Responsabilidad y 720: cui prodest, Montoro?

Pongámonos en situación con un breve introito de historia tributaria. Antes de las vigentes leyes siamesas administrativas, números 39 y 40 de 2015, la figura de la responsabilidad patrimonial del estado se construía moldeada a golpe de jurisprudencia, con una regulación escasa y dispersa.

Entre otras (soporíferas) cuestiones, el Tribunal Supremo había considerado que no podía imponerse a los perjudicados por los actos de aplicación de normas legales declaradas inconstitucionales la carga de impugnarlos hasta agotar todas las instancias procesales. En los antípodas se encontraba la responsabilidad procedente una norma interna declarada contraria a derecho comunitario pues, en tal caso, se exigía el agotamiento de acciones judiciales invocando el derecho europeo afectado.

Ante este escenario, nuestro Alto Tribunal decidió plantear una cuestión prejudicial ante el Tribunal de Luxemburgo que, en sentencia de 26 de enero de 2010, acabó considerando que exigencias tan exorbitantes para los quebrantamientos de orden europeo resultaban contrarias al principio de efectividad.

Con estos precedentes, el anteproyecto de modificación de la Ley General Tributaria que fructificó en la Ley 34/2015, pretendió introducir medidas para contornear dicha jurisprudencia, pero no crean ustedes que lo hizo flexibilizando el riguroso de régimen de responsabilidad previsto para normas contrarias al derecho europeo sino, más al contrario, circunscribiendo las posibilidades de instar la responsabilidad patrimonial del Estado al procedimiento de rectificación de autoliquidaciones previsto en el artículo 120 LGT, es decir, encorsetando hasta la asfixia su ámbito de aplicación objetivo.

Con esta propuesta normativa, cumpliendo el popular axioma de que la mejor manera de ahuyentar el dolor de cabeza es la decapitación, se vaciaba de contenido la posibilidad de reclamar indemnizaciones al estado por los daños que causare.

Esa previsión recibió un duro voto particular en el informe preceptivo del CGPJ de modo que, finalmente, tal régimen no se recogió en la definitiva modificación normativa tributaria y pasó a tramitarse en la reforma operada en las leyes administrativas antes citadas, cuyos anteproyectos volvieron a recibir un correctivo del Consejo de Estado, esta vez al intentar convertir el plazo de prescripción de un año para ejercitar la acción de responsabilidad en un plazo de caducidad. Un cambio, en apariencia, terminológico que hubiera postrado al ciudadano ante una casi imposible reparación de los daños sufridos, retorciendo instituciones jurídicas milenarias cual juego de magia negra.

Así llegamos a la nueva regulación de la responsabilidad patrimonial que, nuevamente, y esta vez a través de un recurso por incumplimiento planteado por la Comisión Europea, ha dado lugar a una nueva sentencia condenatoria para el Reino de España (asunto C-278/20), publicada el pasado 28 de junio de 2022, que requerirá una urgente modificación normativa de la que estamos a la espera.

Sin entrar en un farragoso análisis de la resolución, sí que debe ponderarse su eficacia en situaciones en las que, en la actualidad, el legislador tributario pueda haber generado daños al particular a consecuencia de contravenciones de orden comunitario.

En este ecosistema de incumplimientos normativos patrios reina, ahora mismo, la declaración informativa para bienes en el extranjero -el famoso modelo 720-, creada al socaire de una bochornosa ley cuyo objetivo era amedrentar a los contribuyentes para que acudieran a una regularización o amnistía tributaria especial que, por cierto, también fue declarada posteriormente contraria a la Carta Magna.

Los parámetros de los que se sirve el Tribunal de Justicia de la Unión para evaluar la bondad del sistema indemnizatorio español son los principios de efectividad y de equivalencia y, según la sentencia, es el primero de ellos el que resulta vulnerado por diversos preceptos de la norma española, por lo que centraremos el análisis en él.

