesto la automatización de una multiplicidad de procesos y trámites administrativos.
El artículo 41 de la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público y el artículo 96 de la Ley 58/2003, de 17 de diciembre, General Tributaria son el fundamento legal que sostiene normativamente las actuaciones administrativas automatizadas.
En concreto, el artículo 41.1 de la Ley 40/2015 define como actuación administrativa automatizada «cualquier acto o actuación realizada íntegramente a través de medios electrónicos por una Administración Pública en el marco de un procedimiento administrativo y en la que no haya intervenido de forma directa un empleado público.»
Es cierto de que la utilización de estas herramientas tecnológicas agiliza y facilita al ciudadano ciertos trámites sencillos, por ejemplo, la obtención de determinados certificados tributarios o la comunicación de determina información básica.
Ahora bien, la pendiente por la que se desliza la Agencia Tributaria sin demasiado pudor ni freno es la extensión de esta automatización de procesos, llegando hasta en procedimientos complejos, como pueden ser ciertos procedimientos de gestión tributaria (artículo 123 de la Ley General Tributaria).
Como es de sobras conocido, la Administración tributaria obtiene datos de diversas fuentes (desde los datos proporcionados por los contribuyentes sobre la base de la abusiva y desproporcionada carga de obligaciones de información hasta la que se obtiene de forma opaca y sin la debida transparencia, haciendo uso de tecnologías de dudosa legalidad). Sea como sea, disponen de un volumen de información y de datos de nuestras rentas, patrimonio, operaciones y relaciones con terceros que, gracias a las técnicas y herramientas avanzadas de análisis de datos, les permite una monitorización y contraste sobre nuestro grado de cumplimiento tributario.
Un indicador de esta peligrosa tendencia es la profusión de requerimientos de información y documentación por parte de la Agencia Tributaria en la que la petición obedece a que «se han detectado ciertas incidencias» o que los datos declarados «no se corresponden con los datos de que dispone la Agencia Tributaria«. Salvo mínimas excepciones, estos requerimientos se han generado automáticamente, sin la más mínima intervención humana, o sea, son producto de algún algoritmo que actúa en el contraste de los datos obtenidos por la AEAT de orígenes y fuentes diversas.
Dejando de lado el debate de si estos requerimientos de datos o documentación son autónomos y no forman parte de un procedimiento de verificación de datos o de comprobación limitada, lo cierto es que, con habitualidad, son el origen o inicio formal de un verdadero procedimiento administrativo. Y, en mi modesta opinión, existen serias dudas sobre la validez legal de estos requerimientos.
Para empezar, la Agencia Tributaria no analiza y valora previamente cuál es el motivo de esas divergencias ni la calidad de los datos de que dispone, por si hubiese alguna potencial explicación o error en la información que fundamenta el requerimiento.
Nótese que el «fundamento» del requerimiento es una eventual discrepancia entre la información de que dispone la Administración tributaria y la información o datos declarados por el contribuyente. Resulta especialmente lesivo y humillante que al contribuyente se le ponga en entredicho, se le induzca a pensar en la comisión de eventuales errores en el cumplimiento de sus obligaciones fiscales sin concreción. De alguna forma, se le traslada una cierta presunción de culpabilidad y no se pone a su disposición, de forma abierta, transparente y directa, los datos o incidencias detectados, de dónde los obtenido, para su verificación o, en su caso, explicación.
Esta práctica administrativa, por más cotidiana que sea, es contraria a los derechos y garantías básicos de los contribuyentes. Esa apelación genérica y estereotipada está vulnerando el deber de motivación de los actos administrativos (regulado en diversos preceptos de la Ley General Tributaria en conexión con el artículo 35 de la Ley 39/2015).
En los procedimientos de verificación de datos, el artículo 132 de la Ley 58/2003 expresamente contempla que se inicie el proceso mediante requerimiento para que el obligado tributario «aclare o justifique la discrepancia observada«. Por lo tanto, la propia norma conmina a que la Administración traslade al contribuyente cuál es la teórica «discrepancia» y ello sólo será posible si la Administración pone a su disposición todos los datos, la información íntegra que contrasta con la declarada.
