Las modernas instituciones políticas, encarnadas básicamente en eso llamado Estado del Bienestar, son el resultado histórico del proceso evolutivo desde las primigenias bandas de bandidos que, gracias a la violencia y el dominio físico de ciertas poblaciones, conseguían apropiarse de recursos y de riquezas para el sustento de los saqueadores, sin necesidad de afrontar las tareas cotidianas para su supervivencia personal y la de sus allegados.
Así pues, la civilización humana es el producto de la institucionalización y la consolidación de los mecanismos de dominio y coacción sistemática sobre las poblaciones. A lo largo de la Historia, ciertos estratos, pueblos o colectividades humanas se han ido sucediendo en posiciones de poder, depredando recursos de los dominados, exigiendo, a cambio de una cierta seguridad y protección, tanto prestaciones económicas (alimentos, herramientas, armas, metales preciosos, etc.) como la realización de todo tipo de trabajos y labores para el «bien común» o la «res publica» (bien sean, la construcción de fortificaciones, mausoleos, templos, carreteras y puentes, etc. así como el mantenimiento y cuidado de los mismos). Al fin y al cabo, como nos ilustra la Historia, todo tirano anhela dejar su huella en la memoria gracias a ciertos elementos físicos y gestos simbólicos susceptibles de perdurar en el tiempo, obviamente, a costa del sudor y de la sangre de sus pueblos.
En la actualidad, tendemos a pensar que este panorama tan brutal es sólo una reminiscencia del pasado y que, salvo en zonas o situaciones muy concretas, las situaciones de dominio físico e indigno de las personas, vía la esclavitud o la exigencia de trabajos forzados, ya no existen. En verdad, es un logro histórico innegable la liberación masiva de las poblaciones y la consolidada prohibición de todos aquellos fenómenos, bien sea basados en normas, costumbres o en tradiciones, en virtud de los que, ciertas personas eran tratados como objetos y sometidos, de forma indigna, a la voluntad de un tercero.
Pero, así como las sociedades avanzan y evolucionan, las viejas reglas de poder y dominio también lo hacen.
Según el artículo 2.1 del Convenio sobre el trabajo forzoso de 1930 (nº 29) de la Organización internacional del Trabajo y ratificado por el Protocolo de 2014, se define como trabajo forzoso u obligatorio y, por ende, debe ser prohibido o limitado: «todo trabajo o servicio exigido a un individuo bajo la amenaza de una pena cualquiera y para el cual dicho individuo no se ofrece voluntariamente».
Esta definición contiene tres elementos básicos,
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Trabajo o servicio hace referencia a todo tipo de prestación física o labor humana que tenga lugar en cualquier ámbito de actividad, bien sea en el ámbito profesional o empresarial, como en el ámbito doméstico o privado (economía informal).
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Amenaza de una pena cualquiera, es decir, la existencia de una coacción y, por tanto, el reconocimiento implícito del ejercicio de poder.
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No voluntario, ausencia de consentimiento libre y con pleno conocimiento de causa, vulnerando gravemente su libertad, consiguiendo que efectúe una acción o trabajo en contra de su voluntad.
Sin embargo, este precepto se matiza con ciertas salvedades (artículo 2.2 del Convenio), entre las cuales, figura
«(…)
(b) cualquier trabajo o servicio que forme parte de las obligaciones cívicas normales de los ciudadanos de un país que se gobierne plenamente por sí mismo;
(…)
(e) los pequeños trabajos comunales, es decir, los trabajos realizados por los miembros de una comunidad en beneficio directo de la misma, trabajos que, por consiguiente, pueden considerarse como obligaciones cívicas normales que incumben a los miembros de la comunidad, a condición de que la misma población o sus representantes directos tengan derecho a pronunciarse sobre la necesidad de esos trabajos.»
Estas prohibiciones se han recogido e incluido expresamente, tanto en nuestra Constitución (artículo 25.2), como en la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea (artículo 5) y en el Convenio Europeo de los Derechos Humanos (CEDH). En este último, en su artículo 4 relativo a la prohibición de la esclavitud y del trabajo forzado u obligatorio, es más restrictivo y observa que, sólo quedarán fuera de la definición, los siguientes supuestos:
«3. No se considera como «trabajo forzado u obligatorio» en el sentido del presente artículo:
a) todo trabajo exigido normalmente a una persona privada de libertad en las condiciones previstas por el artículo 5 del presente Convenio, o durante su libertad condicional;
b) todo servicio de carácter militar o, en el caso de objetores de conciencia en los países en que la objeción de conciencia sea reconocida como legítima, cualquier otro servicio sustitutivo del servicio militar obligatorio;
c) todo servicio exigido cuando alguna emergencia o calamidad amenacen la vida o el bienestar de la comunidad;
d) todo trabajo o servicio que forme parte de las obligaciones cívicas normales.»
