Un país de cartón piedra

Aclaración preliminar (y, quizá, innecesaria): la foto que preside este post no tiene relación alguna con el asunto aquí abordado. Simplemente, es el cartel que durante un curso universitario vistió una de las paredes de mi habitación del salmantino Colegio Mayor y que, ahora reencontrado, me gusta todavía más; quizá porque, casi tres décadas después, cobra aún mayor atractivo al ser un desafío a este mundo no binario, líquido, resiliente, circular, sostenible y, por supuesto, nada heteropatriarcal.

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Tal y como reza el frontispicio de esta bitácora, éste es un hábitat donde se abordan temas atinentes a “la fiscalidad, el Derecho, la Economía en general, la práctica profesional y algunas reflexiones más”. No añadiría ni quitaría nada a esa magistral selección de temas realizada hace ya 12 años por mis apreciados Emilio y Esaú (tanto monta, monta tanto).

De ese índice, creo que uno de los asuntos que apenas he abordado en mis posts es el relativo a la “práctica profesional” (y si se me apura, y por extensión, a “algunas reflexiones más”); y a ello voy, precisamente, aquí.

Verán, hace ya algo más de un año, un abogado (como yo, aunque siempre he rehusado -quizá por mi aversión al carácter gregario- el término “compañero”), para mí hasta entonces un absoluto desconocido, contactó conmigo para recabar mi posible colaboración profesional: un cliente suyo tenía necesidad de un asesoramiento tributario y alguien le referenció mi nombre (después supe que había sido un notario; todo mi agradecimiento -por supuesto- a él).

Desde un principio, lógicamente, procuré que se me detallaran los concretos aspectos del caso para poder focalizar mi atención en ellos; pero lo cierto es que todo quedó postpuesto a una reunión a la que se me convocaba en una ciudad distinta a la mía. Así las cosas, y siempre teniendo como único interlocutor al abogado en cuestión (no tuve contacto alguno con su cliente hasta la reunión de marras), le hice saber que mi desplazamiento hasta allí y mi asistencia a la reunión supondría que, si finalmente no se contrataban mis servicios, tendría un coste de 500€ (gastos + honorarios). Al fin y al cabo, mi día, de un modo u otro, ya quedaba hipotecado por aquel compromiso; uno ya va teniendo una edad; una agenda algo complicada y no trabajo en una ONG… Habiéndose aceptado expresa y fehacientemente ese planteamiento por el letrado, la prevista reunión finalmente se celebró.

Retornado a mi despacho, preparé y envié un presupuesto de honorarios, quedando a la espera de la respuesta; respuesta que -ni del abogado, ni de su cliente- nunca recibí. Así pues, transcurrido un tiempo prudencial (varias semanas) sin noticia alguna, y mediando el anuncio de que, conforme a lo previamente acordado, emitiría una factura por 500€, así lo hice y la envié a su cliente.

Pasados tres meses desde la emisión de la factura (y mediando un burofax reclamando su pago) sin que ésta se abonara, presenté -en paralelo a la reclamación judicial del pago que, tiempo después, concluyó satisfactoriamente- una denuncia ante el correspondiente Colegio de Abogados por lo que yo interpreto como una infracción deontológica grave: “el incumplimiento de los compromisos formalizados entre compañeros (sic) en el ejercicio de sus funciones profesionales” (artículo 125.a.ii. Estatuto General de la Abogacía Española; RD 135/2021, de 2/3).

Desde entonces (y ya anticipo que el tiempo transcurrido es el de un embarazo ya a término), la única noticia que tuve de tal institución colegial -al margen de una siniestra llamada telefónica en la que, alguien que se identificó como Secretario Técnico, me inquirió acerca de cuál era mi pretensión que, como le aclaré, no era otra que la incoación del pertinente expediente disciplinario para imponer el consiguiente correctivo- fue un requerimiento mediante el que, previa recalificación unilateral de mi denuncia a una solicitud de “mediación colegial”, se me instaba a aportar documentación (toda ella ya referenciada en mi denuncia, formulada cinco -¡¡¡cinco!!!- meses antes). Huelga decir que atendí con extrema celeridad aquel requerimiento: apenas dos días después ya había enviado mi diligente respuesta.

