Vaya por delante que el título de estas líneas no responde a la realidad, ni a cualquier parecido con ella. Es un arrebato dialéctico inherente al sentido de la provocación que caracteriza al servidor que suscribe.
Tuve el privilegio de participar a finales de octubre en el XXXIII Congreso de la Asociación de Inspectores de Hacienda, celebrado en la bellísima cuidad de Burgos, donde su alcaldesa, Cristina Ayala, nos ofreció una calurosa bienvenida con esa amabilidad y generosidad que le caracteriza.
Debo confesar que la presencia de casi 600 inspectores de Hacienda propició que se apoderará de mí el síndrome descrito por el Pasmo de Triana. Decía don Juan Belmonte que si los contratos se firmasen 10 minutos antes de empezar la faena, no torearía nadie. Esa misma sensación tuve yo al admirar el magnífico y poblado auditorio que nos acogía.
Lo cierto es que se impuso una aplicación estricta, hasta superar la cota del paroxismo, del innecesario artículo 34.1 j] de la LGT, que establece el derecho a ser tratado con el debido respeto y consideración por el personal al servicio de la Administración tributara, lo que hizo que, bajo la batuta de la mano maestra de Antonio Morales Martín, cuya categoría personal y profesional quedaron patentes en el foro, me sintiera francamente cómodo en compañía de Ana Juan Lozano y Fernando Díaz Yubero. Queden estas líneas para dejar testimonio de mi gratitud, y algunas consideraciones que pude deslizar en el formato que nos fue dado junto con otras que se quedaron en el tintero.
Richard Posner, célebre académico y juez norteamericano –y una de las figuras más importantes del análisis económico del derecho– afirmaba que, si se eliminaran 10 puntos del coeficiente intelectual a todos los tributaristas, el PIB aumentaría sensiblemente.
Su explicación es sencilla: las discusiones entre los inspectores de Hacienda, sufragados por el Estado, y los asesores contratados por empresas y particulares para intentar pagar menos impuestos constituyen un juego de suma cero.
Los inspectores de Hacienda, cuando menos, influyen en la creación de impuestos y la forma de cobrarlos. Los asesores responden con estrategias e interpretaciones que permiten pagar menos impuestos a sus clientes. Los inspectores de Hacienda responden, a su vez, con nuevas reglas y mecanismos para pagar más impuestos –o recaudarlos mejor– que son a su vez contestadas por los asesores privados con nuevas estrategias e interpretaciones para pagar menos impuestos.
Este juego no termina nunca y genera un círculo vicioso de “tira y afloja” eterno, que no aporta ninguna riqueza a la sociedad. Tan sólo genera un efecto distributivo entre cuánto dinero se va para las arcas del estado y cuánto se queda en el bolsillo de los contribuyentes, sin que el “juego” genere beneficios sociales tangibles.
Sin embargo, ese juego si tiene –siempre según Posner– costes: el de los actores mismos, unos y otros le cuestan a la sociedad que los mantiene. Hay que educarles en universidades y luego pagarles por promover esa tensión entre recaudar más o dejar más dinero en manos privadas. Un coste que reduce la productividad de la economía en general, porque se gasta en algo que no genera ninguna riqueza real.
Personalmente creo que Posner entra en un argumento de estructura circular carente de fundamento, pero no sobra mencionarlo en unas reflexiones sobre la imagen de la AEAT en nuestros días, que era de lo que se trataba, sin obviar su evolución histórica –de la que se ocupó con esmero y diligencia Fernando Díaz Yubero–.
Es cierto que desde su creación, por conducto del artículo 103 de la Ley 31/1990, de 27 de diciembre, de PGE para el ejercicio 1991, como una especie organizativa responsable, en nombre y por cuenta del Estado, de la aplicación efectiva del sistema tributario estatal y del aduanero, así como de otros recursos que se le encomienden por ley o por convenio, en lo que Garrido Falla calificó de descentralización y privatización de unas funciones que siempre han estado unidas a la esencia misma del Estado, su naturaleza jurídica ha sido objeto de controversia, pero no merece la pena volver sobre ello a estas remotas alturas.
Quise llamar la atención sobre algo que repito con frecuencia. La Administración no actúa por un interés propio o particular, o en defensa de algo “suyo”, sino que, como es conocido, sirve con objetividad los intereses generales, con sometimiento pleno a la ley y al Derecho (artículos 9.1 y 103.1 de la CE). De ahí que esté revestida de potestades, que por definición son fiduciarias; esto es, que se ejercen en interés de otros –como ocurre con la patria potestad– correspondiendo el patrocinio en lo que nos ocupa al interés colectivo.