En efecto, en primer lugar, el máximo órgano jurisdiccional europeo estudia una novedosa condición legal, consistente en una exigencia procesal de quimérico o, cuando menos, muy costoso cumplimiento, como es exigirle al ciudadano haber alegado en todas las instancias y con acierto la contrariedad de la norma impugnada con la Constitución o con el derecho europeo.

Como no podía ser de otra manera, para el TJUE ello supone una “complicación procesal excesiva, contraria al principio de efectividad” pues al ciudadano le puede resultar “difícil, o incluso imposible, prever qué infracción del Derecho de la Unión declarará finalmente el Tribunal de Justicia”.

Sobre esta macabra ruleta rusa procesal ya ha tenido ocasión de pronunciarse nuestro Tribunal Supremo, flexibilizándola hasta el punto de convertirla en papel mojado, por lo que este punto de la sentencia no va a tener mayor trascendencia práctica, más allá de obligar a un deseable cambio normativo que otorgue seguridad jurídica.

En segundo lugar, el Tribunal analiza dos condiciones temporales para poder obtener la indemnización por el daño causado por la actuación legislativa, como son el plazo de prescripción de un año para reclamarla desde la publicación de la sentencia del Tribunal de Justicia que declare el carácter contrario al Derecho de la Unión de la norma con rango de ley aplicada, y el de caducidad de cinco años, que impediría reclamar los daños producidos más allá de cumplido ese término, desde su producción hasta la publicación de la sentencia del TJUE que declare el incumplimiento.

En este orden de cuestiones, la sentencia vuelve a considerar que estas exigencias quebrantan el principio de efectividad del régimen de responsabilidad, pues “además de que la indemnización de un daño ocasionado por el legislador como consecuencia de la infracción del Derecho de la Unión no puede estar subordinada, en ningún caso, a la existencia de una sentencia de esa naturaleza, este requisito tiene como efecto ―teniendo en cuenta la duración del procedimiento al final del cual se dicta tal sentencia, esto es, un procedimiento por incumplimiento en el sentido del artículo 258 TFUE o un procedimiento prejudicial con arreglo al artículo 267 TFUE― hacer en la práctica imposible o excesivamente difícil obtener una indemnización”.

Nuevamente ambos plazos habían sido ya previamente analizados por parte de nuestro Alto Tribunal, que había llevado a cabo una exégesis extensiva de la norma, considerando al primero de ellos -la prescripción del año- susceptible de suspensión en el caso, muy habitual en la praxis, de que el ciudadano afectado se encontrara todavía sometido a los procelosos y dilatados trámites procesales para poder obtener la sentencia desestimatoria en alguna instancia judicial que también se requiere para ser indemnizado.

Por lo que se refiere al plazo de cinco años desde la producción del daño, una hermenéutica fundamentada en la actio nata también había permitido ya al TS hacer un encaje de bolillos para ampliarlo jurisprudencialmente, por lo que en ambos casos la solución que ofrece Luxemburgo tampoco va a suponer una ruptura con el statu quo actual de la reclamación de daños al estado legislador.

Así las cosas llegamos al aspecto nuclear de la sentencia, como son dos de los condicionantes de la norma española que resultan también contrarios al principio de efectividad, consistentes en (i) “que exista una sentencia del Tribunal de Justicia que haya declarado el carácter contrario al Derecho de la Unión de la norma con rango de ley aplicada” y (ii) “que el particular perjudicado haya obtenido, en cualquier instancia, una sentencia firme desestimatoria de un recurso contra la actuación administrativa que ocasionó el daño, sin establecer ninguna excepción para los supuestos en los que el daño deriva directamente de un acto u omisión del legislador, contrarios al Derecho de la Unión, cuando no exista una actuación administrativa impugnable”.