A este respecto, la doctrina del Tribunal Europeo de los Derechos Humanos (Sentencia de fecha 18 de julio de 1994, Karlheinz Schmidt vs. Alemania), en relación con una posible vulneración del artículo 4.3.d del CEDH, expuso que, «las cuatro salvedades del apartado 3, a pesar de su diversidad, se basan en las ideas rectoras del interés general, de la solidaridad social y de lo que es normal en el curso normal de las cosas«.
Todo este prolegómeno me sirve para plantearme, en voz alta, acerca de si las obligaciones tributarias materiales impuestas por el ordenamiento vigente serían susceptibles de calificarse como «trabajo forzoso u obligatorio» y, por tanto, cabría su prohibición o restricción o, por el contrario, no tenemos más remedio que aceptarlas, como «precio de la civilización».
Recordemos que, conforme la normativa en vigor, los contribuyentes no sólo debemos soportar el coste económico de los tributos, sino que se nos impone un amplio abanico de obligaciones materiales (artículo 29 de la Ley 58/2003, de 17 de diciembre), con el consiguiente coste económico y personal para su debido cumplimiento (y que no se evalúa o cuantifica en aras de determinar la presión fiscal de un territorio).
Si nos atenemos a los elementos básicos que definen el «trabajo forzoso u obligatorio» (trabajo, existencia de pena y no voluntario), las obligaciones formales tributarias entrarían dentro de dicha definición. La cuestión es si cabe la salvedad de las «obligaciones cívicas normales» (apartado d) del artículo 4.3 del CEDH).
Una de las singularidades de nuestro sistema tributario es la extensión de la práctica de la «autoliquidación», en virtud de la cual, el contribuyente, el sujeto pasivo que soporta la carga y obligación deviene en activo, en tanto, es quien carga con las tareas y obligaciones de informar y detallar todos los elementos de hecho y derecho para determinar su contribución económica, asumiendo la plena responsabilidad de sus actos, de tal forma que cualquier error podrá ser penalizado.
Al final, el teórico sujeto pasivo es el elemento activo de la relación jurídica tributaria mientras que la Administración (ente conformado por «servidores públicos») es el elemento pasivo, limitándose a actuar de forma reactiva, para el control y verificación del debido cumplimiento, como instrumento esencial de ejercicio del poder y de la coacción.
Allá por el 1984, el profesor Antonio Cayón Galiardo, en su artículo «Reflexiones sobre el deber de colaboración» denunciaba que «nuestra Administración ha dejado de ser una Administración liquidadora, una Administración actuante para ser básicamente una Administración controladora; prueba de ello es la acumulación de funciones: por una parte, comprobación, y por otra parte, funciones represivas«. No sé lo que diría hoy si aún viviese.
Pero es que, además, la extensión e implantación de la «autoliquidación» como mecanismo básico de liquidación de los tributos es regresiva pues, como muy acertadamente ya señalaba Cesar Albiñana en el año 1972, «esta prestación adicional se rige más por el principio de beneficio que por el de capacidad económica. En cambio, si tales operaciones liquidatorias fueran realizadas por los funcionarios o los medios mecánicos al servicio de la Hacienda Pública, sus respectives costes se financiarían, según el grado de equidad alcanzado por el Sistema impositivo de nuestro país«, lo que nos llevaría cuestionarnos si es admisible mantener el modelo actual, así como la vulneración de uno de los principios rectores del ordenamiento tributario.
A partir de este desorden, se ha producido una progresiva y gradual expansión de los deberes de colaboración por parte de los contribuyentes: obligaciones y cargas crecientes, que van desde la llevanza de todo tipo de registros contables y fiscales específicos, la presentación de múltiples declaraciones y comunicaciones, hasta la emisión y entrega cotidiana de diversos documentos relacionados con las operaciones económicas (facturas, certificados, etc.) y, además, sometidos a unos estrictos formatos predefinidos y plazos.
Entre esta variedad de tareas y prestaciones, destacan las obligaciones de información (artículo 93 de la Ley 58/2003), en virtud de las cuales, los contribuyentes deben proporcionar a la Administración tributaria toda clase de datos, informes, antecedentes y justificantes con trascendencia tributaria relacionados con el cumplimiento de sus propias obligaciones tributarias o deducidos de sus relaciones económicas, profesionales o financieras con otras personas.
Con la excusa de combatir el fraude fiscal, habitual señuelo para el consumo de la turba, asistimos a una desproporcionada y abusiva extensión de las obligaciones de información, bien sea mediante la multiplicación del alcance material de la información, como en el grado de la intensidad y del detalle de los datos requeridos.