Probablemente por causa de la gestión “en masa”, imponiendo al contribuyente el deber de declarar y calificar los hechos, esto es, desvelar su concreta relación con el hecho imponible, y, simultáneamente, realizar los cálculos pertinentes para determinar el importe de la deuda en unidad de acto –de ahí que se califique de prestación compleja–; es decir, de que sea el propio contribuyente el encargado inicialmente de interpretar la partitura compuesta por el legislador para que suene la flauta, se han ido abandonando las labores de asistencia y facilitación al contribuyente a favor de las tareas de control e investigación, cuando ambas tienen por fundamento alcanzar una efectiva y correcta aplicación del denominado sistema tributario.
La Administración tributaria está precisamente para eso: administrar; esto es, en apretadísima síntesis: aplicar y cumplir la ley. Pero los recursos públicos, materiales y humanos, se han ido reordenando, abandonándose las labores de recepción de datos y liquidación hacia tareas de control de distinta intensidad y alcance, lo que ha permitido un incesante incremento de las actuaciones de control masivo del cumplimiento, ejecutado por los órganos de gestión a partir de las declaraciones y autoliquidaciones presentadas por los contribuyentes, por el sencillo mecanismo del cruce de datos, dando lugar a un ingente número de liquidaciones derivadas de la detección automática de errores o insuficiencias, en las que se advierte un exceso de mecanización donde no se aprecia la necesaria actividad volitiva de la Administración, generando a la vez un déficit en el terreno de la motivación y una desproporción entre el esfuerzo que se le exige al contribuyente –declarar, calificar y liquidar– y el que realiza la Administración en estos procesos.
La holgura operativa –e interpretativa– encontraría su fundamento en la oportunidad, lo que no dice mucho a su favor en tiempos en los que se impone el principio de buena administración, inferido en su versión doméstica de los artículos 9.3 y 103 de la CE, del que derivan, entre otros, el derecho a la tutela administrativa efectiva.
Así, se ha ido pergeñando un entramado normativo extenuante, no solo en el ámbito de las notificaciones y comunicaciones administrativas obligatorias por medios electrónicos, sino generalizado a las obligaciones tributarias formales y a los procedimientos de aplicación de los tributos, de tal suerte –o desgracia– que nos hemos abismado en una diabólica maraña de prestaciones personales, muy alejada de la idea de “reforzar las garantías de los contribuyentes y la seguridad jurídica” a la que alude la Exposición de Motivos de la LGT, por no mencionar la limitación de costes indirectos derivados de su cumplimiento, establecida como mera proclama sin contenido alguno en su artículo 3.2, desconociendo que una cosa es posibilitar la utilización de las nuevas tecnologías y otra muy distinta imponerla.
Mal asunto, porque las relaciones sociales disciplinadas, como tuve ocasión de expresar, por encima de cualquier otra consideración, deben ser humanas; y el uso retórico de su principal herramienta, la palabra, para presentarnos mostradores virtuales, parece insinuar una distancia insalvable y remota entre la Administración y los administrados que, parafraseando a Maura, ya no se hablarán ni para agraviarse.
No se olvide, en fin, que las fórmulas asistenciales constituyen un contrastado incentivo del cumplimiento en el ámbito tributario, mucho más amables y probablemente más eficaces que la feroz sinfonía de la percepción del riesgo o el uso legal de la coacción.
Hay que hablar más y comunicarse mejor –algo en lo que están trabajando el Consejo para la defensa del contribuyente y la AEAT–, huyendo de un régimen epistolar tan indescifrable como inquietante, en el que se frecuentan las denominadas incidencias ahorrando expresión clara y debida de su magnitud, sin olvidar las comunicaciones sobre ratios de la competencia, a la que suele irle siempre mejor que al receptor designado del recadito.
No pude mencionar el devenir secuencial automatizado de la aplicación del régimen sancionador tributario, desatendiendo la motivación del elemento subjetivo intencional, pese a la impenitente insistencia del TS sobre la necesidad de que la Administración razone y motive el porqué de la existencia de la infracción y el porqué de la culpabilidad –v. gr., STS de 20/12/2013, Rec. 1537/2010–: ni juicios de valor ni afirmaciones generalizadas, sino datos de hecho expresivos y detallados, con descripción individualizada. La sanción no puede ser el resultado, poco menos que obligado, de cualquier incumplimiento –SSTS de 16/3/2002, Rec. 9139/96 y 6/6/2008, Rec. Unificación. 6163/05–.
