Las amistades (nada) peligrosas. Libro V. Sobre la responsabilidad tributaria y el fraude de acreedores: el artículo 42.2 a) de la LGT y la prescripción

Tormentoso del Manzanares
29 de mayo de 2023

            Mi querido M. de Valmonte:

            Os escribo a la vuelta de un nuevo congreso de la AEDAF, que este año tuvo lugar en una ciudad famosa, entre otras muchas razones, por ser lugar de leyendas, sortilegios y misterios de todo tipo: Toledo. Fijaos, mi buen amigo, si no será merecida esa fama, que despreocupada fui y atormentada vuelvo, aquejada de un mal que me consume y que ni siquiera en el reposo de la noche me permite descansar…

            Vos sabéis, porque nuestra amistad viene de aquellos tiempos en los que Bécquer me entusiasmaba, que siempre tuve cierta querencia por el derecho civil. Nunca llegué a creerme del todo eso que decimos los fiscalistas de que son la muerte y los impuestos las dos únicas verdades ciertas en este mundo, pues la verdad más cierta de todas no es la muerte sino la vida y ¿no es la vida acaso el objeto del derecho civil? Siempre profesé, además, una gran admiración al sentido común y la lógica de las disposiciones que lo articulan, y esa admiración fue con el tiempo tornándose en verdadera fe. Pero ahora…, con  las cosas que he oído en ese concilio toledano… ¡ah, mon ami! Me pregunto si esa vieja querencia mía no habrá sido fruto del embrujo de viejas leyendas, pues mi fe se tambalea, llenándome de desazón.    

            Lo que he oído —os lo desvelo ya— es que el fraude de acreedores es imprescriptible en el ámbito civil pues, según se razonó, ese fraude teñiría de ilicitud la causa del contrato, haciéndolo incurrir en un vicio de nulidad cuya declaración podría procurarse al amparo de una acción no sujeta a plazo de prescripción alguno. Yo siempre pensé que el remedio a disposición del acreedor civil para conservar la garantía patrimonial de su deudor —para dejar inermes los negocios realizados en daño de su derecho, por muy válidos que hubieran podido nacer al mundo jurídico— consistía en la acción conocida indistintamente como revocatoria, o rescisoria, o pauliana, que viene regulada en el artículo 1291.3 de nuestro Código Civil y que tiene un plazo —de caducidad y no de prescripción— de solo cuatro años.  

            Hete aquí, pues, la cuita que hace peligrar mi fe: si frente a todo fraude de acreedores cabe instar sine die la nulidad del contrato, ¿qué sentido y utilidad tiene la acción rescisoria o pauliana?, ¿qué sentido tiene que el ordenamiento disponga un remedio específico, y comedido, para el fraude de acreedores si admite que quepa reaccionar frente a él mediante el instrumento general, y quizá excesivo, que existe para los actos aquejados de nulidad?

            Dada la intensidad con la que en vuestro retiro os dedicáis al sabio dolce far niente, temo volver a imponeos una correspondencia para la que quizá no tengáis tiempo y que pudiera llegar a ser onerosa para vos. Pero os ruego, os suplico —¡os ordeno si es menester!— que emprendáis el viaje intelectual hasta donde preciséis en busca de respuesta para mi cuita, y que retornéis presto con ella para devolver la estabilidad perdida a los cimientos de mi fe.

            No os demoréis, querido amigo, que ya sabéis que en momentos de zozobra la impaciencia me corroe.

Vuestra,
Mme. Marínteuilll

PS. Os envío una foto que saqué en Toledo y que me trajo el recuerdo de esos tiempos poéticos de nuestra más tierna juventud.

 

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Serenísima de la Sierra
1 de junio de 2023

            Querida y atormentada señora:

            Si en un concilio tributario habéis tratado del fraude de acreedores, no abrigo duda de que el tema debatido guardaba relación con esa letra a) del artículo 42.2 de la Ley General Tributaria, que tipifica la responsabilidad solidaria de quien cause o colabore en la ocultación o transmisión de bienes o derechos del deudor tributario para impedir la actuación administrativa, y que limita el alcance de esa responsabilidad al valor de esos bienes o derechos del deudor tributario que se hubieran podido embargar o enajenar con la acción de la Administración.