En cuanto a la multiplicación de las declaraciones, recordemos que, en este 2024, han entrado en vigor 5 nuevos modelos de declaraciones informativas (modelos 172, 173, 721, 281 y 389) y hay otros 2 modelos pendientes de desarrollo reglamentario (modelos 238 y 040), de tal forma que, para este año 2024, ya existirían 220 modelos/formularios distintos en la sede electrónica de la AEAT (desde el modelo 01C hasta el 997).
Respecto de la intensidad de la información, me refiero tanto al aumento del volumen de datos para la atención de una determinada obligación formal como al trabajo previo de captación y elaboración que se precisa para atender en tiempo y forma con la exigencia legal.
Aunque una parte de las declaraciones son relativamente sencillas y apenas han cambiado (como, por ejemplo, los modelos 600 del ITP-AJD), en cambio, en el caso de las grandes figuras tributarias (IRPF, IVA e Impuesto sobre Sociedades), la demanda de datos e información se ha multiplicado.
Aparte de imponer, de forma ilícita, la exclusiva presentación electrónica de la declaración de la Renta (modelo 100), basta comparar los datos requeridos para cumplimentar la declaración relativa al año 2005 (Orden EHA/702/2006, de 9 de marzo – 12 páginas de formulario y los Anexos) con la del año 2023 (Orden HFP/310/2023, de 28 de marzo – 24 páginas de formulario y los Anexos).
En el caso del IVA, del modelo 300 de una hoja (hasta 2007) hemos pasado al modelo 303 (con 6 hojas de formulario). De forma simultánea, aparte de la implantación del suministro de información inmediata (SII), tenemos nuevas obligaciones informativas y en alguna, como la de las operaciones con terceros (modelo 347), se exige un mayor desglose (por trimestrales) y han aumentado los datos y operaciones que se deben consignar e incluir en el modelo.
Esto en lo que atañe a la «información por suministro«, según la distinción del Tribunal Supremo (entre otras, Sentencia 4375/2014 de 20 de octubre de 2014 y Sentencia 1611/2018 de 13 de noviembre de 2018), en cuanto a la «información por captación«, dentro de la «información a priori» como podrá comprobarse, asistimos a una brutal y desproporcionada campaña de requerimientos de información por parte de la AEAT, exigiendo documentación complementaria, bien sea para justificar o aclarar los datos consignados por el contribuyente como para explicar sus relaciones con terceros.
En este sentido, la Administración tributaria se está transformando en una central de datos (Data Center) que, más que atender y servir a los ciudadanos, se dedica a la captación masiva y acumulación de información para el control total de la población y, todo ello, además, se nutre gracias a la colaboración no voluntaria de los ciudadanos.
De hecho, tal y como está configurado normativamente, bajo eso denominado «colaboración social» (artículo 92 de la Ley General Tributaria) los ciudadanos somos los obligados a la captación, tratamiento, conservación y verificación de los datos, tanto propios como de terceros, asumiendo además el respeto a la estricta normativa de protección de datos. Todo ello, bajo amenaza de sanción.
Posteriormente, deberemos proporcionar la información («con trascendencia tributaria»), bien por suministro (en las declaraciones ordinarias y recurrentes) como por captación (mediante los requerimientos individualizados), como en el marco de un procedimiento de comprobación (información a posteriori). En caso de desatención y/o de errores en la cumplimentación, el contribuyente se expone a sanciones.
En este contexto, lo más respetuoso con los derechos y libertades de los ciudadanos es que se modificase el ordenamiento para que la Administración recuperase sus funciones de liquidación y liberase al contribuyente de la carga de la autoliquidación. Nada más lejos de la realidad. Aflora ahí el elemento que evidencia el abuso y desproporción en la relación jurídica tributaria.
Con vistas a «incentivar» y «facilitar» el cumplimiento de la obligación básica de los contribuyentes (el pago del tributo), la AEAT se vanagloria de poner a disposición del contribuyente de datos relativos a sus rentas y/u operaciones económicas (por ejemplo, el borrador y los datos fiscales de Renta). Ahora bien, la AEAT no «facilita» nada al contribuyente, al contrario, se sirve del mismo para que haga la labor de auditoría y control de los datos.
En efecto, la AEAT no hace ninguna labor previa de verificación de que dichos datos e información sean correctos para su correcto uso por el contribuyente, sencillamente, se los traslada y, con ello, les transfiere la responsabilidad. Será el contribuyente quien, en su autoliquidación, decidirá qué dato e información es correcto o no. ¿Y quién será el responsable de los eventuales errores en los datos fiscales que sirven para determinar la deuda tributaria? En efecto, el contribuyente. Y todo error, es susceptible de ser sancionado.
Obviamente, tras esta tarea de auditoría y verificación (por parte del contribuyente), cualquier discrepancia con la información previa, nuevamente, dará lugar a nuevas peticiones de información para que aclarar la misma. Por supuesto, bajo amenaza de sanción.