En el ámbito recaudatorio quería haber destacado las dificultades para acceder a suspensiones, o a aplazamientos y fraccionamientos no mecanizados por razón de la cuantía, en una malentendida consideración de las garantías reguladas en el fondo abisal del sistema de fuentes, obviando su suficiencia.
Cabe llamar la atención sobre los casos en los que las garantías ofrecidas consisten en inmuebles hipotecados, pese a que el valor liberado cubra con holgura el importe adeudado y comprometido, ante los que la AEAT suele responder con un mismo soniquete: “de ejecutarse la garantía por el acreedor preferente, desaparecería para la Hacienda Pública de acuerdo con el derecho hipotecario (no se cita ningún precepto)”, porque “el mismo dejaría vacías de contenido todas las garantías consistentes en segunda o sucesivas hipotecas”.
Pese a que se ha flexibilizado esta cuestión en algún aspecto –vid. la Instrucción 1/2023, de 31 de marzo, de la directora del Departamento de recaudación de la AEAT sobre las garantías necesarias para la concesión de aplazamientos y fraccionamientos de pago, y para obtener la suspensión de los actos administrativos objeto de recurso y reclamación–, la Administración debería cuidar el escenario, para evitar vaciar de contenido la propia posibilidad de suspender con otras garantías distintas de las que despliegan efectos automáticos en la medida en que, como es frecuente, sobre ellas recaiga alguna carga hipotecaria, quebrando el presupuesto esencial consistente en que el riesgo de que la pendencia del procedimiento pueda hacer perder su finalidad legítima al recurso o los perjuicios imposible o difícil reparación que conllevaría la ejecución inmediata del acto –periculum in mora–, admitiendo las garantías consistentes en segunda o sucesivas hipotecas cuando sean suficientes.
Ciertamente, la ejecución del bien para satisfacer la deuda de alguno de los acreedores hipotecarios sólo puede suponer la insuficiencia de garantía cuando el importe resultante de dicha ejecución no sea suficiente para cubrir el total de las deudas garantizadas, lo que sugiere que sea está y no otra la cuestión a tener en consideración al valorar la suficiencia económica de la garantía. Descartada la insuficiencia económica, en el caso de ejecutarse la garantía, y una vez satisfecha la deuda de los acreedores preferentes, el excedente ha de depositarse a favor de los acreedores sucesivos, lo que descarta la desaparición de la garantía, a la que suele acudir la AEAT en estos casos, sino en todo caso de la modificado su naturaleza, al haberse hecho líquida”. Vid. los artículos 692.1 de la LEC y 132 de la Ley Hipotecaria.
La seguridad que el aval bancario otorga a la Administración no puede ser una excusa para limitar el acceso al recurso. Ello supondría un ataque a la doctrina que el Tribunal Constitucional ha venido esgrimiendo en defensa del privilegio de ejecutividad de los actos administrativos: “que pueda ser sometida a la decisión de un tribunal y que éste, con la información y contradicción que resulte menester, resuelva sobre la suspensión” –entre otras, SSTC 76/1992, de 14 de mayo, 148/1993, de 29 de abril y 78/1996, de 20 de mayo–.
No debe limitarse la posibilidad de suspender y menos aún de fraccionar, con el ofrecimiento de garantías suficientes, la ejecutividad del acto impugnado, viéndose comprometidos, no sólo el derecho a la tutela judicial efectiva, sino la propia finalidad de la reclamación, causando además, con frecuencia, daños irreparables injustificados, de tal suerte que, en el caso de que prosperen las pretensiones deducidas, el mero resarcimiento del perjuicio producido por la acción ejecutiva de la Administración ya no tendrá sentido alguno, habida cuenta de que para entonces se habrá certificado la defunción civil del reclamante.
Mención aparte merecen las declaraciones de responsabilidad.
El responsable tributario, como es obvio, no es el sujeto pasivo, el contribuyente que revela una capacidad económica –artículo 31.1 de la CE– derivada de la realización del hecho imponible (artículo 20.1 LGT). Es una suerte de fiador personal, un garante ex lege de la obligación tributaria, que el legislador coloca junto al contribuyente, por razón de su conexión con el hecho imponible o con el propio contribuyente.