            Os presumo muy al corriente de los diversos debates que procura el precepto, empezando por el de su misma naturaleza, como las recientes sentencias de la Sala Tercera de nuestro Tribunal Supremo del pasado 28 de abril de 2023 (en recursos 546/2021 y 72/2021) han venido a constatar.

          Lo cierto es que el fraude de acreedores es objeto de atención en diversos órdenes jurídicos: el penal, el civil, y también —¡cómo no!— el tributario. En cumplimiento de vuestros deseos me centro ahora en el civil, pero habéis de saber, mi querida señora, que no tuve que trasponer al Monte de las Ánimas, ni batirme en duelo ante el Cristo de la Calavera, ni robar una ajorca de oro a una virgen patrona, para hallar la respuesta a vuestra cuita: me bastó una visita al CENDOJ para descubrirla en la Sentencia de la Sala Primera de nuestro Tribunal Supremo n.º 575/2015, de 3 de noviembre de 2015. Os remito, mi buena amiga, a su lectura y os resumo seguidamente lo más relevante de ella.

            Si bien esta sentencia reconoce —como os temíais— que el fraude de acreedores puede servir de fundamento de diversas acciones en el orden civil, niega que puedan confluir todas ellas en un mismo supuesto de hecho, pues —y cito de su fundamento noveno— “dependiendo de la concurrencia de diferentes requisitos y de la naturaleza de ese «fraude de acreedores», podrán ejercitarse unas u otras, o hacerse alternativamente para el caso de que no resultara suficientemente acreditada la concurrencia de los requisitos más estrictos exigidos en una determinada acción respecto de los exigidos en otra”.

           Son tres las acciones que menciona esta sentencia y que paso a relatar. [Todos los entrecomillados, mi señora, son citas textuales de ella].   

          La primera acción, de nulidad por inexistencia del negocio jurídico (por simulación absoluta), se ejercita “cuando existe una mera apariencia negocial”; esto es, cuando las partes “intentan encubrir con la celebración ficticia del negocio la persistencia de la situación anteriormente existente, de modo que tratándose de un negocio traslativo, no se produzca (ni haya propósito de que ello acontezca) la traslación patrimonial ni la realización de la contraprestación” propias del negocio jurídico. Esta acción “es imprescriptible, pues se trata de una nulidad ipso iure [por virtud del Derecho, por determinación de la ley], insubsanable y con efectos erga omnes [frente a todos]”. La posibilidad de ejercicio de esta acción se ha reconocido, entre otras, en las sentencias de la Sala Primera de 23 octubre de 1992, de 21 de enero de 2003 y 24 de abril de 2013.

          La segunda acción, de nulidad por causa ilícita del negocio jurídico, se ejercita, no en casos de simulación o mera apariencia negocial —pues, afirma el Tribunal Supremo, en este caso “las obligaciones contraídas por las partes y la voluntad de contraerlas son reales”—, sino cuando el fraude “es el propósito perseguido por ambas partes que justifica la celebración del negocio”. Y es que, como recuerda esta sentencia, si bien la causa del negocio coincide, como regla general, con “la función económico-social que justifica que un determinado negocio jurídico reciba la tutela y protección del ordenamiento jurídico”, y que es idéntica para “cada tipo de negocio jurídico”, la jurisprudencia admite también, como regla especial, que el propósito ilícito buscado por ambas partes pueda ser elevado “a la categoría de causa ilícita determinante de la nulidad del contrato conforme al art. 1275 del Código Civil”. Se citan así las sentencias de 20 de julio de 2006, 19 de febrero de 2009 u 8 de abril de 2013. Ahora bien, para que exista esa incorporación de los motivos a la causa, se exige que el propósito ilícito “venga perseguido por ambas partes (o buscado por una y conocido y aceptado por la otra) y trascienda el acto jurídico como elemento determinante de la declaración de voluntad en concepto de móvil impulsivo”. Esto es, tiene que haber una actuación dolosa o claramente intencional en ambas partes para que esta acción de nulidad por causa ilícita pueda ser ejercitada.