Ahora bien, esta elusión del deber de motivación y su situación de indefensión no se agota con esta falta de transparencia y detalle de los datos de contraste, sino que, se extiende al elemento esencial que produce el resultado (el requerimiento), el algoritmo y la consiguiente programación.
Tenemos unos inputs o elementos de entrada (datos e información) y unos outputs o resultados de salida (requerimientos, liquidaciones, etc.), sin embargo, debemos fijarnos en el elemento central, el análisis y proceso.
Hasta hace unos años, esta labor de estudio, conexión y procesamiento de datos era realizada por un humano, una persona cualificada, que tomaba decisiones y era la que motivaba y responsable del resultado del acto administrativo. Era conocible e identificable. Tal era así que, en un momento determinado, cualquier ciudadano podía llegar a conocer los criterios (más o menos discutibles) o la justificación que daban origen al acto administrativo.
En cambio, con la automatización, esta labor «inteligente» se ha sustituido por la presunta «inteligencia artificial», una fórmula matemática y/o de programación, los conocidos algoritmos, que absorben la información, la procesan y fundamentan los actos administrativos automatizados.
A día de hoy, la Administración tributaria se resiste a dar transparencia acerca de dichos algoritmos. Esa insistente opacidad y oscuridad son un evidente síntoma del grave deterioro del respeto a los ciudadanos.
Como diversos autores han denunciado esta negativa de la Administración vulnera el deber de la administración (y derecho del ciudadano), en el ámbito digital, de la transparencia (artículo 3.1.c de la Ley 40/2015), entendida ésta, como el derecho y la garantía del contribuyente de verificar que los reglas que se han seguido para tomar una decisión (el acto administrativo) sean comprensibles y conforme al ordenamiento vigente.
Vinculado a este principio, algunos autores (por ejemplo, los profesores Bernardo Olivares y Begoña Pérez Bernabeu) hablan del principio de explicabilidad de los algoritmos, que más allá de que el contribuyente conozca cómo funciona el algoritmo o las reglas de decisiones, tenga acceso y conozca qué datos se han sido considerado en su expediente. Añadiría, además, que deberíamos tener derecho a conocer el origen y cómo se han obtenido esos mismos datos.
Esta exigencia aún debería ser mayor cuando se implementan algunos algoritmos complejos, catalogados de «cajas negras» («black box«), y que están detrás de actos como la elaboración de perfiles de la población (elemento clave para la selección de contribuyentes e iniciación de actuaciones inspectoras), procedimientos de gestión tributaria o de algunos de recaudación (por ejemplo, derivaciones de responsabilidad). Esta falta de transparencia y opacidad de estos procesos, en mi opinión, vulnera también el deber de motivación de los actos administrativos.
Lamentablemente, parte de la doctrina científica, aunque comparte preocupación, justifica una cierta opacidad de la Administración pues, sostienen que, la misma es necesaria para evitar que los contribuyentes conozcan con detalle los datos y las reglas decisorias de la administración, permitiéndoles adaptar su comportamiento y , así, eludir sus obligaciones tributarias (de nuevo, el fraude fiscal como burdo pretexto). Con este argumento, quizás no sean conscientes de que amparan que se mantenga el control de los contribuyentes a costa de una administración tributaria descontrolada.
En mi opinión, la habilitación de actuaciones automatizadas por el artículo 96 de la Ley General Tributaria, en ningún caso, debería ser vista como una simplificación de las exigencias legales y menos aún, en un elemento sustancial para el respeto de los derechos y libertades de los contribuyentes, como es el deber de motivación.
Dejando de lado el debate con el recurso a fórmulas, más o menos estereotipadas, para explicar y fundamentar el acto administrativo resultante, en ciertos procesos administrativos complejos (por ejemplo, ciertos requerimientos de información o el inicio de un proceso de verificación de datos), el contribuyente debería conocer qué algoritmo ha intervenido, cómo funciona, de qué datos ha dispuesto, cómo los ha tratado, cuál y cómo ha sido el procesamiento de los mismos, pues todo ello es lo que ha generado el acto administrativo notificado.
