Poco a poco -tan lenta como inexorablemente- se va aproximando el final de la temporada; ésta que viene marcada por el 31 de julio o, si se prefiere, por los primeros días de agosto, si es que algún asunto nos mantiene entretenidos hasta fechas tan avanzadas.
La experiencia -ése fenómeno paranormal que nuestros hijos adolescentes creen que no existe- nos enseña que en la primera quincena de julio (de modo análogo a lo que sucede en los primeros días de diciembre) es de lo más habitual que surja el típico asunto que, sí o sí, requiere toda nuestra atención, pues debe zanjarse inexorablemente antes del lapsus agostí. Sin embargo, los hechos demuestran un año -y otro- que ese tema tan urgente e importante, llega el día del Pilar y sigue por ahí, enredando, ya algo rancio y sin seducirnos tanto como lo parecía en aquellos días estivales.
Sea como fuere, lo cierto es que a estas alturas del curso, el cansancio, la saturación, el hastío ya va haciendo mella en nuestro ánimo, demandando el tan ansiado descanso que no acaba de llegar. Es evidente que en una elevada dosis no es más que un mero efecto psicológico: si desde un principio supiéramos que nuestras vacaciones no llegan hasta -por ejemplo- mediados de septiembre, esa ansiedad por la desconexión asomaría en el horizonte mucho después… Es, pues, una mera cuestión de expectativas, de ritmo, de calendario.
Pero, en cualquier caso, lo cierto es que la saturación está ahí; no se puede negar. Y aparece bajo múltiples formas. En mi caso, en estos últimos días está adquiriendo un aspecto líquido –«be water, my friend»-, como que todo es posible, que cualquier cosa es factible. Supongo que es fruto de tantos meses y de tantos asuntos superpuestos: que si la disolución de CBs -¡toma sudoku!-; que si la confianza legítima -¿se han leído la RTEAC del pasado 25/4 (3146/2022)?-; que si las nuevas y del todo abracadabrantes autoliquidaciones rectificativas (ex Ley 13/2023) de las que la mismísima AEAT afirma que «una vez presentadas, se darán por rectificados los errores cometidos sin necesidad de tramitar un procedimiento» (¿perdón?) y, no se vayan todavía que aún hay más, «solo -sin tilde- en algunos casos, si se detectan riesgos más complejos -¿y eso qué es lo que es?-, la autoliquidación rectificativa se someterá a controles más exhaustivos, pudiéndose iniciar un procedimiento de comprobación o investigación» -¡uy, uy, uy…! de ahí a la sanción hay solo un Telediario, ¿no?; avisados quedan…-; que si las omnipresentes derivaciones de responsabilidad, cada una de su propio pelaje y condición… ¿Qué quieren que les diga? Pues que son muchas -demasiadas- cosas…
Hace ya más de tres décadas que ejerzo como abogado tributarista, y creo que pocas veces como ahora tengo esa clara sensación de que nada es seguro, todo es maleable, interpretable, adaptable, discutible, argumentable… «Sólo sé que no sé nada». Es bien sabido que de los abogados siempre se ha dicho que somos tan capaces de sostener una postura como la contraria; debe de ser un gen mercenario que llevamos dentro. Pero una cosa es la infinita capacidad dialéctica y otra -muy distinta- que estemos instalados en la más absoluta inseguridad jurídica.
Si ya la mismísima Presidente de la Asociación de Inspectores de Hacienda del Estado (IHE), Ana de la Herrán, afirma que «necesitamos un sistema tributario más estable, más seguro y lo más simplificado posible» (Expansión, 19/6/2023) es que las cosas deben de estar ya realmente mal; pues si hasta en el «lado oscuro» -o en el de «la luz»; a según- comparten ese quejío, el último, ya si eso, que apague la luz.
En estos últimos días he tenido un episodio que, en última instancia, es el que alumbra esta reflexión: por primera vez en mi carrera profesional me veo en la tesitura de estar evaluando -creo que con cierta base- la idoneidad de desistir de un pleito. Pero no tanto por entender que no tenga opciones reales de resultar exitoso (es más, creo que es factible ganarlo), como por el temor fundado de que -incluso ganándolo- pueda generar unos perniciosos efectos colaterales en otro litigio que, en paralelo, se suscita respecto a ese mismo contribuyente. ¿Cómo hemos podido llegar a este punto de degradación? ¿Cómo es posible que no haya apenas nada firme donde agarrarnos? Y, sobre todo, ¿cómo explicar -y, más aún, convencer- a los clientes de que así son las cosas?
No sé Ustedes: yo, en mi próxima vida, me pido ser sexador de pollos (o, en su defecto, tornero fresador).
#ciudadaNOsúbdito