Érase que se era un boticario que transmitió su farmacia por una buena cantidad de euros, lo que le generó una importante plusvalía que declaró en su correspondiente IRPF del año 2011. Al haberse aplicado el criterio de caja, continuó declarando la parte proporcional de las ganancias a medida que iba cobrando. Todo normal.
En junio de 2016, Josef K -así llamaremos al boticario- recibió una comunicación de inspección tributaria, relativa a la ganancia patrimonial derivada de la venta de la farmacia, correspondiente al ejercicio 2011. Seguimos en la normalidad, y más aún teniendo en cuenta los elevados importes -de compra y de venta- del negocio objeto de transacción.
Lamentablemente, el cálculo de la plusvalía estaba mal efectuado y, en la tabla utilizada por el asesor -siempre percibido como el culpable de estos males- se había diferido incorrectamente parte de la ganancia patrimonial que correspondía al ejercicio 2011. Un error material o de hecho que, sin embargo, le dio un susto de muerte al Sr.K en su primera comparecencia: el actuario le dijo que, como la cifra a regularizar superaba los 120 mil €, tendría que estudiarse si podía haber incurrido en un delito contra la hacienda pública.
Esa incertidumbre que se cernió sobre Josef K desde entonces, que no le dejaba dormir y le había quitado el apetito, duró poco. En la siguiente visita el inspector le confirmó que, consultado con sus superiores, no veían elementos que pudieran dar lugar a delito y que, por lo tanto, “únicamente” se le abriría un expediente sancionador. El Sr.K desconocía -porque no es lector de esta tribuna- las contradicciones legales que hacen que, paradójicamente, resulte económicamente más ventajoso ser delincuente fiscal que infractor tributario. Además, K estaba dispuesto a afrontar la cantidad a pagar que tocara, sin hacer mayores preguntas ni plantear rebajas. Se había equivocado -pobre asesor, que había cobrado apenas 200 € por hacer su renta- y asumía la penitencia. Lo que no quería era acabar en la cárcel. Infeliz: el Sr.K no sabía que hay que acumular unos 6 delitos fiscales para que un “delincuente de guante blanco” entre en prisión.
Las actuaciones de la Inspección fueron tan ágiles como cordiales, y en el mes de septiembre de 2016 ya se habían cerrado con un acta en conformidad por importe de 250 mil € y una sanción de casi 100 mil. Como se trataba de una cuestión de diferimiento incorrecto de impuestos y no, en puridad, de dejar de ingresar, el Sr.K solicitó compensar parte de esa deuda con los ingresos excesivos de los ulteriores ejercicios -de 2012 a 2015-, pero el actuario no accedió a tal súplica porque, según dijo, no eran créditos líquidos, vencidos y exigibles.
Ante esta situación y una tesorería no muy exultante, Josef K decidió pagar toda la sanción, pedir un fraccionamiento de la deuda y rectificar sus autoliquidaciones de los ejercicios posteriores, solicitando la pertinente devolución de lo ingresado indebidamente.
Sin embargo, K sufría un gran agobio, por lo que puso a la venta una vivienda que venía de su familia paterna, que no utilizaba ni le generaba rentas, para así poder pagar su deuda tributaria y saldar sus problemas con hacienda de una vez. No era fácil vender una finca de esas características de modo que, inicialmente, la utilizó como garantía inmobiliaria en su solicitud de aplazamiento.
No tuvo problemas Josef en obtener el fraccionamiento solicitado, condicionado a la constitución de una hipoteca unilateral a favor de hacienda sobre el inmueble aportado como garantía en un plazo máximo de 2 meses, con un calendario provisional de pagos de unos 7 mil € mensuales. Obvia decir que el Sr.K pagó religiosamente esos 7 mil euros al mes sin que, en cambio, hubiera noticia alguna de la solicitud de devolución que había planteado previamente a la AEAT. Su bonhomía le llevaba a pensar que no se puede pedir el mismo listón de diligencia a una administración que a un leal contribuyente. Desconocía la igualdad de armas.
Poco antes de acudir a firmar a la notaría la hipoteca, Josef K tuvo la grata noticia de una persona muy interesada en la finca que tenía a la venta que, recordemos, era la que iba a aportar como garantía. La culminación de la felicidad se produjo un 17 de marzo, fecha en la que (mal)vendió la vivienda y, casi en unidad de acto y siempre dentro del plazo de 2 meses, fue a la delegación más cercana de la AEAT a pedir una carta de pago para satisfacer, de una vez y sin prolegómenos, los 230 mil € que tenía aún pendientes. El Sr.K dormía ya a pierna suelta. ¡Qué más daba haber ingresado prácticamente todo lo cobrado por el piso en hacienda! Para mayor tranquilidad, también comunicó por escrito a la AEAT que había efectuado el pago adeudado. ¿Asunto concluido?
La ataraxia duró poco: hasta que K recibió una providencia de apremio por, presuntamente, haber incumplido las condiciones “pactadas” en el acuerdo de concesión de fraccionamiento. El señor K desconocía la figura de la suspensión cautelar y, como le ocurre a muchos, no le cabía en la cabeza que una institución (aparentemente) tan seria como la AEAT cometiera una desviación de poder tan burda.
Josef K se enfadó muchísimo con su asesor porque no le había informado de este sobrecoste. Si lo hubiera sabido, habría aportado su residencia como garantía o habría ido a un banco a pedir una financiación. A estas alturas del cuento, el asesor ya no tenía ninguna credibilidad ante nuestro contribuyente, por mucho que en este punto concreto era cierto lo que le decía: que la administración había cometido una tropelía y que, si recurría el acuerdo, ganaría seguro.
Al final, no le quedó más remedio a Josef K que pedir ese indeseado aplazamiento, pero no para lo que lo necesitaba inicialmente -la deuda- sino para un recargo que precisamente le llegaba por pagar esa deuda pretemporáneamente. Una paradoja: el criterio aplicado a Josef haría de peor condición al contribuyente que satisface una deuda que a aquél a quien directamente se le deniega un aplazamiento, al que la normativa le concede una postrera oportunidad de pagar en voluntaria.
El pasado 22/8/19 se notificó el fallo del TEAR por el cual se estiman las alegaciones de K, anulando el recargo ejecutivo al considerar el Tribunal que la deuda “no se encontraba en período ejecutivo, puesto que se solicitó el fraccionamiento dentro del período de pago voluntario, y en momento alguno los plazos concedidos no fueron atendidos”. Una obviedad: la tutela judicial efectiva en su vertiente cautelar.
Pudo haber sido una equivocación. Una actuación patológica de un funcionario sin mala fe. Pero no es aislada. Quebrantos o contorneos procesales de este tipo ocurren con demasiada frecuencia. Existen. No son radical y profundamente falsos, lo diga el Sr. Estrada o su porquero. Vías de hecho ante las que nadie paga los platos rotos. Cuando llegó la notificación, Josef K había muerto.