          La tercera y última acción, la rescisoria o pauliana que mencionabais en vuestra misiva, se ejercita no ante un contrato que es nulo por inexistencia o por ilicitud de la causa, sino ante un contrato que, siendo perfectamente válido, tiene por consecuencia el fraude de acreedores. En este caso, nos dice la Sentencia, “la defraudación que comete el deudor al disponer de sus bienes en perjuicio de sus acreedores no tiene por qué ser dolosa o intencional, bastando para el éxito de la acción rescisoria que se produzca el perjuicio por mera negligencia o impremeditadamente, sin que se precise un «animus nocendi» o de perjudicar a los acreedores”. Por tanto, la exigencia del «consilium fraudis», que sí parecería necesaria en la nulidad por causa ilícita, o en la nulidad por inexistencia de causa, se ve flexibilizada cuando se trata de la acción rescisoria por fraude de acreedores en el sentido de que no se requiere malicia en el vendedor, ni intención de causar perjuicio en el adquirente, bastando la mera conciencia —«scientia fraudis»— de que se pueda ocasionar dicho daño o perjuicio a los intereses económicos de la parte acreedora. El elemento central de esta acción pasa a ser el daño, consistente en el perjuicio del acreedor derivado de la minoración de la solvencia del deudor que le impide cobrar lo que éste le debe.

            Cada acción civil, por tanto, tiene sus propios presupuestos aplicativos: no son intercambiables. Esta delimitación conceptual ya debería, mi señora, reponer vuestra fe en el derecho civil. Dudo que baste para reponer el sosiego de vuestro espíritu porque algo os conozco, querida amiga, y sé que mi pequeña glosa os dará que pensar.

            En todo caso, sabiendo como sabéis la alegría que me da recibir noticias vuestras, aunque sean cuatro líneas mal garabateadas, no temáis hacerme partícipe de ulteriores desasosiegos… aunque desemboquen en nuevas tiranías intelectuales de las que hacerme objeto. Lo prefiero mil veces a vuestro silencio epistolar.

            Vuestro fiel servidor,
M. de Valmonte

 

 

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Tormentoso del Manzanares
5 de junio de 2023

            Paciente y fiel amigo mío:

            Esa delimitación conceptual que hallasteis en el orden civil entre inexistencia e ilicitud de la causa me ha traído ecos de tiempos pasados, cuando nuestra correspondencia versaba sobre aquel otro tema, siempre tan controvertido, que es el de la lícita planificación fiscal y sus límites en el ordenamiento tributario. ¿No creéis que una delimitación conceptual equivalente permitiría distinguir, de forma nítida, entre la simulación, por un lado, y el fraude o abuso en materia tributaria, por otro; esto es, entre los artículos 16 y 15 de nuestra Ley General Tributaria? Yo creo —ya lo sabéis bien vos— que sí.

            Pero en esta correspondencia estamos a otra cosa y vuestra glosa me lleva a plantear otras cuestiones relacionadas con ella. ¿Creéis vos que el presupuesto de esa letra a) del 42.2 engloba las tres acciones civiles que me comentabais o solo alguna de ellas? Y, a identidad de presupuesto de hecho entre la acción civil y la administrativa, ¿pensáis vos que debe admitirse el ejercicio de ambas por la Administración tributaria?; en concreto, ¿creéis vos que podría la Administración aprovechar la imprescriptibilidad de la acción de nulidad para reclamar en el orden civil algo que le quedó vedado por prescripción en el orden administrativo? Y, sobre todo, ¿qué pensáis vos de la posibilidad de postular para el ámbito tributario la misma regla de imprescriptibilidad que para ciertos fraudes de acreedores se aplica en el orden civil?

            Os interpelo sobre todo esto ya que parecéis disfrutar del entretenimiento neuronal que mis tiranías intelectuales os proporcionan. Sarna con gusto, querido…, ya sabéis.

            Quedaré atenta de nuevo a vuestras reflexiones, pues sois para mí el hilo de luz que en haces mis pensamientos ata y el armonioso ritmo que con cadencia y número mis fugitivas ideas encierra en el compás.

            Siempre agradecida,
vuestra Mme. Marínteuill

 

 

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Tormentoso del Manzanares
8 de junio de 2023

            Mi pequeña inquisidora:

            Temo, querida mía, que mi capacidad para ordenar el caos de tanta pregunta vuestra sin respuesta es más limitada de lo que esperáis, pero como este dolce far niente sería muy aburrido sin vos, haré lo posible para que mi razón esté a la altura de vuestra inspiración y pueda la fiebre de vuestras angustias intelectuales encontrar dónde apagar su sed.