En efecto, la norma española impone a sabiendas un requisito, como es supeditar la reparación del daño a una declaración judicial previa, que la jurisprudencia del propio TJUE ya había considerado como contrario al derecho europeo en resoluciones clásicas de los años 90, que el legislador español a buen seguro conocía al redactar el texto normativo en cuestión. Una evidente actuación maliciosa de nuestro legislador de 2015.

Además, y este es el punto basilar de la sentencia europea, también se considera contraria al principio de efectividad la exigencia de que el ciudadano afectado haya obtenido una sentencia firme frente a la actuación administrativa generadora del daño, sin excepción alguna.

El TJUE comienza señalando, sobre esta cuestión, que el derecho de la Unión no se opone a la aplicación de una norma nacional que establezca que un particular no puede obtener la reparación de un perjuicio que no ha evitado, deliberada o negligentemente, ejerciendo una acción judicial, si bien esto solo es posible siempre y cuando el ejercicio de dicha acción judicial no ocasione dificultades excesivas al perjudicado o cuando pueda razonablemente exigirse a este dicho ejercicio.

En este sentido, la norma enjuiciada únicamente permite que, impugnando en tiempo oportuno la actuación administrativa que ocasiona el daño, el particular afectado pueda resarcirse del perjuicio o, al menos, reducir su magnitud, sin exigir un agotamiento de todas las instancias judiciales nacionales.

Sin embargo, el administrado carece -según las disposiciones nacionales objeto de análisis- de la posibilidad de impugnar aquellos daños que se generan directamente de la norma, sin necesidad de una actuación administrativa, y ello supone imponerle en tales circunstancias, es decir, cuando el daño proviene de una acción o una omisión directa del legislador, unas dificultades excesivas para obtener la pertinente indemnización.

El universo fiscal y, señaladamente en España donde predomina el régimen de autoliquidación de los tributos, es el hábitat natural de actuaciones del legislador que pueden ser generadoras de daño en el contribuyente sin precisar un acto administrativo que las ejecute.

A ello debe añadirse que, según señala inveteradamente la jurisprudencia europea, sería contrario al principio de efectividad obligar a los perjudicados a ejercitar sistemáticamente todas las acciones de que dispongan, cuando ello les ocasione dificultades excesivas o no pueda exigírseles razonablemente que las ejerciten.

Estas son las premisas hermenéuticas desde las que deben partir aquellos ciudadanos que han sufrido un daño a consecuencia de la normativa tributaria, declarada contraria al derecho de la Unión por la sentencia del TJUE de 27 de enero de 2022, reguladora del ínclito modelo 720, informativo de bienes en el extranjero.

Existen diversas situaciones que pueden resultar indemnizables, sin duda si el daño no tiene origen en una actuación administrativa pero, también, si el ejercicio efectivo del derecho a repararlo le supone al contribuyente una actuación excesivamente gravosa o irrazonable, que fomente innecesariamente la litigación o que pueda resultar de pura ingeniería procesal.

Cabría la posibilidad de que el ministerio abra una ventana de reparación de daños fácil y ágil para todos los afectados, como ya ocurriera con el céntimo sanitario.

Si no lo hiciera, se abocará a los ciudadanos a una innecesaria litigación en masa, por lo que esperemos que impere la cordura que no tuvo el anterior ministerio, cuyas normas estrella -amnistía, 720 y responsabilidad patrimonial- han sido un auténtico fraude legislativo.

Parafraseando al filósofo cordobés: cui prodest, Montoro?

Publicado en Voz Pópuli el día 1 de julio de 2022.

 

2 pensamientos en “Responsabilidad y 720: cui prodest, Montoro?

  1. Ricardo Narbón

    No sería más fácil, aunque evidentemente más oneroso, si cuando le estiran las orejas desde Europa la Administración Tributaria actuara de oficio (Ley 39/2015), pero claro, eso nos llevaría al enunciado del artículo “cui prodest”, AEAT?

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    1. Esaú Alarcón García Autor

      Has dado en el clavo del título y del artículo, querido Ricardo. Gracias por tu aportación. Esaú

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