De eso hace ya cuatro -¡¡¡cuatro!!!- meses; después, silencio absoluto o, si lo prefieren, el ruido de los grillos.

Queda por añadir, para ser fidedigno con el completo relato de los hechos, que desde la presentación de mi denuncia han sido ya cuatro las ocasiones en las que me dirigí a ese Colegio instándole a impulsar el procedimiento y a darme puntual cuenta de ello. Todo inútil: su única reacción, el ya mencionado requerimiento y su persistente silencio (grillos).

Ante este panorama, poco antes del otoño, presenté ante el Consejo Autonómico de la Abogacía (confieso que desconocía la existencia de este órgano) una queja; ésta ya no contra el letrado sino contra el propio Colegio de Abogados por su persistente dejación de funciones. ¿Y saben lo peor? Que el propio Consejo Autonómico, desde entonces -¡¡¡otros cuatro meses!!!- tampoco ha hecho nada más que acusar recibo de mi queja… Así las cosas, ahora, ¿a quién reclamo? No me lo digan que ya me lo sé: ¡al maestro armero!

En este mismo blog, en alguna ocasión, ya he confesado el profundo enamoramiento (profesional, que nadie se rasgue -al menos, no todavía- las vestiduras) que le profeso a la Asociación Española de Asesores Fiscales (AEDAF) y, por el contrario, mi convencida desafección con mi colegio profesional, que no es otro que un Colegio de Abogados -distinto al destinatario de mi denuncia y objeto de mi queja; ¡anda! ¿a ver si ésa va a ser la clave de esa inacción? Mira por dónde…- del que apenas he recibido nada en mis ya largos años de adscripción -¡obligatoria, claro!- al mismo.

Y ahí es donde quería llegar: tengo la firme convicción de que vivimos en un país trufado de instituciones y de organismos que, tras su pompa y boato, cuando se las pone a prueba, en el fondo, apenas dan la talla. Bajo su protocolaria apariencia sacerdotal parece habitar poco menos que la nada; en el específico caso de no pocos Colegios (me refiero, obviamente, a aquellos cuya pertenencia es requisito sine qua non para el ejercicio profesional) un mero remake de los medievales gremios, haciendo piña mirándose el ombligo: uno paga y paga coercitivamente durante años impuestos (o cuotas en Colegios de obligatoria adscripción; que me da igual, que me da lo mismo) y, cuando se le presenta la oportunidad de acudir a esa institución pública o pseudopública para que le preste un servicio -¡qué osadía! ¡habráse visto! ¡viene a pedir algo!-, resulta que tras esa fachada tan rimbombante plagada de luces de colores, en muchas ocasiones -no en todas, pues hay muy meritorias organizaciones- no hay nada, el vacío. Entendiéndose por nada que la petición se desatiende, no se responde, se dan largas, excusas de mal pagador… Sobre todo si la pretensión que uno plantea, de atenderla, pudiera llegar a perjudicar a ¡un compañero!…, que, al fin y al cabo, es “uno de los nuestros”; y ahí nos encontramos con la arrolladora fuerza de la sensación de pertenencia a la tribu (ya saben aquello de Roosevelt -luego reeditado por Kissinger- de “es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”).

En fin, lo imperativo -ya sea público o pseudopúblico-, ya se sabe: uno no llama a su puerta por devoción sino por obligación, y, por tanto, no son pocas las veces en que no se aprecia una genuina vocación de servicio -en ello no les va su sueldo, menos aún su mera existencia; en el mundo real, sin embargo, lo que no sirve, desaparece, se extingue- sino una mera sensación de que se hace algo, se mueven papeles, se envía y se recibe correspondencia; en fin, se disimula y poco más.

¡Cuánta grasa tiene que perder este país para que, de verdad, pueda funcionar!

Coda: «Felicidades a todos los y las juristas y abogados y abogadas en el día de nuestro Patrono» (sic; tweet del CGAE, 7/1/2023).

#ciudadaNOsúbdito

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