Aun admitiendo que estos deberes de información se incardinan al artículo 31.1 de la Constitución como «una concreta manifestación de la «colaboración social en la aplicación de los tributos» (Sentencia del Tribunal Supremo de 20 de octubre de 2014), como señaló el Alto Tribunal, en su Sentencia de 28 de noviembre de 2013, «dicha obligación no es absoluta, sino que tiene unos límites, en tanto que el ejercicio de esta facultad por parte de la Administración autorizada supone, con más o menos intensidad, una incisión en derechos e intereses de los afectados tutelados jurídicamente, incluso a nivel constitucional.» Precisamente, por ello, se exige un cierto equilibrio, de tal forma que, «la Administración habrá de atemperar el requerimiento de información al principio de proporcionalidad (tercera acotación) que irradia sobre toda la actuación administrativa».
Por tanto, no siendo una obligación absoluta, debería respetar los derechos y libertades fundamentales. A diferencia de algunos autores, no se trataría tanto de buscar una fórmula que equilibre los intereses de los ciudadanos con una gestión eficaz de la Hacienda Pública sino, al revés, partiendo del respecto de los derechos y libertades fundamentales, las obligaciones formales no deberían suponer un menoscabo y afectación duradera de los primeros.
Como he tratado de apuntar, conviene recordar que, esta colaboración social no sólo no recibe algo de gratitud de la Administración, al contrario, se impone a golpe de látigo. Todo error y/u omisión, toda desviación de los mandatos, es susceptible de ser castigada. Por consiguiente, podríamos afirmar que las obligaciones tributarias materiales encajan dentro de la definición de trabajos forzosos. La cuestión es si, en la actualidad, estamos ante «obligaciones cívicas normales«.
Seguramente, décadas atrás, cuando las obligaciones tributarias materiales eran relativamente asumibles por cualquier ciudadano normal y con un coste personal y económico aceptable, cabría pensar que entraríamos dentro de la excepción del apartado d) del artículo 4.3 del CEDH.
Ahora bien, tengo serias dudas de que, en la actualidad, bajo el pretexto de la colaboración social, la desmesura y la expansión (en volumen, intensidad, diversidad y complejidad) de las cargas formales y materiales que deben soportar los contribuyentes, sobre todo, aquellos que desarrollan actividades económicas, sean susceptibles de calificarse como «obligaciones cívicas normales«.
No sólo suponen unos elevados costes directos e indirectos inherentes al mero cumplimiento (personal, contratación de profesionales externos, equipos y aplicaciones informáticas, conexiones, etc.) sino que, además, para garantizar su debida atención, se condicionan los modelos de negocio, las relaciones con terceros, los procesos de gestión y administración de información, las políticas de protección de datos, etc. Parafraseando al TEDH, en mi opinión, el actual marco de colaboración social, ni es normal ni se corresponde con el orden normal de las cosas. Más bien, se aproximaría al concepto de «Servidumbre Involuntaria» de Murray N. Rothbard
Y todo ello, sin olvidar el elemento básico de la relación tributaria, el pago de los distintos tributos.
Vivimos una época de transformación de la primacía de lo físico a lo intangible, con un evidente desplazamiento de las relaciones humanas hacia lo digital. No obstante, las viejas relaciones de poder y dominio se perpetúan.
En este nuevo entorno, la opresión y el ejercicio de la coacción ya no se ejercen de forma material, a través de la violencia física, básicamente, sino mediante las afectaciones a los datos y accesos digitales, condicionando el día a día de todo ciudadano, llegando incluso a su aislamiento político, económico y social o la supresión de su identidad. Las cadenas de hoy ya no son de hierro, sino de datos e información, capaces de apresar silenciosamente a un ciudadano o suprimirlo virtualmente.
Ayer los esclavos forjaban a hierro sus propios grilletes. Hoy, elaboramos y entregamos datos que nos encadenan.
Nos ha tocado vivir en una época de falsa libertad (probablemente nuestros padres tenían más)
No puedo estar más de acuerdo. Y como los asesores fiscales somos «la bisagra» entre contribuyente y administración… Nos tienen literalmente asfixiados. Estamos haciendo todo el trabajo que correspondería (en su caso!) a la Administración.
Impuestos que solo pueden hacerse por Internet permiten que la administración pueda saber en qué apartado hemos entrado más veces, y qué hemos modificado, con lo que cada vez se extenderá más este modo de confección de tributos, porque da muchas pistas.
Antes con el programa Padre el ciudadano de a pie tenía al menos una mínima herramienta de planificación fiscal durante el año, ahora para cualquier cálculo (aunque sea para las retenciones de un sueldo) el Dni por delante…