Ante esta pretensión, la Administración se escuda en que estas herramientas o estos procesos sólo sirven de «soporte de la actuación administrativa» y que el firmante, el funcionario competente, hace suyo el contenido y suple la falta de intervención humana, por lo que, de la misma forma que no se pide explicaciones de cómo toma la decisión una persona física, es innecesario abrir la «caja negra».
Podríamos llegar a aceptar este sofisma si al contribuyente se le garantizase el acceso efectivo al firmante del acto administrativo y que éste le diese a conocer el razonamiento o aquellos criterios seguidos respecto de los que trae causa, aparte de los datos y la información (incluyendo fuentes y origen). Es decir, si realmente hace suyos el resultado de la automatización y le han servido de soporte, entonces, el funcionario debería ser capaz de explicarlos e informar al contribuyente.
A este respecto, resulta especialmente llamativo un compromiso expresado por la Agencia Tributaria en su reciente Plan Estratégico para el periodo 2024 a 2027 (ver aquí). En el apartado relativo a los Medios materiales, la AEAT expone su estrategia de «inteligencia artificial» y en sus conclusiones, dice que, «Cabe reseñar que las actuaciones administrativas automatizadas que dicte la Agencia Tributaria no descansarán, en ningún caso, de manera exclusiva en el resultado obtenido de un sistema de IA. En estas situaciones, se garantiza siempre la intervención humana que habrá de supervisar, validar o incluso vetar las opciones que hayan podido ser propuestas por el sistema. En definitiva, todas las decisiones serán adoptadas por personas.»
Nótese que la Administración tributaria no pretende modular la automatización con una mínima intervención humana, al menos en las actuaciones complejas, sino que el factor humano sólo se asegura en el diseño y el desarrollo de los algoritmos (la programación) y, con ello, pretenden que los ciudadanos acabemos controlados y vigilados por las nuevas herramientas tecnológicas, sometidos a un extenuante y permanente control.
Como apunta la AEAT en el citado Plan Estratégico, «La limitación al uso de la IA por parte de la Agencia Tributaria será únicamente la que venga determinada por el marco jurídico-normativo de aplicación en cada momento y por los principios de buen uso de la IA y los valores de la Agencia Tributaria.»
Es decir, que aplicará las nuevas herramientas tecnológicas de forma tan extensa y profusa como pueda siempre que, con ello, no se vulnere la normativa vigente. ¿Y de qué normativa estamos hablando? Pues, más allá de la alusión genérica a los derechos y libertades de los contribuyentes, todo este proceso de desarrollo y utilización de las nuevas tecnologías se está efectuando sin unos límites jurídico-normativos específicos.
Aparte de regulaciones conexas (por ejemplo, la relativa a la protección de datos) y declaraciones sin valor jurídico (Carta de Derechos Digitales), no existe un marco legal al que sujetar la Administración. En este sentido, cobra especial relevancia la reciente Resolución legislativa del Parlamento Europeo, de 13 de marzo de 2024, sobre la propuesta de Reglamento del Parlamento Europeo y del Consejo por el que se establecen normas armonizadas en materia de inteligencia artificial (Ley de Inteligencia Artificial), pendiente aún de aprobación definitiva y entrada en vigor. No obstante, la norma contempla cierta flexibilización para que los Estados y Administraciones puedan aplicar las herramientas de IA por razones de «seguridad nacional».
En definitiva, como he intentado plantear, la transformación tecnológica y digital de la Administración, en general, y de la Agencia Tributaria, en particular, con algunos pretextos (COVID-19 o el fraude fiscal), sirven de coartada para una transformación silenciosa y vertiginosa de las relaciones entre las Administraciones y los teóricos ciudadanos.
Ya de por sí son graves los procedimientos de liquidación e inspección sin intervención humana, pero más graves son los automatismos de sanción, que en la mayoría de las ocasiones los TEA anulan con la famosa frase: “se limita al empleo de fórmulas genéricas o estereotipadas”, etc. En fin, los automatismos hacen cada día más vulnerable al contribuyente, que acaba aceptando con resignación franciscana las tropelías de la AEAT que denuncias en tu excelente artículo.
Hacienda es totalmente prepotente. Gracias por elevar esa voz en defensa del pobre contribuyente que no tiene màs remedio que pagar para poder seguir adelante.
España es totalmente una inquisicion fiscal.