Ese vínculo jurídico es tasado y de interpretación estricta. No en balde el artículo 41.1 de la LGT exige un título legal de responsabilidad –“La ley podrá configurar como responsables solidarios o subsidiarios de la deuda tributaria, junto a los deudores principales […]”–, y si bien la reserva material de ley es relativa en el ámbito tributario, el artículo 8 c) de la LGT no duda en incluir la determinación de los responsables dentro de la reserva formal. Ello conduce a que los presupuestos de responsabilidad estén sometidos al principio de tipicidad, trasunto del de legalidad, lo que exige una cuidadosa selección y calificación de los responsables, que no parece precisarse –baste mencionar las SSTS de 14 y 23 de febrero, y la de 9 de mayo, sobre la responsabilidad del artículo 42.2 a] de la LGT de unos socios que perciben un dividendo de una sociedad que posteriormente desatiende una obligación tributaria–.
Es decir, solo puede ser declarado responsable aquel cuya conducta incurra en uno de los presupuestos previstos por la ley, con independencia de la naturaleza o función de la responsabilidad de que se trate, quedando así fijada su posición deudora, sin que esta pueda alterarse en modo alguno, ni interpretarse con la flexibilidad.
Se trata, en suma, de una obligación que nace de la ley, cuya causa radica en su presupuesto desencadenante; lo que exige una observación rigurosa de los elementos objetivos y subjetivos que la integran en el acto declarativo que aquí no se ha producido.
La Administración no puede elegir. No es necesario decir que la calificación de la responsabilidad, por las razones expuestas, es indisponible. Ese es el mandato taxativo del artículo 41.5 de la LGT en relación con el artículo 176 del mismo cuerpo normativo.
¿Qué decir de las entradas y registros en domicilios constitucionalmente protegidos o en el entorno virtual del contribuyente? Una manifestación de una política tributaria reactiva insuficiente que se aprecia, por ejemplo, en relación con la necesaria existencia de un acto administrativo revisable –esto es, al menos, un procedimiento iniciado, STS de 1 de octubre de 2020–. El legislador se olvidó de modificar el artículo 91.2 de la LOPJ, manteniendo la misma redacción que se modulo en el artículo 8.6, in fine, de la LJCA, de modo que permanece la competencia de los Juzgados de lo Contencioso-administrativo para “autorizar, mediante auto, la entrada en los domicilios y en los restantes edificios o lugares cuyo acceso requiera el consentimiento de su titular, cuando ello proceda para la ejecución forzosa de actos de la Administración”.
¿Y la insuficiencia regulatoria en lo concerniente a las autorizaciones de acceso y copiado de dispositivos electrónicos? Claramente, la STS de 29 de septiembre de 2023 –Rec. 4542/2021– pone de manifiesto que las reglas de competencia y procedimiento que la ley procesal establece para la autorización judicial de entrada en domicilio constitucionalmente protegido, a fin de llevar a cabo actuaciones de comprobación tributarias, son, prima facie, inidóneas para autorizar el copiado, precinto, captación, posesión o utilización de los datos contenidos en un ordenador, al menos cuando esa actividad se produce fuera del domicilio del comprobado y puede afectar al contenido de derechos fundamentales. Habrá que atar esa mosca por el rabo, revisando el contenido de los artículos 113 de la LGT y 8.6 de la LJCA, sin olvidar que el respeto a los derechos fundamentales –con máximo nivel de protección constitucional– prima sobre el ejercicio de potestades administrativas, máxime ante la falta de una regulación legal completa, directa y detallada en la que se antoja exigible el rango orgánico. Sobre esta materia, y el derecho al propio entorno virtual o digital, que permite analizar los derechos del artículo 18 de la CE desde una óptica unitaria; esto es, abordando su estudio desde una dimensión o visión colectiva, tendré ocasión de extenderme a no mucho tardar, por cortesía de la Revista Técnica Tributaria, dirigida magistralmente por José Almudí Cíd y editada por la Asociación Española de Asesores Fiscales –AEDAF–.
Quedaría mucho por decir, particularmente en lo que concierne al ámbito de la prueba, por poner un solo ejemplo, anudado a lo expresado sobre la función fiduciaria de la AEAT mediando el ejercicio que caracteriza a sus potestades, cuya naturaleza inquisitiva exigiría una revisión de la interpretación que se viene haciendo del artículo 105 de la LGT, pero ya toca finalizar este tostón, con un recordatorio: la actitud de los ciudadanos a la contribución no sólo responde a su carga tributaria, sino también a las técnicas de gestión empleadas por la Administración, así como a su reacción ante eventuales incumplimientos.
*Quiero expresar de nuevo mi gratitud a la Asociación de Inspectores de Hacienda del Estado por la amabilidad de invitarme, el día 26 de octubre, a su XXXIII Congreso y el trato dispensado durante mi estancia en Burgos.