            En mi opinión, el presupuesto de hecho del artículo 42.2 a) de la Ley General Tributaria no coincide plenamente con el de las acciones civiles comentadas, resultando en algunos aspectos más restrictivo y presentando en otros, en cambio, mayor expansión.

            En cuanto al factor restrictivo, la norma tributaria exige que los actos de transmisión u ocultación de los bienes o derechos del deudor se realicen “con la finalidad de impedir la actuación administrativa”. Este elemento volitivo, claramente intencional, apunta a la existencia de dolo en la conducta tipificada en el precepto controvertido y así lo han entendido, a mi juicio muy certeramente, algunas sentencias de la Sala Tercera (por ejemplo, la reciente de 22 de febrero de 2023, rec. 3005/2021). Siendo así, parecería que el supuesto de hecho de la responsabilidad tributaria de este precepto —42.2, letra a)— cubre el de las acciones civiles por nulidad del negocio jurídico, bien por inexistencia o por la ilicitud de la causa. Parece tratarse de un fraude acreedores grave, que probablemente podría también llevar al ejercicio de acciones en el orden penal. En cambio, no parece que el orden administrativo haya articulado un cauce legal para que la Administración pueda, con sus privilegios de autotutela declarativa y ejecutiva, reclamar a quien adquiere del deudor tributario por razones distintas de la finalidad de perjudicar la acción administrativa —sin ese elemento doloso o claramente intencional—, aunque esa adquisición resulte dañina al crédito tributario. Esto es, no parece que el supuesto de hecho de la responsabilidad tributaria tipificada en este precepto cubra el de la acción pauliana.

            En cuanto al factor expansivo, la norma tributaria se dirige frente a quien causa o colabora en la ocultación o transmisión de bienes o derechos del deudor tributario, y no necesariamente frente a la contraparte del deudor tributario en los negocios con los que se transmiten u ocultan sus bienes o derechos. Por ello, dudo que ese “causante” o “colaborador” no contraparte tuviera legitimación pasiva en las acciones civiles que permiten reaccionar frente al fraude de acreedores, y tengo la intuición, querida amiga, que la acción civil para dirigirse contra él podría llegar a ser otra totalmente distinta de las tres que ya hemos comentado. En concreto, me parece que algunas declaraciones de responsabilidad que hemos visto realizar a la Administración tributaria al amparo del artículo 42.2 a) de la Ley General Tributaria tendrían su contrapartida civil en la acción aquiliana del artículo 1902 de nuestro Código Civil para exigir la responsabilidad civil extracontractual por daños. Y esta,  como bien sabéis, tiene un plazo de ejercicio de solo un año.  

        Dicho esto, la verdad es que no encuentro ninguna objeción seria a que la Administración tributaria, como cualquier otro acreedor, como cualquier persona jurídica titular de derechos y obligaciones, pueda ejercitar en el ámbito civil las acciones que tenga a su disposición en defensa de su crédito cuando resultan infructuosas las que el ordenamiento tributario le ofrece. Me consta, además, que esta posibilidad ha sido reconocida por la Sala Primera del Tribunal Supremo en su Sentencia de 24 de abril de 2013 (en recurso 2108/2010).

            Sí me parece objetable, en cambio, que la Administración pretenda ejercitar al amparo de sus potestades de autotutela declarativa y ejecutiva acciones para las que carece de cauce en la ley tributaria, por más que constituyan el presupuesto de una acción civil. Por otro lado, el hecho de que los actos administrativos adoptados al amparo de esos privilegios de autotutela carezcan del don de la infalibilidad —por mucha presunción de validez que se les atribuya— me hace también recelar de la posibilidad de que las acciones que sí concede la ley tributaria a la Administración pudieran ejercitarse sine die; de que resulte admisible otorgar a la Administración una potestad imprescriptible para someter el patrimonio de alguien —que no tiene por qué ser titular de la capacidad económica gravada— al yugo inmediato de su acción ejecutiva sobre la base del solo juicio de la propia Administración, aunque tal juicio quede luego sujeto a revisión jurisdiccional. Supongo que fue esa la razón que llevó al Tribunal de Justicia de la Unión Europea a afirmar, en su sentencia de 27 de enero de 2022, que «la exigencia fundamental de la seguridad jurídica se opone, en principio, a que las autoridades públicas puedan hacer uso indefinidamente de sus competencias para poner fin a una situación ilegal». 

           Y hasta aquí llego, querida amiga. Como veis, todo más reflexiones propias que respuestas certeras. No seáis cruel con las limitaciones de vuestro servidor, y mostradle un poco de compasión.

Un saludo afectuoso,
M. de Valmonte

 

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Tormentoso del Manzanares
11 de junio de 2023

            Querido amigo:

            ¡Cuánto os agradezco los ratos de reflexión que me brindáis!

            Muy interesante me ha parecido la última de vuestras apreciaciones pues en el concilio toledano se trató específicamente de los efectos de esa Sentencia de la Sala Tercera del pasado 14 de octubre de 2022 que tan felices nos hizo, por juzgarla ambos acertadísima en su interpretación del artículo 68.8 de la Ley General Tributaria: que cuando la ley dice que “interrumpido el plazo de prescripción para un obligado tributario, dicho efecto se extiende a todos los demás obligados, incluidos los responsables”, debe entenderse que se refiere a los responsables declarados como tales, pues antes no son, en puridad, obligados tributarios.

         Parece que esa felicidad y juicio nuestros no son compartidos por todo el mundo pues se dijo así en Toledo, si no recuerdo mal, que la ley es clara en su literalidad y no admite —dura lex, sed lex— interpretaciones correctoras: que los responsables también son obligados tributarios desde el mismo momento en que realizan el presupuesto de hecho de la norma que establece su responsabilidad, y que a ellos también les debería afectar, por tanto, la interrupción de la prescripción por acciones que puedan haberse ejercitado frente a otro obligado tributario.

            Cierto es que la preocupación por la interpretación que había acogido el Tribunal Supremo se justificó en las especiales dificultades que puede tener la Administración para reaccionar frente a algunas operaciones de fraude recaudatorio de especial complejidad pero… me encantaría conocer vuestra opinión. ¿Pensáis verdaderamente que la literalidad de ese 68.8 no acoge la interpretación postulada en la Sentencia origen de nuestra felicidad?

            Espero con ansia vuestra respuesta.

            Agradecida siempre,
Mme. Marínteuill

 

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Serenísima de la Sierra,
14 de junio de 2023

           Oh, la la, ma chérie!

            Mucha debe ser vuestra querencia por el derecho civil, o muy estoica os habéis vuelto ya, para que hayáis relegado eso que me contáis ahora, en vuestra última misiva, sin previa recaída en uno de vuestros frecuentes soponcios tributarios. Os veo, mi señora, desafiante como una alta torre frente a los huracanes que asolan nuestra disciplina y firme como la enhiesta roca ante el vaivén devastador de este oleaje tributario sin fin… ¡Qué orgulloso me siento de vos!

            Mi parecer, puesto que lo solicitáis, es que los responsables solo son obligados tributarios, solo tienen a su cargo una obligación de dar o hacer, cuando son declarados como tales. No es la ley tributaria quien impone directamente a los responsables el cumplimiento de un deber —a diferencia de lo sí sucede con los contribuyentes, los sustitutos, los retenedores, o los sucesores—, sino que el nacimiento de ese deber exige una previa declaración administrativa de que ha tenido lugar el presupuesto de hecho de la norma que establece su responsabilidad. No me parece, por tanto, que la interpretación contenida en la Sentencia del pasado 14 de octubre de 2022 violente ninguna literalidad.

         Su interpretación, además, es perfectamente coherente con lo que en el ámbito civil se ha entendido, verbigracia en sentencias de la Sala Primera de 18 de julio de 2011 y 20 de mayo de 2008, para situaciones análogas. Así, si bien el artículo 1974 del Código Civil dispone que “la interrupción de la prescripción de acciones en las obligaciones solidarias aprovecha o perjudica por igual a todos los acreedores y deudores”, la Sala Primera del Tribunal Supremo ha sostenido que este efecto interruptivo solo resulta aplicable a lo que denomina “solidaridad propia” —aquella en la que la obligación, el deber de dar o de hacer, surge directamente de la ley o de un contrato— y lo ha negado, en cambio, para la “solidaridad impropia”, en la que ese deber de dar o de hacer surge de una declaración —que en el ámbito civil es de naturaleza judicial— de que el presupuesto previsto en una norma ha tenido lugar. Pues bien, entre los casos paradigmáticos de esa “solidaridad impropia”, a los que no resulta aplicable el 1974 del Código Civil, se encuentran los que atañen a los diversos responsables o intervinientes en la causación de un daño extracontractual. ¿Y no son acaso éstos los supuestos tipificados en la ley tributaria como de responsabilidad? ¿No exige esa misma ley tributaria la declaración, mediante acto administrativo, de que ese supuesto tipificado en la ley ha tenido lugar para que surja el deber de pagar del responsable, del mismo modo que la ley civil exige la declaración, mediante sentencia judicial, de que alguien, por acción u omisión culposa o negligente, ha causado un daño para que ese alguien quede obligado a reparar el daño causado?

            En mi opinión muy personal, querida amiga, son razones de seguridad jurídica las que avalan estas distinciones (en el orden civil entre solidaridad propia e impropia; en el orden tributario entre obligados cuyos deberes surgen directamente de la ley y aquellos que exigen un acto administrativo de declaración) pues las normas reguladoras de una institución como la prescripción, puesta al servicio de la seguridad jurídica para proteger al deudor de reclamaciones intempestivas, no pueden recibir una interpretación que produzca resultados opuestos a su propia razón de ser. Cuando la obligación surge directamente de la ley o del contrato, el deudor sabe que lo es, que su deber existe y que es cierto, de forma que la acción que reclama su cumplimiento no puede pillarle por sorpresa. Por el contrario, cuando la obligación exige un acto declarativo previo (judicial o administrativo), la obligación es contingente y no cierta, y el deudor no puede saber que lo es antes de que se lo declare como tal, por la sencilla razón de que su deber surge con tal declaración. La distinción a efectos de prescripción tiene, por tanto, toda razón de ser, tanto en el ámbito civil entre solidaridad propia e impropia, como en el ámbito tributario entre obligados tributarios y responsables sujetos a declaración de responsabilidad.

            Y esta es mi opinión, mi señora, para lo que os pueda valer.

Un fuerte abrazo,
M. de Valmonte

 

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Tormentoso del Manzanares,
18 de junio de 2023

            Querido amigo:
          Entiendo entonces que, en la interpretación que a vos y a mí nos parece correcta, sí serían obligados tributarios sujetos a lo dispuesto en el artículo 68.8 de la Ley General Tributaria aquellos responsables para los que no se exige un acto previo de declaración de responsabilidad. Por ejemplo, cuando se trata de responsables solidarios por formar parte de un grupo de IVA (según criterio de la sentencia de la Sala Tercera de 17 de marzo de 2021), o de un grupo de consolidación fiscal en el Impuesto sobre Sociedades (según la resolución del Tribunal Económico-Administrativo Central de 19 de enero de 2023), en los que la responsabilidad de las entidades del grupo tiene origen directo en la ley pues su pertenencia al grupo parece un hecho cierto que no exige ningún juicio jurídico para su apreciación. 

            Sea como fuere, el caso es que lo que decís me suena muy sensato. Sobre todo porque la interpretación que se haga del artículo 68.8 de la Ley General Tributaria deberá extenderse a todos los supuestos de responsabilidad, y no solo a este precepto dedicado al fraude de acreedores del que se trató en mi concilio toledano. Y como ya tuvimos ocasión de reflexionar a la vuelta de otro congreso tributario de la AEDAF —¡un año hace ya!—, para otros supuestos de responsabilidad tributaria, como el previsto para quienes colaboran en la comisión de una infracción tributaria en el articulo 42.1 a) de la Ley General Tributaria, la interpretación que sostiene la sentencia del pasado 14 de octubre de 2022 es la única que resulta compatible con principios y derechos de orden superior, como es el artículo 6 de la Convención Europea de Derechos Humanos.

            Volvemos pues a la cuestión de la que tratábamos hace un año… ¡La vida, y su avance inexorable en forma de espiral! No abrigo la menor duda, pues, de que volverán nuestras epístolas de este tema, las cuitas más oscuras a tratar, y de que, otra vez, con el alma en vilo, en petición de vuestro auxilio esta amiga acudirá.

            Hasta que llegue ese reencuentro epistolar, saboread como sólo vos sabéis de ese aburrido dolce far niente vuestro… ¡Envidia que me dais!

     Un fuerte y agradecido abrazo,
Mme. Marínteuill

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